Todo sobre la corte

Pensar la legitimidad (I)

By octubre 25, 2010junio 9th, 2020No Comments

Los tiempos recientes han encontrado a la Corte Suprema, por primera vez desde su renovación en 2003/2004, en la vereda de enfrente del Gobierno. Con ello no queremos decir, necesariamente, que la Corte haya sido complaciente sino que hasta este momento había convivido sin mayores sobresaltos, manejando sus recursos materiales y simbólicos de manera estratégicamente impecable. Pero las circunstancias cambian, las apuestas se elevan y los actores mutan objetivos y modus operandi. En estos contextos es cuando las instituciones se prueban y se testea lo que, en psicología, se llama resiliencia, ello es, la capacidad para superar dificultades. En el caso de la Corte Suprema, esa resiliencia está directamente relacionada con el caudal de legitimidad que la misma posea y que hace que, a pesar de la coyuntura política y su mayor o menor acierto o popularidad en el manejo de una situación, la sociedad y los actores políticos estén dispuestos a obedecerla. Construir esa legitimidad es lo que la Corte Suprema hace día a día, de un modo complejo y muchas veces implícito. En este post y en el siguiente intentaremos: 1) conceptualizar y analizar algunas de las variables intervinientes en el proceso de construcción de legitimidad y 2) trazar un esquema de la estrategia que la Corte Suprema ha seguido desde su renovación en el período 2003/2004.

Para definir, hay que definirse

El camino que lleva a la legitimidad es complicado y por ello nada mejor que empezar por una definición. Si tomamos la del que quizás sea el artículo más citado en la materia, nos encontramos con que “legitimidad es la percepción o suposición generalizada de que las acciones de una entidad son deseables, correctas o apropiadas dentro de un sistema socialmente construido de normas, creencias y definiciones”. ¿Qué significa esto y por qué es importante? Porque cuando las acciones de una organización se adaptan (o son congruentes con) el sistema normativo-cultural en el que ella se inserta, eso genera obediencia y conformidad con sus decisiones. Esto parece una verdad de Perogrullo, pero la cosa comienza a complicarse cuando tenemos que definir ese sistema sobre el que vamos a comparar sus acciones. En el caso de la Corte Suprema, por ejemplo, ¿qué es lo que tiene que hacer? En la medida en que no sepamos lo que tiene que hacer, no podremos saber si sus acciones responden a ese paradigma o no.

Pues bien, la cuestión es que hoy en día no tenemos tan claro que es lo que los Tribunales deben hacer. Y no lo tenemos claro porque el derecho ha evolucionado mucho desde la formulación mecánica de “hacer la ley-ejecutarla-aplicarla” en el que se basaba el dicho Montesquiano del juez como “la boca que pronuncia las palabras de la ley”.  Tenemos claro y hemos leído mucho sobre el fenómeno de la judicialización para saber que, estructuralmente, los jueces tienen un rol más activo que en el pasado. Ahora bien, ¿cómo es ese rol? Eso no está tan claro porque los diseños institucionales no han evolucionado al mismo ritmo que la realidad social y las funciones que el Derecho asume en ella. Por lo tanto, el rol del Juez está, en su esencia, definido por las normas constitucionales (interpretar la Constitución, decidir controversias entre particulares, tener estabilidad en los cargos, etc.) pero el enorme resto de su identidad, se encuentra sujeto a su propio proceso de auto-construcción. ¿Activista o autolimitada? ¿Competencia amplia o restringida? ¿Control de los poderes públicos o privilegio de los derechos fundamentales? ¿Muchos casos o pocos?

