En materia constitucional, nuestro país tiene una cualidad notable: tropieza repetidamente con las mismas piedras. Tozudamente reiteramos los mismos errores una y otra vez. El respeto por la Constitución nacional es algo que nos resulta sumamente ajeno. Nuestra fe constitucional depende del mayor o menor agrado que nos cause una medida de gobierno. Así, la Constitución se transforma en una masa informe, que se expande o se contrae al compás de nuestras preferencias personales. Como lo sostuvo hace más de 65 años Canal-Feijoo, “la conciencia política actual inscribe una conciencia constitucional debilitada, si no nula, que a nombre de la Constitución solo aspira al poder, un poder que solo tiene por objeto afianzar los resortes gubernativos del estado constitucional” (Bernardo Canal-Feijoo, La frustración constitucional, 1958, p. 21).

Uno de los casos más notorios es el abuso de los decretos de necesidad y urgencia. Este instrumento, inexistente en el texto de la Constitución de 1853/60, fue utilizado esporádicamente antes de 1983. Obviamente, se excluye de esta descripción a los gobiernos de facto, en los que el poder ejecutivo reúne la suma del poder público, como en todo régimen dictatorial. A partir de 1983 la utilización de este recurso, supuestamente excepcional, se expandió en proporción geométrica hasta convertirse en uno de los mecanismos más habituales para legislar. Lejos de ser un medio empleado en casos extraordinarios, se lo ha usado reiteradamente como una garrocha para saltar al Congreso.

Los decretos de necesidad y urgencia tienen su origen en los sistemas parlamentarios. En esa forma de gobierno, ajena a la nuestra, el poder ejecutivo es ejercido por el gabinete, que es una comisión del parlamento. En el parlamentarismo no hay separación de poderes, sino fusión de poderes. Que una comisión del parlamento emita normas de carácter legislativo no genera conflicto alguno en un régimen parlamentario. En definitiva, la permanencia del gabinete en el poder depende de la voluntad del propio parlamento. No hay tensión alguna en el sistema institucional por el hecho de que facultades que pertenecen al parlamento sean ejercidas por una de sus comisiones. En caso de divergencia, el propio sistema prevé la solución: el parlamento puede aprobar un voto de censura por el que destituye al gabinete o este provoca la disolución del parlamento y la convocatoria a elecciones. En este último caso, la decisión final pertenece al electorado, que actúa como árbitro final del conflicto.

En nuestro país, que adoptó un sistema presidencial de separación de poderes con frenos y contrapesos, la situación es diametralmente opuesta, o al menos lo era hasta la reforma de 1994. Cuando el poder ejecutivo ejerce facultades legislativas, altera completamente el funcionamiento normal del sistema institucional. Los regímenes presidenciales no tienen prevista una solución para la tensión que se genera si el presidente ejerce una facultad que corresponde al poder legislativo. Se trata de una anomalía en el sistema.

Erróneamente se pretende encontrar en Alberdi la fuente de los decretos de necesidad y urgencia en nuestro país. Cassagne, por ejemplo, afirma que “la interpretación constitucional consecuente que admitió que, bajo determinados límites, el presidente podía dictar reglamentos con fuerza de ley, […] se encuentra en la misma línea del art. 67, inc. 7° del proyecto de Alberdi, que concedía al Congreso la atribución de dar facultades especiales al poder ejecutivo para expedir reglamentos con fuerza de ley en los casos exigidos por la Constitución” (Juan Carlos Cassagne, “De nuevo sobre la categoría del contrato administrativo en el derecho argentino”, El Derecho, 2001/2002, p. 494). Nada más alejado del pensamiento del Alberdi.

En primer lugar y tal como el autor citado admite, la atribución prevista en el art. 67, inc. 7° del proyecto de constitución de Alberdi se refiere a una delegación que hace el Congreso y solamente en aquellos casos exigidos por la Constitución. Eso nada tiene que ver con los decretos de necesidad y urgencia, que son emitidos por el presidente sin delegación del Congreso. En segundo lugar, Alberdi no solo no previó la posibilidad de que el presidente emitiera decretos con rango de ley, sino que la rechazó expresamente. En el capítulo IX de Bases, al analizar la Constitución paraguaya de 1844, afirmó: “Es lo mismo que antes existía, disfrazado con su máscara de Constitución, que oculta la dictadura latente. El título 1° consagra el principio liberal de la división de los poderes, declarando exclusiva atribución del Congreso la facultad de hacer leyes. Pero de nada sirve eso, porque el art. 4° lo echa por tierra, declarando que la autoridad del presidente de la República es extraordinaria cuantas veces fuese preciso para conservar el orden (a juicio y por declaración del presidente, se supone)” (Juan Bautista Alberdi, Obras Selectas, T. X, pp. 45 y 46). A eso se agrega que los constituyentes de 1853 ni siquiera incluyeron en el texto de la Constitución nacional la facultad prevista en el art. 67, inc. 7° del proyecto de constitución de Alberdi.

