El artículo que publicamos en respuesta a la solicitada del pasado 20 de septiembre de 2023, titulada “Voto por la Constitución Nacional” (https://endisidencia.com/2023/09/la-equivocada-pretension-de-apropiarse-de-la-constitucion-nacional/), no generó, hasta ahora, una respuesta de ninguno de los firmantes. Para nuestra grata sorpresa, quien recogió el guante fue nuestro amigo Andrés Rosler, a través de un artículo titulado “Acerca de la Constitucionalidad de la Dolarización: ¿Ley Constitucional o Constitución?”, que publicó en su indispensable blog “La Causa de Catón” (http://lacausadecaton.blogspot.com/2023/09/acerca-de-la-constitucionalidad-de-la.html). Como todo lo que publica Andrés, el cuestionamiento que hace a nuestro artículo es inteligente, profundo y serio. Además de la fina ironía que siempre exhibe a través de su filosa pluma, Andrés intenta arrastrar las marcas, como Lio Messi, para que la araña Julián se filtre por el medio. Así, propone llevar la discusión al plano de la filosofía política y hacernos jugar de visitante. Plantea ir más allá del análisis del texto constitucional y sugiere que la dolarización sería incompatible con el concepto de soberanía formulado por Bodin hace casi 450 años.

La constitucionalidad o no de un proyecto de dolarización no se juega en el plano de la filosofía política, sino en el de la interpretación del texto de la Constitución (en definitiva, no podemos traicionar nuestro textualismo en materia constitucional). Si bien nos gustaría mantener la localía, como bien dijo Oscar Wilde, “I can resist anything except for temptation”. Por eso, a riesgo de ser vapuleados por un experto, intentaremos demostrar que, incluso en el plano de la filosofía política al que se nos quiere llevar, la dolarización también resiste el embate.

Compartimos con Andrés la perplejidad que causa que la discusión respecto de una eventual dolarización de la economía en nuestro país gire en torno a cuestiones constitucionales cuando no existe un proyecto concreto para analizar. Andrés también reconoce la dificultad de opinar sobre una cuestión cuyos detalles no se conocen. Para sortear ese obstáculo, bastante obvio para la adopción de cualquier postura crítica terminante en materia jurídica, Sir Rosler plantea un escenario en que esa dolarización conlleve “la eliminación de la moneda nacional”, o uno en que “la moneda nacional sea el dólar estadounidense en reemplazo total de lo que hasta hoy sigue siendo el peso argentino”.

En su crítica se pregunta si la discusión puede agotarse analizando solamente el texto de la Constitución. Por eso, cuestiona si, en este caso, tiene o no sentido “plantearse una excepción, teniendo en cuenta que la discusión es excepcional”. A partir de la terminología usada por Carl Schmitt, Andrés argumenta que lo que está en juego aquí “no es la ley constitucional, sino la Constitución”, y afirma que “a veces la defensa de la Constitución puede implicar incluso la violación de las leyes constitucionales”.

Nuestras diferencias con Andrés empiezan acá. No aceptamos esa diferencia entre ley constitucional y Constitución. Es más, afirmamos que, en el contexto de la Constitución Nacional, esa distinción no existe. Con esto no negamos que puedan existir cuestiones importantes o de relevancia jurídica fuera de la Constitución. Sin embargo, en nuestra opinión esa distinción entre ley constitucional y Constitución es una trampa. ¿Con qué criterio se puede disociar válidamente el texto de la Constitución de la propia Constitución? Esa distinción es, obviamente, contraintuitiva. Además, ¿Quién determina cuándo es que la ley constitucional, entendida como el texto constitucional, y la Constitución difieren? Es evidente que aquel que tenga ese poder se termina convirtiendo en el dueño de la Constitución y que, de esta forma, corremos el riesgo de quedarnos sin Constitución.

La distinción que hace Schmitt y que Andrés usa para introducir su planteo es una forma bastante evidente de desnormativizar a la Constitución. Es decir, de atentar contra una de las características centrales de las constituciones de tipo norteamericano como es, sin lugar a dudas, la Constitución Nacional. En el contexto de la Europa continental, la distinción que hace Schmitt podría haber tenido sentido, ya que la Constitución no era considerada una norma jurídica, sino una mera guía política para el legislador. En cambio, en el contexto de sistemas constitucionales herederos de la tradición norteamericana esa distinción es, para seguir con la analogía futbolera que propone Andrés, como secuestrar a los dos zagueros y al arquero para que un delantero escurridizo como Julián Álvarez pueda meter un gol.