Manejando esas y otras opciones, los jueces supremos se auto-definen y para ello cuentan con recursos materiales y simbólicos. Los primeros refieren a la sustancia misma de su actuación (sentencias, acordadas, cambios organizacionales, etc.), mientras que los segundos denotan el significado de los actos que realiza la Corte Suprema, de acuerdo a la interpretación de su “público”. La actuación judicial se proyecta sobre ambas dimensiones, ya que los jueces no construyen su imagen simbólica desde la absoluta creatividad, sino que a través de ella procesan y moldean el significado que se les atribuye a sus decisiones materiales. Estas últimas suelen reconocer las limitaciones fácticas que derivan del poder de imponer su voluntad del que goza la Corte Suprema en un momento determinado. Los jueces no actúan en el vacío, sino que lo hacen en el marco del resto de poderes democráticos, a los cuales limitan y por los cuales se ven limitados. Desarrollar la identidad del Tribunal, ello es, construir las normas y creencias que definan su función y a partir de las cuales se medirán sus acciones, es una tarea que se hace de cara al resto de los poderes actuantes y también de la sociedad que los cobija. De hecho, la Corte Suprema construye su legitimidad en relación con la sociedad y así adquiere capital político para posicionarse frente a los otros poderes. Ahora bien, ¿cómo lo hace?

En primer lugar,  la Corte Suprema es una institución diseñada para “decir” no para “hacer”, a diferencia de los poderes políticos (Ejecutivo y Legislativo) que son los que “hacen” cosas y, así, gobiernan. Existe una lógica entre sus (pocos) recursos materiales y sus (muchas) garantías funcionales, que la orientan a una tarea discursiva de largo plazo, propia, por otra parte, de la vigencia del bien –Constitución- que está destinada a proteger. En cuanto a su posicionamiento relativo, entonces, la Corte no está inerme: al hablar, se construye a sí misma y construye al resto de los poderes. Podríamos decir, en este sentido, que su necesidad de auto-definición tiene un sesgo recursivo: la Corte Suprema se define para definir. A través de su discurso, el Tribunal fija los límites de legitimidad de los otros poderes y construye el discurso constitucional que debería hablar la sociedad. Interpreta el derecho y la Constitución y así administra, simbólicamente, uno de los bienes más preciados del sistema político: la representación social de lo correcto, de los consensos sociales básicos receptados en la Constitución. Por ello, no nos extraña que la actuación de la Corte Suprema esté muchas veces en el centro de relevantes (y cruentas) batallas políticas.

El camino de la legitimidad

Volviendo como en un círculo al punto de inicio, el resultado de esa batalla estará dado por la capacidad de la Corte para ser escuchada y obedecida, o sea, por su legitimidad. Acá es importante hacer algunas distinciones analíticas, que luego dividirán aguas respecto de lo que hace la Corte. Cuando nosotros obedecemos a alguien, lo podemos hacer por varias razones: porque nos conviene, porque consideramos que está bien lo que nos dice o, simplemente, lo hacemos automáticamente, como una actitud de sentido común. Los autores han calificado la primera variante como legitimidad pragmática y la segunda, moral, siendo ambas de corto plazo. La restante actúa en el largo plazo y se relaciona con la formación de representaciones sociales que hacen que una  institución sea considerada como “necesaria o inevitable basada en un sustrato cultural que se da por supuesto”.  En el caso de los EEUU, por ejemplo, hace que la Corte Suprema tenga un status mítico, ya que los ciudadanos la perciben sobre las disputas ideológicas y los compromisos de la vida política cotidiana y ello le permite generar obediencia aún en decisiones controversiales.

La función que la Corte realiza en una y otra estrategia es muy diferente. En la primera dimensión su conducta es estratégica, ya que mira esencialmente el equilibrio de sus intereses y los de los actores que con ella interactúan, o sus expectativas morales.  En la segunda, por el contrario, su actividad es de tipo cultural, orientada a la formación de representaciones sociales de largo plazo. A mayor legitimación cognitiva, menor necesidad de legitimidad estratégica y, por consiguiente, mayor independencia que redunda en un seguimiento de la lógica judicial de actuación que describimos con anterioridad. Mientras la faz estratégica posiciona a la Corte como un poder político, que administra influencia en movimientos de corto plazo; la faz institucional la muestra construyendo un discurso basado en lo jurídico, que la opone y separa de la esfera de los otros poderes. En tiempos de reconstrucción, por ejemplo, la estrategia de corto plazo puede ayudar a la Corte Suprema a conseguir capital político en ese momento, pero termina deslegitimando al Tribunal de cara a la opinión pública si su conducta es percibida como meramente coyuntural.

