Andrea Pozas-Loyo y Julio Rios-Figueroa, investigadores en Flacso México y CIDE respectivamente, publican en la Texas Law Review «The Politics of Amendment Processes: Supreme Court Influence in the Design of Judicial Councils». La tesis que allí sostienen es que al tener los poderes constituidos participación decisiva en los procesos de reforma constitucional, la «política ordinaria» permea la «política extraordinaria» o momento constitucional. En concreto, testean esta hipótesis analizando la influencia que las Cortes Supremas latinoamericanas tuvieron en los procesos que llevaron a la introducción de los Consejos de la Magistratura. Nosotros coincidimos con estas dos afirmaciones: la línea entre procesos políticos de reforma constitucional y política ordinaria no es tan tajante como habitualmente se pensó, y las Cortes Supremas influyen en la forma que asumen los Consejos. Pero el camino que tomamos es bastante diferente y resulta atrayente comparar senderos.
Todo su argumento parte de la siguiente premisa: la intromisión de la «política ordinaria» en los procesos constituyentes ha sido considerado un fenómeno inusual e indeseado y, consiguientemente, ha sido subestimado por la doctrina. Hasta acá, como dijimos, firmamos sin reservas. Ahora bien, ¿en qué se basan los autores para borrar esa línea de frontera tan tajantemente trazada? En que en la mayoría de los procesos de reforma, son los órganos constituidos los que la llevan a cabo, poniéndose el sombrero de constituyentes. Eso deja afuera a nuestro país (y los autores lo reconocen explícitamente) ya que, como sabemos, en Argentina la sanción de la reforma es realizada por una convención convocada al efecto (art. 30 CN). Pero, a pesar de lo que sostienen Pozas-Loyo y Ríos-Figueroa, en casos como el de Argentina la idea de la comunicación entre momento ordindario y extraordinarios se sostiene, por dos motivos: a) nuestro proceso de reforma tiene dos etapas, una realizada por los poderes constituidos (declaración de la necesidad de reforma) y otro por la referida convención especial, por lo que la política ordinaria tiene una voz relevante en el proceso, y b) porque a pesar de que la Convención es especialmente elegida, sus miembros no provienen de Saturno sino que son parte de la clase política que actúa habitualmente en la política ordinaria. O sea, los incentivos de ese juego los llevan incorporados en su persona, más allá de que nominalmente actúan en otra institución (temporaria, por otra parte). Ergo, la afirmación inicial es correcta pero no depende del elemento institucional que los investigadores identifican.
El caso que los autores analizan es de las Cortes Supremas y los Consejos de la Magistratura, por una razón muy sencilla. Se supone que estos últimos fueron creados para apropiarse de facultades pertenecientes a los Superiores Tribunales, que en muchos casos concentraban la administración del Poder Judicial y el nombramiento, remoción y promoción de los jueces inferiores. A diferencia de Europa, donde la creación de estos órganos significó expropiarle funciones el Ejecutivo, en América Latina «la motivación fue la de bloquear las relaciones clientelares entre los jueces de la Corte Suprema y promover una carrera judicial con estándares claros y objetivos de promoción y disciplina» (pag. 1807). Ergo, para este tipos de estudios cuantitivos, es un bocatto di cardinale: incentivos claros, costos y beneficios separables, lo que se le da a uno se le quita a otro y, en esta línea, la Corte Suprema siempre va a estar en contra de los Consejos o, al menos, de que sean poderosos o estén fuera de su control.
La capacidad de influencia de los jueces está determinada, nos dicen los autores, por dos factores: a) sus poderes constitucionales para resolver conflictos que involucren a los órganos representativos; y b) el contexto político: a mayor fragmentación política, mayor poder de los jueces. Dadas esas condiciones, ¿a través de qué mecanismos concretos se da esta influencia? En primer lugar, ya que los jueces van a resolver conflictos que involucren a los actores de la reforma, habría una influencia preventiva de acuerdo a la amenaza implícita de una posterior fijación de estándares estrictos. En criollo: «No me voy a enemistar con el que mañana me va a juzgar». En segundo lugar, con posterioridad a la reforma, los jueces pueden declararla inconstitucional (y, si no, pregúntenle a Fayt). Finalmente, los jueces tambíen pueden influir a través de procesos informales. Aquí pone el ejemplo de la reforma constitucional mexicana en la que dos senadores actuantes habían sido miembros de la Corte Suprema y lograron introducir la posibilidad de que el Tribunal revise el actuar del Consejo.