La idea de Schmitt es peligrosamente cercana, aunque no idéntica, a lo sostenido por Ernst Rudolf Huber, cuando afirmaba que “bajo la superficie de las disposiciones legales formales, vive una ordenación básica como un sistema completo e indivisible y en todos los casos en los que las normas escritas se presenten como incompletas o defectuosas, deficientes o inadecuadas, emerge en forma directa esta Constitución no escrita del pueblo” (Verfassungsrecht des Grossdeutschen Reiches, p. 51). Como buenos textualistas que somos, cuando nos sugieren la existencia de elementos que están más allá del texto constitucional y, en caso de conflicto, lo derrotan, automáticamente tendemos a agarrar fuerte la billetera, para evitar que desaparezca.

Bajo sistemas constitucionales como el nuestro, en el que la Constitución es una norma jurídica y está por encima de todo el resto del derecho vigente, ninguno de los poderes constituidos puede apelar a aquello que está fuera de la Constitución para desconocer su texto y privarlo de esa juridicidad suprema. De hecho, ninguno de esos poderes tiene la autoridad para hacerlo. Lo que sí puede pasar es que el propio texto constitucional habilite expresamente al intérprete o aplicador a ir a buscar fuera del texto constitucional cosas que el propio texto no contempla. Un ejemplo obvio es la referencia a los derechos no enumerados a que se refiere el art. 33 de la Constitución Nacional. Más allá de las dificultades interpretativas y de aplicación que pueda generar esa disposición constitucional, lo cierto es que el propio texto constitucional se refiere expresamente a algo que está fuera de él.

Por eso Kelsen, que no era precisamente un defensor de ninguna corriente del iusnaturalismo (ver, por ejemplo, Hans Kelsen, “The Natural Law Doctrine Before the Tribunal of Science”, The Western Political Quarterly, Vol. II, p. 481), reconoce la importancia de cláusulas constitucionales del tipo de la Enmienda IX de la Constitución de los Estados Unidos de América o nuestro artículo 33 (ambas se refieren a la existencia de derechos no enumerados en el texto constitucional). Según el célebre profesor austríaco, desde el punto de vista del derecho positivo, el efecto de esas cláusulas es el de “autorizar a los órganos del Estado encargados de ejecutar la Constitución, especialmente a los tribunales, a establecer otros derechos distintos de los consagrados por el texto constitucional. Un derecho establecido de este modo, es concedido también por la Constitución, no en forma directa, sino indirecta, puesto que es estatuido por un acto creador de derecho de un órgano autorizado al efecto por la ley suprema” (Hans Kelsen, Teoría General del Derecho y del Estado, p. 316).

Es decir que, en estos casos, es la propia Constitución la que autoriza y habilita a indagar más allá de su texto para resolver un problema constitucional. Obviamente, es una operación riesgosa en la que el intérprete tiene que tener el cuidado de que aquello que busca fuera de la Constitución no sea usado después en contra de ella. Pero ese no es el caso que plantea Andrés al apelar a la noción clásica de soberanía del filósofo francés Jean Bodin para cuestionar la hipotética dolarización, tal como ha sido planteada. Esa noción “bodiana” de soberanía no está contemplada ni explícita ni implícitamente en la Constitución Nacional.

A todo eso se suma que también rechazamos la visión schmittiana de la excepción. Tal como lo planteó uno de nosotros anteriormente (Ricardo Ramírez Calvo, La Constitución suspendida, en Altavilla y Solá, Derechos Humanos y Pospandemia, p. 91), esa teoría parte de una concepción del Estado como anterior al orden jurídico, el que es creación de aquel. Dado que el derecho es considerado como una creación del Estado, no puede lógicamente limitar la acción tendiente a la protección de su creador. Es una derivación lógica de ese punto de partida: sin Estado, el orden jurídico carece de sentido. Cuando se plantea que a veces es necesario violar la ley constitucional para salvar a la Constitución, en la práctica lo que se afirma es que la solución debe buscarse fuera del orden jurídico e incluso en contra de él. Sin embargo, esa visión de la excepción como externa al orden jurídico es contraria a las disposiciones expresas de la Constitución Nacional. No dudamos que Andrés planteará que esta es una visión estrecha del orden jurídico, pero, guste o no, es la que surge de la Constitución Nacional. El Estado en la Argentina no está por encima del sistema jurídico, sino que es creación de él y está sometido a la Constitución y a las leyes. En palabras de Thomas Paine, “la constitución es algo que precede al gobierno y es siempre distinto de él” (Thomas Paine, Rights of Man, p. 39).