En una publicación reciente, el procurador del Tesoro de la Nación intenta derivar amplias facultades del carácter de “jefe supremo de la Nación” que ostenta el presidente según el art. 99, inc. 1° de la Constitución (Rodolfo C. Barra, “El instituto jurídico del Decreto de Necesidad y Urgencia”, Infobae 22/12/2023). Ese es el título que la Constitución del Imperio del Brasil de 1824 le otorgaba al Emperador, quien en tal carácter ejercía el poder moderador para velar por el mantenimiento de la independencia, equilibrio y armonía de los demás poderes políticos (art. 98). De ahí la tomó la Constitución de Chile de 1833, pero sin ninguna referencia al poder moderador. Huneeus, el principal comentarista de esa constitución, explica que ese título significa “simplemente que el presidente de la República es el jefe supremo de la Nación, no porque esté colocado más alto que los otros poderes públicos, sino porque es él quien la representa en sus relaciones con las potencias extranjeras y porque es en ese magistrado en quien reside la soberanía transeúnte, o sea […] la que representa a la Nación en su correspondencia con otros Estados. El título más o menos pomposo que se da a un funcionario, no le confiere ni le quita atribuciones” (Jorge Huneeus, La Constitución ante el Congreso, 1880, T. II, pp. 9 y 10).

Decir que el presidente es el jefe supremo de la Nación no le da ningún poder especial. Sus únicas atribuciones son las que surgen del texto de la Constitución nacional. El nuestro es un gobierno de poderes enumerados y limitados. Por ende, no existe un poder inherente o implícito por el hecho de ser jefe supremo de la Nación (ver mi artículo, “Los poderes implícitos e inherentes del Presidente de los Estados Unidos de América y su influencia en el derecho público argentino. Uso y abuso de la jurisprudencia estadounidense”, El Derecho, T. 200, p. 469). El autor chileno citado anteriormente incluso afirma que ese título podría suprimirse perfectamente sin que las facultades presidenciales se modifiquen ni un ápice.

En realidad, y como la mayoría de las enfermedades que aquejan al derecho público argentino, la infección de los decretos de necesidad y urgencia ingresó a nuestro sistema a través del derecho administrativo, “una faz enfermiza del derecho moderno” al decir de Estrada (José Manuel Estrada, “Oficialismo y Totalitarismo”, Fragmentos, 1942, p. 109). Si se revisan las primeras referencias a los decretos de necesidad y urgencia (o decretos leyes) en los administrativistas argentinos, se advierte que varios de esos juristas se basan en citas de autores italianos de las décadas del 20 y 30 del siglo XX (una prolija revisión de esos antecedentes puede encontrarse en Daniel R. Vítolo, Decretos de Necesidad y Urgencia, 1991, pp. 58 y sgtes.). Cabe recordar que en esa época Italia era gobernada por Benito Mussolini.

Lejos de corregir esa verdadera gangrena que corroía las bases mismas de nuestra Constitución, la reforma constitucional de 1994 agravó la situación al constitucionalizar los decretos de necesidad y urgencia. Lo hizo al incorporarlos en el art. 99, inc. 3° de la Constitución nacional, que dispone:

El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo.

Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes, y no se trate de normas que regulen materia penal, tributaria, electoral o de régimen de los partidos políticos, podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia, los que serán decididos en acuerdo general de ministros que deberán refrendarlos, conjuntamente con el jefe de gabinete de ministros.

El jefe de gabinete de ministros personalmente y dentro de los diez días someterá la medida a consideración de la Comisión Bicameral Permanente, cuya composición deberá respetar la proporción de las representaciones políticas de cada Cámara. Esta comisión elevará su despacho en un plazo de diez días al plenario de cada Cámara para su expreso tratamiento, el que de inmediato considerarán las Cámaras. Una ley especial sancionada con la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara regulará el trámite y los alcances de la intervención del Congreso.