A partir de esta elaboración, Pozas-Loyo y Ríos-Figueroa hacen el típico estudio de la ciencia política americana, para el cual deben cuantificar las variables. Para ello, esquematizan las funciones de los Consejos de la Magistratura (administración, nombramiento/remoción y manejo de la carrera judicial) y establecen las siguientes preferencias de la Corte, en orden decreciente: a) CM poderoso controlado por los jueces de la CS; b) CM débil controlado por los jueces de la CS; c) CM débil controlado por los miembros del Poder Judicial; d) CM poderoso controlado por los miembros del Poder Judicial; e) CM débil controlado por los políticos; f) CM poderoso controlado por los políticos. Cuánta más poderosas sean las Cortes, más van a poder influenciar el diseño del CM, así que lo que hacen en el artículo es crear un índice que cuantifique ese poder, usando para ellos las normas atributivas de competencias de acuerdo a lo establecido en las Constitución. Con estos dos datos: distintos modelos de CM y graduación del poder de la CS, cruzan las variables. La correlación estadística les da 0,622. Lo que esto significa implicaría una discusión sobre la utilidad de estas metodologías cuantitativas para medir lo que se quiere medir, ello es, el grado de influencia que la Corte Suprema ha tenido en estos diseños. No la vamos a tener aquí, pero si permitannos expresar que este método parece indicarnos algunas líneas de análisis pero no es suficiente para una explicación de los proceso y, mucho menos, para una predicción.
Pero, en fin, volvamos a bailar con la música que conocemos. ¿Qué es lo que no termina de convencernos del planteo de este artículo? Los autores borran la frontera del viaje de ida, pero no la del viaje de vuelta. O sea, nos dicen, «ojo, la separación entre Poder Constituido y Poder Constituyente no es tan tajante y por lo tanto, el primero puede influir en el contenido de la reforma». Pero, decimos nosotros: si no es tan tajante, ¿por qué no va a poder influir también a posteriori?. La historia de nuestra reforma de 1994, en particular, en lo referente al Poder Judicial y al Consejo de la Magistratura es la ejemplificación máxima de lo que los autores llaman «la política de la enmienda constitucional». Pero esta no se da de modo previo a la reforma. Es más, la actitud previa de la Corte Suprema respecto a la introducción del Consejo de la Magistratura en la reforma de 1994 nos dice poco y nada sobre la misma. En nuestro caso, es más bien una política en la que se discute la implementación y el significado de la reforma constitucional, un proceso en el que la Corte ha luchado la batalla que no pudo librar en el momento de la reforma, v.gr.: interpretando sus facultades o interveniendo en los proyectos legislativos de reforma.
En suma, creemos que el ánimo de modelizar y cuantificar la realidad les juega a los autores una mala pasada. En primer lugar, los obliga a formalizar el análisis y tomar en cuenta, por ejemplo para medir la fuerza de las Cortes Supremas, las normas constitucionales y no otras variables socio-políticas, tan o más importantes (v.gr: grado de cumplimiento de sus sentencias, presupuesto, legitimidad social, etc.). En segundo lugar, la reforma constitucional es, sin dudas, un juego de incentivos pero su resultado es un producto artesanal, donde la complejidad de variables historico-políticas en juego hacen difícil el establecimiento de causalidades directas. Finalmente, hay una intención de cerrar el juego y explicar el resultado (texto de la Constitución). Pero el juego está abierto y las reglas, al menos en la Argentina, se siguen redefiniendo. No total ni libremente, pero sí mucho más allá de lo que sería una mera implementación constitucional. Las aguas ordinarias y extraordinarias se mezclan en el estuario de la vida institucional concreta. Ese es el principal hallazgo de este artículo y creemos conveniente profundizar en él para entender el significado real de nuestra vida constituciona. Una vida en la que las Constituciones se definen y redefinen a través de mecanismos que necesitan un análisis matizado.