Este primer punto marca una diferencia crucial entre nuestra postura y la de Andrés: si nuestra crítica a este primer punto es válida y la distinción entre ley constitucional y Constitución es insostenible y ni siquiera la excepción permite buscar soluciones fuera del texto constitucional, todo el edificio argumental que propone en su crítica se derrumba irremediablemente. De hecho, no le permitiría colar la noción clásica de soberanía que usa luego para fundamentar su cuestionamiento. Pero no nos declaramos ganadores todavía.

La pregunta que Andrés hace es si la dolarización, más allá de no contradecir directamente el texto constitucional, puede ser compatible con “la idea misma de soberanía, la cual acompaña todo ejercicio del poder constituyente, la existencia de una Constitución, la supremacía de dicha Constitución, etc.”. Andrés refuerza esta idea afirmando que “desde Bodin en el siglo XVI, es decir desde los inicios mismos de la idea de soberanía, la acuñación de moneda es considerada una de las marcas distintivas de la soberanía”.

Una primera objeción que podríamos hacer a este planteo es que se confunde soberanía con patriotismo. Y, obviamente, no es lo mismo. Agustín de Vedia, en un importante libro sobre la historia financiera del país, presenta la idea de tener un banco nacional para emitir moneda como “una aspiración permanente del patriotismo” (Agustín de Vedia, El Banco Nacional. Historia Financiera de la República Argentina, Tomo I, p VI). Andrés podría sortear esta objeción insistiendo en que su crítica plantea de inicio una relación inescindible entre soberanía y el poder soberano de acuñar moneda. Sin embargo, creemos que el concepto de soberanía no es unívoco y, a menos que podamos ponernos de acuerdo en una definición mutuamente aceptable, puede inducir a confusión. Basta ver, por ejemplo, lo que ocurre con el federalismo en nuestro país, en donde muchos defenderían la existencia de una suerte de soberanía provincial, preservada por el art. 121 (“Las provincias conservan todo el poder no delegado por esta Constitución al Gobierno federal, y el que expresamente se hayan reservado por pactos especiales al tiempo de su incorporación”), aun cuando esa misma soberanía provincial está condicionada por la prohibición expresa prevista en el art. 126 de la Constitución, que no permite a las provincias “ni acuñar moneda; ni establecer bancos con facultad de emitir billetes, sin autorización del Congreso Federal”. Pese a esas limitaciones, algunos autores han sostenido que las provincias son soberanas (por ejemplo, Clodomiro Zavalía, Soberanía y Autonomía, Revista de la Facultad de Derecho, Vol. VI, p. 742).

Otra crítica que podríamos ensayar a la postura que asume Andrés, con la notable osadía de pretender discutir sobre Schmitt con uno de los mayores expertos en la región, es que la cita que usa para abrirle paso después a la noción de soberanía de Bodin, no lo favorece. Y es que para el autor alemán la “soberanía” es una noción política constituyente. Si el texto de la Constitución (o la ley constitucional) permite la dolarización y alguien considera que, a pesar de ello, viola la soberanía como elemento ajeno a ese texto, bajo el paradigma schmittiano ese alguien tendría que hacer el esfuerzo de poner en marcha el mecanismo de reforma previsto en el art. 30 de la Constitución y lograr adecuar el texto a esa noción clásica de soberanía a través del ejercicio del poder constituyente reformador. El propio Andrés reconoce que “las decisiones que afectan a la Constitución antes que a las leyes constitucionales son de naturaleza eminentemente política y es por eso que Schmitt no quería dejarlas en manos de los jueces. Se trata de decisiones que deben ser tomadas por los representantes del pueblo, no tanto a nivel legislativo o en el nivel de la política ordinaria o normal, sino en el ámbito propiamente constituyente. Sin embargo, en la Argentina el control de constitucionalidad (que según Schmitt tiende a ser un razonamiento constituyente) está en manos de los jueces y por lo tanto son ellos mismos, particularmente la Corte Suprema, los que van a tener la última palabra dentro del sistema”. Es decir, que la aplicación del paradigma schmittiano en un sistema constitucional como el nuestro llevaría a que sean los jueces los que definan el alcance de una noción política constituyente como es la soberanía. Ahora, ¿de dónde surge la autoridad de los jueces de la Corte Suprema para decidir cualquier cuestión de constitucionalidad que se plantee en el marco de un caso concreto? Naturalmente, esa autoridad surge del propio texto de la Constitución (o de la ley constitucional en la terminología schmittiana). No surge de una hipotética “Constitución” que esté por afuera de la “ley constitucional”. Si esto no fuera así, bastaría que los jueces tengan un concepto de soberanía lo suficientemente elástico para, siguiendo la terminología que usa Andrés, adueñarse directamente no solo de la ley constitucional, sino también de la Constitución.