El primer párrafo de la norma enuncia una estricta prohibición, que a primera vista parece absoluta. Si el artículo hubiera puesto un punto final luego de ese primer párrafo, nuestra realidad constitucional posiblemente sería muy diferente. Lamentablemente, luego de esa prohibición tan categórica, la disposición transcripta introduce la excepción que ha permitido la avalancha de decretos de necesidad y urgencia en todos los gobiernos. Es cierto que se intentó imponer limitaciones que, en una primera lectura, parecen ser estrictas. Sin embargo, esas limitaciones son más aparentes que reales. Las exclusiones por materia (penal, tributaria, electoral y del régimen de los partidos políticos) no impidieron que se dictaran decretos de necesidad y urgencia en relación con esas cuestiones. Así, por ejemplo, en materia tributaria han sido varios los decretos de necesidad y urgencia: decreto 618/97 (creación y regulación de la AFIP); decreto 857/97 (prórroga del régimen de promoción industrial); decreto 938/98 (facultó a la AFIP a otorgar facilidades de pago); decreto 1334/98 (modificación del domicilio fiscal); decreto 606/99 (secreto fiscal); decreto 1676/01 (modificación al impuesto a los combustibles líquidos y a bienes personales); decreto 1286/05 (impuestos internos); decreto 314/06 (mínimos no imponibles en relación al impuesto a las ganancias); decreto 1035/06 (devolución de IVA en casos de pago con tarjeta de débito) (Eduardo Ávalos, “Los decretos de necesidad y urgencia en Argentina: desde 1853 hasta nuestros días”, Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Córdoba, Vol. III, p. 150, nota 12). Por su parte, el decreto 62/2019 estableció un régimen de extinción de dominio que invade materias penales supuestamente vedadas.

Las restantes limitaciones se transforman en letra muerta en la práctica, porque la Convención Constituyente de 1994 omitió establecer con precisión la totalidad del procedimiento a seguir luego del dictado de un decreto de necesidad y urgencia. En especial, la Constitución no dispone qué sucede en caso de que el Congreso no trate expresamente un decreto de necesidad y urgencia. Así, la reforma ni siquiera siguió los ejemplos del derecho comparado. Sin necesidad de recurrir a modelos muy lejanos, la Constitución de la República Federativa del Brasil prevé que las medidas provisionales con fuerza de ley adoptadas por el presidente pierden vigencia en forma automática si no son convertidas en ley en un plazo de 30 días desde su publicación. En cambio, la regulación de los decretos de necesidad y urgencia en nuestra Constitución es incompleta: por falta de acuerdo entre los partidos mayoritarios, se omitió todo lo referente a las consecuencias de la falta de aprobación de los decretos de necesidad y urgencia por parte del Congreso.

De esa manera se abrió la puerta al absolutismo presidencial. En 2006, por inspiración de la entonces senadora Cristina Fernández de Kirchner, se sancionó la ley 26.122, que terminó de habilitar el festival de decretos de necesidad y urgencia. La norma dispone que esos decretos siguen en vigencia salvo que sean expresamente derogados por ambas cámaras del Congreso. Es decir, que el presidente puede gobernar por decreto solamente con tener mayoría en una sola de las cámaras. Peor aún, basta con que no exista una mayoría consolidada contraria a los deseos del presidente de turno en ambas cámaras legislativas para que este pueda legislar por decreto.

La base de nuestro sistema constitucional, cuyos principios fundamentales copiamos de los Estados Unidos de América, fue resumida magníficamente por James Madison en Federalist N° 51: “¿Pero qué es el gobierno sino el mayor reproche a la naturaleza humana? Si los hombres fueran ángeles no sería necesario ningún gobierno. Si los ángeles gobernaran a los hombres, no serían necesarios controles externos ni internos al gobierno. Al diseñar un gobierno que será ejercido por hombres respecto de hombres, la gran dificultad radica en esto: primero se debe permitir al gobierno controlar a los gobernados y, acto seguido, obligarlo a que se controle a sí mismo” (James Madison, The Federalist, N° 51).