Tensiones

La institucionalización es un proceso plagado de tensiones. El Tribunal se encuentra en el marco de relaciones sistémicas, gobernadas por el principio de división de poderes y ello hace que su posicionamiento tenga un aspecto estratégico ineludible. En este ámbito, la estrategia de legitimación de la Corte asume una lógica política, es decir, debe tomar una posición de fuerza frente al resto de los poderes que la obliga a administrar sus recursos (decisiones judiciales) a través del impacto sobre la opinión pública, como modo de generar legitimidad de cara al resto de los poderes. Asume así la lógica de los poderes con los que debe interactuar, ya que la necesidad de supervivencia en el corto plazo le impide recostarse en su propio terreno (el discursivo-cultural). Pero si queda apresada en esta lógica y no tiene en mira la construcción de largo plazo, la Corte Suprema pierde identidad y se despega de las razones que justifican su existencia en el sistema –y, consiguientemente, de su fuente de legitimidad-.

Al auto-restringirse, el Tribunal administra el caudal de legitimidad que requiere para obtener la aceptación de sus decisiones, ya que existen diferencias importantes entre los requerimientos de apoyo activo o mera aceptación pasiva de una decisión. Cuando el Tribunal “manda” realizar una conducta, máxime si esta engloba una política pública determinada –v.gr: desagregación de escuelas-, el nivel de legitimidad con el que debe contar es máximo. En cambio, cuando “dice” el Derecho y establece una determinada interpretación, lo que su acción requiere es meramente una  actitud pasiva y receptiva –una “no rebeldía”-. La diferencia de legitimidad requerida por la Corte Suprema también se hace notar en el modo a utilizar para conseguir esa legitimidad. Si la Corte, por llevar a cabo estrategias “activistas” o por estar en un período de reconstrucción de su imagen, necesita mayor apoyo de la ciudadanía tendrá que diseñar instrumentos para llegar a ella. Para ello, va a requerir de los canales que le proporcionan los medios de comunicación y el diseño de una política de comunicación en esa línea. La tensión se produce porque, en estas circunstancias, la Corte no controla enteramente las variables de la relación comunicativa y debe decidir si someterse o no a las reglas de juego de los medios. En la medida en que lo haga –v.gr: porque necesita amplificar su audiencia- pierde autonomía de acción ya que debe aceptar su lógica, guiada por principios diferentes a la judicial.

La mediatización de la escena política modifica las variables de legitimidad, al menos de acuerdo a las categorías weberianas. En efecto, la dinámica de los medios  personaliza las relaciones, generando una tendencia hacia la legitimidad carismática. Esta tendencia complica el proceso de institucionalización de órganos como la Corte Suprema, más aún cuando su carácter colegiado genera fuerzas de sentido contrario a la unidad. Los tribunales han intentado tradicionalmente asumir un equilibrio entre la individualidad de sus miembros y la pertenencia a una institución que los trasciende.En este sentido, la legitimidad carismática, en tanto significa el seguimiento a un líder en base a sus condiciones personales, puede asumir la forma personalizada de la adhesión a los miembros del Tribunal o, por el contrario, una forma institucionalizada de confianza que exceda a esas personas individuales. En este último caso, se “confía” en la institución, personalizándola y haciéndola vivir como un organismo supra-individual lo cual supone una “auto-restricción” individual de sus miembros, que se someten a las necesidades de institucionalización de la Corte.

Como podemos ver, hay varias líneas de tensión que cruzan la construcción de legitimidad de la Corte Suprema. Estrategia vs. Identidad. Corto plazo vs. Largo plazo. Activismo vs. Restricción. Exposición a los medios vs. Preservación de imagen. Legitimidad carismática personal vs Legitimidad institucional. Estas opciones están lejos de ser excluyentes. Más bien, de acuerdo con el caudal de legitimación con el que cuentan y con el objetivo a conseguir, los Tribunales se enfrentan a decisiones estratégicas acerca de cómo lograr el equilibrio entre esas variables. Ese balance no es neutro, sino que es un equilibrio en pos de un objetivo: llegar a una legitimidad institucional que trascienda –sin desconocerlos ni minimizar su importancia- los conflictos políticos circunstanciales, las sentencias concretas y los miembros individuales que componen la Corte Suprema. En el próximo post, intentaremos leer la historia de nuestra «nueva» Corte, a partir de algunas de las tensiones que aquí explicitamos.

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