Creemos que el recuso a Bodin tampoco favorece el planteo de Andrés, ya que parte de una premisa que es, como mínimo dudosa: que el concepto de soberanía que subyace a la Constitución Nacional sería idéntico al enunciado por el célebre filósofo francés. Para Bodin, la soberanía implica fundamentalmente el poder de hacer la ley. Si bien distingue otras características distintivas de la soberanía, tales como declarar la guerra y firmar la paz, juzgar en forma irrecurrible, tener el poder de asignar competencia a los magistrados y oficiales, crear tributos, determinar el valor del dinero, fijar los pesos y medidas y ejercer el derecho de gracia, todas ellas se resumen, en esencia, en el poder de dar la ley (Cfr. Francisco J. Conde, “El Pensamiento Político de Bodino”, en Escritos y Fragmentos Políticos, Tº I, p. 92 y sgtes.).

En opinión de Bodin, ese poder es absoluto y no está sujeto a ninguna limitación. Como explica Conde, “el que manda no ejerce una competencia, sino un poder absoluto, ilimitado. El concepto de ilimitación es precisamente el contrapunto de la idea de competencia. Toda competencia es, por su naturaleza misma, limitada. El poder de mandar envuelve en sí ese carácter supremo, ilimitado, absoluto. La soberanía no es una competencia, es poder absoluto de mandar, o sea, poder no sujeto al derecho positivo” (p. 93). Conde agrega: “Lo decisivo en la construcción de Bodino no es la enumeración de estos atributos, sino la afirmación de que todos ellos están contenidos en el poder de dar la ley” (p. 95).

El mismo autor explica que, para Bodin, “el poder de mandar no se construye como una pluralidad de poderes. La categoría de pluralidad es inaplicable a la soberanía, hay que operar con las de unidad y totalidad. Pluralidad de poderes equivaldría a pluralidad de competencias y la soberanía no es mero núcleo o agregación de competencias. El resultado de sumar todos los atributos que integran el poder soberano no es la soberanía” (p. 95).

Si a eso se suma que para Bodin la soberanía es única e indivisible, es difícil compatibilizar las ideas de ese autor con una democracia liberal y, en especial, con el sistema constitucional de nuestro país. Friedrich lo expresó con claridad: “Dado que bajo el constitucionalismo no existe en ningún caso esa concentración de poder, el concepto de soberanía es incompatible con el constitucionalismo” (Carl J. Friedrich, Der Verfassungsstaat der Neuzeit, p. 18). No podemos resistir la tentación de observar, además, que bajo la concepción de soberanía indivisible de Bodin, el federalismo sería imposible.

Mucho antes que Friedrich, otros autores ya habían relativizado la importancia de la soberanía como característica estatal. Jellinek sostuvo que la soberanía no es una nota esencial del poder del Estado (Teoría General del Estado, p. 365 a 367). Maritain fue mucho más allá y afirmó que la filosofía política debería eliminar a la soberanía como palabra y como concepto, porque “considerado en su significado genuino y desde la perspectiva del adecuado marco científico al que pertenece (que es la filosofía política), este concepto es intrínsecamente equivocado y destinado a confundirnos si continuamos usándolo” (The Concept of Sovereignty, The American Political Science Review, Vol. 44, p. 343 y 344).

Tampoco puede perderse de vista que el concepto de soberanía sufrió una importante modificación como consecuencia de la revolución norteamericana. El propio Edmund Burke predijo que el conflicto con las colonias norteamericanas, producto de la imposición de nuevos impuestos por parte del gobierno británico, provocaría que los colonos norteamericanos cuestionaran de raíz la idea de soberanía, tal como sucedió. En su célebre discurso del 19 de abril de 1774 sobre la creación de impuestos en Norteamérica, dijo: “Si desde la naturaleza ilimitada e ilimitable de la soberanía suprema, falsificáis y envenenáis la fuente misma del gobierno de manera inmoderada, imprudente y fatal, instando a deducciones sutiles y consecuencias odiosas para aquellos a quienes gobernáis, les enseñaréis por estos medios a poner esa misma soberanía en cuestión. Si lo presionáis con la fuerza, el jabalí seguramente se volverá contra los cazadores. Si esa soberanía y su libertad no pueden conciliarse, ¿Cuál elegirán? Os echarán en la cara la soberanía. Nadie será arrastrado a la esclavitud”. El vaticinio de Burke se cumplió y así fue que la idea de soberanía sufrió una clara transformación en los Estados Unidos durante el proceso que dio origen a su sistema constitucional y que nuestros constituyentes tomaron por modelo (ver, en especial, Bernard Bailyn, The Ideological Origins of the American Revolution, Capítulo V, apartado 3, p. 198 a 299). Una de esas modificaciones es la distinción entre la soberanía del Estado y la soberanía en el Estado y su clara limitación.