El principio esencial de ese sistema de gobierno ideado por Madison y adoptado por nuestros constituyentes es que a todo poder gubernamental debe contraponerse un control. Eso es precisamente lo que significa la existencia de frenos y contrapesos. Si se otorga una atribución sin su correlativo control, se crea un desequilibrio en el sistema. Es lo que se omitió en la reforma constitucional de 1994. Nuestra Constitución, a diferencia de los sistemas europeos, no prevé poderes aislados, cual compartimentos estancos. Por el contrario, el sistema que adoptamos siguiendo la Constitución de los Estados Unidos otorga a cada uno de los distintos departamentos del gobierno poderes que, en teoría, deberían pertenecer a otro de esos departamentos con el objeto de que, al ejercerlos, se limiten mutuamente. Así, por ejemplo, el poder ejecutivo tiene iniciativa legislativa y veto, ambas facultades eminentemente legislativas. No obstante, a esas facultades se oponen los controles que puede ejercer el Congreso. A diferencia de lo que normalmente se cree, ese control no es el juicio político, sino el presupuesto: sin aprobación del Congreso, el presidente no debería poder gastar ni un céntimo. Eso es lo que prevé nuestra Constitución y que lamentablemente también hemos prostituido en la práctica.

Louis Brandeis lo explicó con gran claridad en su voto en disidencia en Myers v. United States: “La doctrina de la separación de poderes no fue adoptada por la Convención de 1787 para promover la eficiencia, sino para impedir el ejercicio arbitrario del poder. El propósito no fue evitar la fricción, sino, a través de las necesarias fricciones que son consecuencia de la distribución de poderes entre tres departamentos, salvar al pueblo de la autocracia” (272 U.S. 52, p. 293, año 1926). Es la aplicación práctica de la vieja máxima de Montesquieu: le pouvoir arrête le pouvoir, el poder detiene al poder. En palabras de Madison, “la ambición debe ponerse en juego para contrarrestar a la ambición” (James Madison, The Federalist, N° 51).

La facultad excepcionalísima otorgada al ejecutivo en el art. 99, inc. 3° de la Constitución no fue acompañada por el respectivo control. Se normalizó la patología. Basta ver la cantidad de decretos de necesidad y urgencia dictados a partir de la reforma de 1994, que son más de 800. Según lo investigado por Héctor Mairal, el número de decretos de necesidad y urgencia es casi igual a la mitad del número de leyes. Es cierto que la reforma constitucional no inventó los decretos de necesidad y urgencia, pero sí los constitucionalizó de manera gravemente deficitaria. De esa manera, obturó la posibilidad de discutir si ese tipo de decretos, como categoría normativa general, son constitucionalmente válidos o no. Ahora la discusión se circunscribe a verificar si cada decreto de necesidad y urgencia en particular es constitucional o no.

Hoy asistimos a un súbito renacer de la separación de poderes en la consideración general, luego de años de letargo y olvido. La extendida práctica de gobernar por decreto de necesidad y urgencia, que encontraba escasísimas resistencias hasta hace pocos días, hoy levanta oleadas de indignación. Esta tardía profesión de fe constitucional autoriza a sospechar. Basta observar que el Congreso no rechazó jamás un solo decreto de necesidad y urgencia desde la sanción de la ley reglamentaria. ¿Acaso alguien cree que en todos los más de 800 decretos de necesidad y urgencia era imposible seguir el procedimiento normal de formación y sanción de las leyes? Incluso, algunos de esos decretos ni siquiera fueron sometidos a debate en las cámaras legislativas. Los precedentes judiciales en los que la Corte Suprema descalificó un decreto de necesidad y urgencia son contados con los dedos de una mano y hasta se ha dicho que gozan de presunción de validez, cuando el principio establecido por la Constitución es exactamente el inverso.

Por supuesto que una práctica inconstitucional, por reiterada que sea, no purga ese vicio. Como dije en varias ocasiones anteriores, dos inconstitucionalidades (o más) no hacen una constitucionalidad. Que muchos de los que hoy se muestran indignados por el dictado del decreto 70/23 hayan guardado silencio cómplice en el pasado o, aún peor, hayan sido activos partícipes de gobiernos que utilizaron esa herramienta sin pudor y hayan justificado esa práctica, no hace que la norma referida supere el umbral de constitucionalidad. Pero sí explica por qué llegamos a donde llegamos.

Atribuir la inusitada reacción negativa a que el decreto 70/23 no tiene antecedentes por su amplitud o por la cantidad de “derechos” afectados es una explicación pueril. En nuestro país, por ejemplo, se han confiscado depósitos dos veces por decretos de necesidad y urgencia y esa confiscación fue convalidada en reiteradas oportunidades por la Corte Suprema de Justicia de la Nación. También se suspendió el derecho a trabajar, el derecho a ejercer toda industria lícita, el derecho a entrar, transitar, permanecer y salir del territorio argentino, el derecho a enseñar y aprender, etc. y se prorrogó varias veces el plazo de la delegación legislativa de la ley de emergencia sanitaria, todo por decreto de necesidad y urgencia, con el Congreso en pleno funcionamiento y con la aquiescencia de muchos de los hoy indignados. Frente a esos ejemplos, el decreto 70/23, cuyo objeto principal es eliminar regulaciones, casi empalidece. Antecedentes nefastos sobran y la situación actual es simplemente la consecuencia de años de desprecio por la Constitución, desprecio que lamentablemente ha sido convalidado por una funesta práctica institucional uniforme.

Difícilmente décadas de calidad institucional similar a la de Zimbabue puedan resultar en gobiernos respetuosos de los límites constitucionales. Si la Constitución ha sido violada sistemáticamente, ¿por qué habríamos de esperar mágicamente un giro copernicano? La enfermedad de los decretos de necesidad y urgencia, además, no se limita al nivel federal, sino que se ha expandido a las provincias y a la Ciudad de Buenos Aires (ver Paulina Chiacchiera Castro y Maximiliano Calderón, “Los decretos de necesidad y urgencia en las provincias”, Estudios de Derecho Público, Revista de la Asociación de Docentes de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, pp. 433-447).

No cabe menos que celebrar esta repentina toma de conciencia constitucional y bregar por que se mantenga en el tiempo, aunque no abrigo demasiadas esperanzas. El deterioro institucional de nuestro país no es obra del reciente y tan cuestionado decreto de necesidad y urgencia, sino la consecuencia de la sistemática destrucción de la Constitución a lo largo de mucho tiempo. El “resultadismo” constitucional que ha imperado en nuestro país ha tenido resultados desastrosos, que algunos parecen descubrir recién ahora. Los clavos en el ataúd de nuestro sistema constitucional han sido muchos y muy variados.

El hecho de que las medidas que se adoptan a través del decreto 70/23 sean, a mi juicio y con unas pocas excepciones, excelentes y esenciales para permitir revertir más de medio siglo de decadencia, no puede jamás afectar el análisis constitucional ni justificar pasar por alto las formalidades que imponen las normas de la Constitución. Algunas de ellas, tomadas individualmente, tal vez puedan superar las exigencias del fatídico art. 99, inc. 3°, pero la emergencia no puede ser una habilitación general para ignorar la Constitución. Es cierto que un importante número de normas afectadas por el decreto 70/23 fueron dictadas por gobiernos de facto y, por ende, ni siquiera son verdaderas leyes, pese a que la Corte Suprema de Justicia de la Nación las ha equiparado a las emitidas por gobiernos constitucionales en numerosos fallos (ver la reseña de esa línea jurisprudencial en Godoy c/Universidad Nacional de La Plata, Fallos 313:1621, año 1991). También es cierto que, desde el caso Ercolano c/Lanteri de Renshaw (Fallos 136:161, año 1922), todos los gobiernos han usado la excusa de la emergencia para violar la Constitución y encontraron respaldo en la jurisprudencia uniforme de la Corte Suprema. Esa fatídica doctrina se ha transformado en un incentivo para el mal gobierno: a más emergencia, mayor poder para el Estado. De aquellos vientos, estas tempestades.

Sin embargo, las preferencias personales no están por encima de la Constitución nacional. A pesar de los muchos aspectos positivos que tiene el decreto 70/23 en cuanto al fondo, es un ejemplo más del abuso de una herramienta excepcional, que la Constitución prohíbe como regla general. Tal vez peque de ingenuidad, pero eso no debe sorprender: enseño derecho constitucional y soy textualista en un país en el que la anomia es moneda corriente y se presenta disfrazada bajo el conveniente ropaje de la interpretación evolutiva. Como dijo el rey Víctor Manuel III sobre Santi Romano, “los profesores de derecho constitucional, cuando son oportunistas y pusilánimes, siempre encuentran argumentos para justificar las tesis más absurdas”.

 

Ricardo Ramírez-Calvo

Universidad de San Andrés

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