A eso se agrega que, al momento de la revolución norteamericana y del proceso de organización nacional, tanto los estados norteamericanos como las provincias argentinas, a las que también se consideraba como soberanas, cedieron numerosas atribuciones para dar lugar a la creación del gobierno federal. Eso mismo hicieron en la actualidad los países que ceden a organismos supranacionales numerosas atribuciones que pertenecen, según la interpretación de Bodin, a la esencia de la soberanía. Esas cesiones incluyen no solo la función de emitir moneda, sino también la de juzgar en última instancia y, mucho más importante, la de legislar. Que en muchos casos esa transferencia sea hecha a través de procesos de integración no modifica la conclusión respecto de la teoría de Bodin. Este no hace ninguna distinción respecto de la forma de ceder esas facultades, de manera de no afectar la soberanía.

Si la soberanía implica el poder de mandar y no tener que obedecer, toda transferencia del poder de mandar -y la necesaria consecuencia de tener que obedecer a un tercero- constituye, siguiendo a Bodin, una transferencia de soberanía. La referencia al pensamiento de Bodin desemboca así en un razonamiento circular: no se puede establecer una moneda extranjera como la única de curso legal y forzoso, porque, según Bodin, eso implica ceder la soberanía. Al mismo tiempo, la emisión de moneda es parte inescindible de la soberanía, porque, según Bodin, no se puede ceder.

Otro aspecto que demuestra la inconsistencia de recurrir a Bodin para hacerle decir a la Constitución Nacional lo que no dice, es lo que sucede en la práctica con la fijación del valor de la moneda. De acuerdo con la Constitución, eso es facultad del Congreso. Para Bodin es parte de la soberanía. Tanto para quienes sostienen que son “obligaciones irrenunciables” del Congreso como también para Bodin, esas facultades no pueden cederse. Sin embargo, tal como lo señalamos en nuestra nota anterior, el Congreso ha cedido la facultad de fijar el valor de la moneda al Banco Central de la República Argentina. La Constitución Nacional no prevé en ningún artículo que esas facultades puedan ser delegadas al banco federal que se menciona en el art. 75, inc. 6. Esa norma solo hace referencia a un banco “con facultad de emitir moneda”, no con facultad de fijar el valor de la moneda y el de las extranjeras, atribución que está en el inc. 11. ¿Por qué entonces puede cederse esa facultad “obligatoria e irrenunciable” del Congreso de la Nación (y esencial para el concepto de soberanía de Bodin) al Banco Central de la República Argentina, pero no a otro ente?

Si una facultad del Congreso es “obligatoria e irrenunciable” y parte esencial del concepto de soberanía, entonces le corresponde al Congreso ejercerla. No puede invocarse aquí la delegación legislativa prevista en el art. 76. Más allá de que no se trata de una materia determinada de administración ni de emergencia pública, la delegación ha sido permanente, no con plazo fijado para su ejercicio. Tampoco se han establecido las bases para que se ejerza la delegación. No obstante, nadie ha objetado que sea el Banco Central el que ejerza en forma permanente esa facultad “obligatoria e irrenunciable” del Congreso de la Nación. Aquí la soberanía no parece sentirse afectada, lo que permite inferir que el concepto de soberanía adoptado por la Constitución no es el que sugirió Bodin.

Si la respuesta al interrogante que planteamos es que esa cesión puede hacerse siempre que sea a un banco estatal argentino, pero no a uno extranjero, eso no supera ni la objeción constitucional ni la objeción en base al pensamiento de Bodin. Si el art. 75 en ninguna parte hace referencia a facultades “obligatorias e irrenunciables” del Congreso, mucho menos distingue la obligatoriedad en función de que se trate de cesiones en favor de entes nacionales o extranjeros, públicos o privados. En cuanto a Bodin, este fulmina la cesión de la facultad de acuñar moneda otorgada por los reyes de Francia a nobles y eclesiásticos franceses (Six livres de la république, Libro I, capítulo 10, Nº 242 y 243), por lo que la clave no se encuentra en la distinta nacionalidad del ente al que se cede la facultad. Podría replicarse que Bodin sostiene que lo único que no debe cederse es el poder de fijar el valor y la fuerza obligatoria de la moneda (ídem, Nº 243). Sin embargo, eso es precisamente lo que se ha cedido al Banco Central de la República Argentina.

Para Bodin, la soberanía también incluye la potestad de establecer los pesos y medidas (Six livres de la république, Libro I, capítulo 10, Nº 244). El art. 75, inc. 11 de la Constitución Nacional faculta al Congreso a adoptar un sistema uniforme de pesos y medidas para toda la República. Nuestro país suscribió en 1875 la Convención del Metro, que cede al Bureau international des poids et mesures, con sede en París, el establecimiento de esos pesos y medidas uniformes. De acuerdo con el reglamento de la Convención, el Comité Internacional tiene amplias facultades para realizar modificaciones metrológicas, algo que sucedió, por ejemplo, hace pocos años. Sin embargo, esta gravísima afectación del principio de soberanía de Bodin no parece haber provocado escándalo alguno. Tampoco parece haber sacudido los fundamentos básicos de las facultades “obligatorias e irrenunciables” del Congreso. Quizá la obligatoriedad e irrenunciabilidad de la atribución contenida en el art. 75, inc. 11 llega hasta el punto y coma.

Posiblemente se replique que la teoría de Bodin debe aplicarse “mutatis mutandi” y ser adaptada a los tiempos actuales. Pero si la adaptamos, deja de ser la teoría de Bodin. Con igual autoridad podría sostenerse que lo que hay que dejar de lado de la teoría de Bodin es la idea de que la acuñación de moneda es una parte esencial de la soberanía. Si vamos a adaptar la teoría de Bodin, “the sky is the limit”.

Sir Rosler intenta superar nuestro ejemplo de los países de la Eurozona, afirmando que esos Estados “no sólo ratificaron institucionalmente la creación de la unión regional con todo lo que ello implica -en nuestro caso la nueva moneda-, sino que el Euro en realidad no es una moneda extranjera ya que es una moneda creada por los mismos que la iban a usar, lo cual es reconciliable con la idea de auto-gobierno constitutiva de la soberanía”. Esa finta no supera el vallado defensivo de líbero y stopper. Como adelantamos en párrafos anteriores, para Bodin es irrelevante que la cesión de la soberanía sea a través de un acuerdo. Todas las cesiones de la prerrogativa para acuñar moneda que menciona el pensador francés habían sido aprobadas por el soberano, pero eso no las hacía menos censurables de acuerdo con su pensamiento. Aplicando la teoría de Bodin, es irrefutable que los países de la Eurozona cedieron gran parte de su soberanía a otro soberano, por más que este sea una creación de ellos mismos.

Por otra parte, el Euro es moneda nacional solamente porque los países de la Eurozona la designaron como tal. Todos esos países poseían una moneda nacional, que fue reemplazada por el Euro. No es en absoluto diferente a lo que sucedería si la República Argentina decidiera adoptar el dólar o cualquier otra moneda como de curso legal. Esa moneda se convertiría en moneda nacional, como el Euro se convirtió en moneda nacional de los países de la zona del Euro. Hay algunos países miembros de la Unión Europea que no tienen el Euro como moneda, ya sea porque se reservaron ese derecho (Dinamarca y, antes de su salida de la UE, el Reino Unido) o porque no han cumplido los requisitos de convergencia necesarios para acceder a esa moneda (Hungría, Bulgaria, Polonia, República Checa, Rumania, Suecia). Además, varios países que no pertenecen a la Unión Europea han adoptado el Euro como moneda: Andorra, Mónaco, San Marino y el Vaticano (mediante acuerdos individuales) y Montenegro y Kosovo (de manera unilateral). Podrían citarse otros ejemplos, como Ecuador, El Salvador, Estados Federados de Micronesia, Islas Marshall, Palau y Panamá, que han adoptado el dólar estadounidense, o Eswatini, Lesoto y Namibia (Botswana también hasta mediados de la década del 70), que adoptaron el Rand sudafricano y Kiribati, Nauru y Tuvalu, que usan como moneda el dólar australiano.

Ninguno de esos Estados ha dejado de ser soberano por haber elegido una moneda emitida por una autoridad extranjera como su moneda de curso forzoso. Esos ejemplos prueban que la teoría de Bodin ha sido dejada de lado sin mayor inconveniente. En honor al filósofo francés, hay que señalar que su teoría no era descriptiva, sino prescriptiva y que de lo que se trataba era de afirmar el poder de los monarcas nacionales contra los resabios del feudalismo, pero también contra el poder del Papa. El punto, sin embargo, no es indagar si Bodin tenía o no razón, sino simplemente mostrar que su teoría lejos está de ser un dogma. Por ende, incluso cometiendo el pecado mortal de rechazar el textualismo, parece difícil poder dejar de lado las disposiciones expresas de la Constitución en base a una teoría cuestionada tan ampliamente.

En cuanto a los antecedentes nacionales, se arguye que las leyes 256 de la Confederación de 1860 o la 71 de 1863, que dieron curso legal a varias monedas extranjeras en el país, no serían relevantes para la discusión acerca de la constitucionalidad o no de la dolarización de la economía. Eso sería así ya que “podría ser que hasta tanto no existiera la moneda nacional era imprescindible contar con una moneda extranjera de curso legal, pero las cosas cambian una vez que existe la moneda nacional”. Si bien los antecedentes no son absolutamente definitorios, sí dejan entrever cómo interpretaban la Constitución Nacional sus propios autores. Esto no significa dar a las intenciones del constituyente un lugar relevante en la interpretación del texto constitucional. No obstante, si la práctica constitucional coincidió con lo que surge del texto, eso es un elemento de enorme relevancia para establecer la correcta interpretación del texto constitucional. Es poner las palabras en contexto.

Es a quienes pretenden desestimar esos antecedentes a quienes cabe la responsabilidad de demostrar su inconstitucionalidad. En otras palabras, son ellos quienes deben probar que desde 1853 hasta 1881, en que se sancionó la ley 1130 que prohibió la circulación de monedas extranjeras a partir del momento en que se alcanzara una determinada cantidad de moneda argentina en circulación, el Congreso violó la Constitución Nacional y no ejerció sus facultades “obligatorias e irrenunciables”. Andrés parece sugerir que una vez adoptada una moneda nacional, esa decisión es irrevocable. La propia historia legislativa demuestra que eso no es así. Luego de la sanción de la referida ley 1130 y de alcanzada la cantidad de moneda argentina prevista para que dejaran de circular las monedas extranjeras, el gobierno federal dio marcha atrás y autorizó la continuidad de la circulación de estas por un tiempo más.

Los antecedentes legislativos prueban que la generación de argentinos que escribió la Constitución de 1853 e impulsó la reforma de 1860 no consideraba la idea de acuñar moneda como una obligación constitucional. Tan es así, que incluso bajo la Constitución de 1853 se autorizó el establecimiento de bancos privados que podían emitir moneda. Eso también muestra que no consideraban esa posibilidad como un atributo de la soberanía. Existen numerosas manifestaciones que refuerzan esta idea. Juan Bautista Alberdi, por ejemplo, afirmaba que la emisión de papel moneda de curso forzoso y como única moneda del Estado es la única manera que tienen de obtener fondos los gobiernos que no encuentran quién les preste. Agregaba: “La crisis comercial, económica y monetaria de un país no se acaba del todo y radicalmente sino cuando desaparece del todo esa deuda pública que sirve de moneda” (Estudios Económicos, p. 393). Respecto de los bancos estatales emisores de moneda, Alberdi sostenía que en realidad son “meras oficinas de crédito público, para levantar empréstitos forzosos por emisiones de papel de deuda pública en forma de billetes de banco, inconvertibles” (p. 400). Abogaba por la supresión de los bancos estatales emisores de moneda y advertía: “cambiad mil veces el banco, mientras dejéis al banquero [es decir, al Estado] el papel moneda inconvertible renacerá cien veces. No es el banco, es el banquero el que conviene cambiar” (p. 398). El tucumano entendía claramente que en el futuro “podíamos ser todos peronistas” y advertía que “emitir papel moneda que no se pague al portador y a la vista en plata u oro, es organizar la bancarrota y crear la omnipotencia política bajo la capa de una simple institución de finanzas” (Sistema Económico y Rentístico de la Confederación Argentina, p. 649).

Si bien Andrés no hace referencia a la facultad de defender el valor de la moneda, una de las objeciones que se plantearon a nuestra nota inicial insiste en el argumento de que la adopción de una moneda emitida por una autoridad extranjera sería inconstitucional, porque impediría el ejercicio de aquella facultad. Ese aspecto ya fue tratado en la nota anterior, pero ante la obstinación de algunos nos vemos forzados a insistir en la cuestión. Cuando el art. 75, inc. 19 menciona a la defensa del valor de la moneda, a lo que se refiere es a la o las monedas a las que el Congreso haya declarado de curso legal, las emita quien las emita. Cuando el Congreso dispone que una determinada moneda sea de curso legal, la transforma en moneda nacional.

Se sostiene que, al designar una moneda emitida por una autoridad extranjera, no se podría ejercer esa atribución de defender el valor de la moneda. Eso sería una especie de “inconstitucionalidad preventiva”: dado que, si se eligiera el dólar como moneda de curso legal tal vez, en algún futuro, no podría ejercerse esa atribución, entonces habría una inconstitucionalidad anticipada. ¿Qué sucedería si, precisamente por elegir esa moneda estable emitida en el exterior, nunca fuera necesario ejercer la atribución de defender el valor de la moneda? ¿Cuál sería en ese caso la inconstitucionalidad? El “mandato” constitucional, asumiendo por vía de hipótesis que existe tal mandato, es de evitar la pérdida de valor de la moneda. Si mediante la elección de una moneda estable se logra ese objetivo, la supuesta “obligación” constitucional está cumplida.

Finalmente, no es cierto que la decisión de dolarizar la economía mediante una ley tenga el carácter de irreversible “con lo cual el ejercicio actual de soberanía implica que los futuros aunque aparentes soberanos no puedan rever esta decisión”. Dado que la dolarización que se discute hoy se impondría por vía de una ley, bastaría una ley futura para derogarla y dejarla sin efecto. La ley de convertibilidad había fijado la paridad en un peso por dólar. Además, en el art. 4º estableció un límite legal al monto de pesos que podían ser emitidos. Tanto la paridad como el límite fueron dejados sin efecto años más tarde por el Congreso. La situación en este caso es análoga. Además, tanto la Argentina, luego de las leyes iniciales que dieron curso forzoso a monedas extranjeras, como países como Botswana o Zimbabwe, revirtieron el establecimiento de una moneda emitida por una autoridad extranjera como de curso legal.

Más allá de los indudables problemas y dificultades de índole técnico, político, económico, etc., no haría falta una reforma constitucional para revertir los efectos de una ley que decida dolarizar la economía. No minimizamos los problemas de todo tipo que podría generar semejante decisión, pero eso es una cuestión política o económica, no constitucional. Muchas decisiones perfectamente constitucionales pueden ser desastrosas. De hecho, nuestro punto nunca ha sido que la dolarización sea una medida económica correcta, ni siquiera viable económicamente hablando. Esa consideración nos excede. El punto es que la decisión de dolarizar no obtura ni limita la capacidad jurídica de futuras generaciones de ratificar esa medida, de modificarla parcialmente o de dejarla sin efecto mediante una nueva ley.

La realidad argentina demuestra, además, que la atribución de defender el valor de la moneda, incluso si erróneamente se la considerara una obligación, deja al Congreso un amplísimo margen de actuación, el que perfectamente puede incluir la elección de una moneda estable, aun si fuera emitida por una autoridad extranjera. Pretender llevarla a un extremo no es lo que surge del texto constitucional. Con ese criterio, alguien podría sostener que una reducción de impuestos que aumentara el déficit fiscal sería inconstitucional, porque este debería ser cubierto con más emisión, la que provocaría más inflación y, por ende, atentaría contra ese “mandato” de defender el valor de la moneda. Algo similar podría sostenerse respecto de la aprobación de presupuestos deficitarios, en tanto no contaran con financiación genuina.

En resumen, incluso si por vía de hipótesis se aceptara dejar de lado el texto de la Constitución, el recurso a la filosofía política no tiene como resultado un categórico rechazo a la idea del establecimiento de una moneda emitida por una autoridad extranjera. La teoría de la soberanía de Bodin lejos está de ser indiscutida y, a nuestro juicio, es inaplicable en nuestro país. No existe ningún elemento que permita sostener que esa teoría subyace a la Constitución Nacional y, mucho menos, que sus postulados pueden dejar sin efecto el texto constitucional.

En resumen, la Constitución Nacional no autoriza la distinción schmittiana entre ley constitucional y Constitución. Aun admitiendo por hipótesis su validez, tampoco plantea una barrera constitucional a una eventual dolarización, salvo que se reformara la Constitución y se reflejara el concepto de soberanía propuesto por Bodin. Ese concepto lejos está de ser indiscutido y no hay ninguna indicación que sugiera que fue el adoptado por la Constitución Nacional. Así, el recurso a la filosofía política no brinda argumentos que justifiquen la inconstitucionalidad de esa eventual dolarización. Huelga reiterar que esto no significa que aboguemos por una dolarización como solución a los problemas económicos de nuestro país. El debate no es jurídico, sino económico y, por supuesto, político.

Sin perjuicio de ello y pese a nuestra discrepancia, no podemos menos que alegrarnos de la crítica de nuestro amigo Andrés Rosler. Nuestra nota inicial tuvo como objetivo reaccionar contra un intento de dar por cerrado el debate constitucional sobre una eventual dolarización. Con su habitual agudeza, nos ha impulsado a revisar otro aspecto de la cuestión y a salir de nuestra zona de confort. Esperamos haber superado con éxito el desafío de debatir con tan brillante contendiente.

 

Manuel J. García-Mansilla

Decano, Facultad de Derecho, Universidad Austral

 

Ricardo Ramírez-Calvo

Departamento de Derecho, Universidad de San Andrés

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