El 20 de septiembre se publicó una solicitada titulada “Voto por la Constitución Nacional”. Muchos de los firmantes son colegas nuestros en diversas instituciones académicas o con quienes hemos compartido el ejercicio de la profesión y, algunos de ellos, amigos entrañables y respetados constitucionalistas. Esa cercanía no nos impide plantear nuestras objeciones al innegable tinte político partidario que tiene el documento y criticar lo que, a nuestro juicio, son errores conceptuales e imprecisiones que contiene la declaración a la hora de interpretar la Constitución.
No podemos menos que coincidir con la defensa genérica de nuestro sistema constitucional que se plantea al comienzo de la solicitada. Sin embargo, el documento deriva luego en una serie de afirmaciones que, como mínimo, son opinables o, como máximo, erradas. Se las presenta, seguramente sin esa intención, en forma maniquea, como verdades indiscutibles, blanco o negro. Se pretende impugnar así, en gran medida, muchas de las ideas sostenidas por una fuerza política que compite en las elecciones nacionales. El tenor de la solicitada parece plantear que todas esas propuestas están fuera de la Constitución. Lejos de promover el debate constitucional, ese enfoque lo empobrece. Además, dado que los principales impulsores de la solicitada son referentes de otra fuerza política que compite con aquella, el documento parece un intento de apropiarse de la Constitución con fines meramente electoralistas. Un après nous, le déluge trasladado a cuestiones constitucionales.
Varias de las advertencias que se formulan en la solicitada contradicen directamente no sólo el sentido común, sino el texto de la propia Constitución. Plantear, por ejemplo, la existencia de “facultades obligatorias e irrenunciables que la Constitución impone al Congreso” para cuestionar la constitucionalidad de ciertas propuestas es un contrasentido, un verdadero oxímoron. Dejando de lado que la Constitución se refiere a “atribuciones del Congreso”, una facultad nunca puede ser obligatoria. La propia acepción de la palabra en el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, fuente ineludible para entender el significado ordinario de las palabras que utiliza una norma, es “poder o derecho para hacer algo”. Tener una atribución significa poseer la capacidad para hacer algo, no la obligación de hacerlo.
Afirmar que cuando el artículo 75 de la Constitución dice “corresponde al Congreso” en realidad lo que quiso decir es “el Congreso está obligado a”, no sólo contradice el significado obvio de las palabras, sino que, además, llevaría a resultados absurdos. El inciso 1 de ese artículo atribuye al Congreso el establecimiento de los derechos de importación y exportación. Si la interpretación que se sugiere en la solicitada fuera correcta, estaría vedado eximir a algunos productos de esos aranceles aduaneros. Lo mismo sucede con el inciso 4, que faculta al Congreso a contraer empréstitos. ¿Acaso alguien puede sostener que eso obliga al Congreso a tomar préstamos? El inciso 5 establece que el Congreso tiene atribuciones para “disponer del uso y de la enajenación de las tierras de propiedad nacional”. En la interpretación que se propone como si fuera indiscutible, el Congreso estaría obligado a vender tierras de propiedad nacional. Algo similar podría argumentarse en relación con el inciso 28, referido a la atribución de “permitir la introducción de tropas extranjeras en el territorio de la Nación”. Si se acepta la “lógica” que propone el documento, el Congreso estaría siempre obligado a permitir el ingreso de ejércitos extranjeros al país. En realidad, la única obligatoriedad que surge de esos incisos del artículo 75 de la Constitución es que las decisiones que se tomen para poner en ejercicio las atribuciones respecto de todas esas cuestiones deben ser adoptadas por el Congreso, pero de ninguna manera que esté obligado a hacerlo.
Esas contradicciones no se superan afirmando que algunos incisos del artículo 75 de la Constitución contienen facultades y otros mandatos imperativos. Amén de que sería imposible fijar un criterio razonable y no arbitrario para distinguir unos incisos de otros, no hay nada en el texto constitucional que permita sostener que los incisos citados implican atribuciones, pero lo dispuesto en los incisos 6 (“establecer y reglamentar un banco federal”), 11 (“hacer sellar moneda, fijar su valor y el de las extranjeras”) o 19 (“defensa del valor de la moneda”) son mandatos que la Constitución impone al Congreso. De hecho, si eso fuese así, un sistema cambiario de libre flotación sería inconstitucional, ya que el valor de las monedas extranjeras no sería fijado por el Congreso, sino por el mercado. Esta interpretación es insostenible e irrazonable. Demuestra la confusión conceptual en la que se incurre en la solicitada al afirmar que “la dolarización de la economía” sería inconstitucional.
A eso se agrega que nadie parece reparar en que la facultad de fijar el valor de la moneda y el de las extranjeras hace décadas que no es ejercida por el Congreso, sino por el Banco Central de la República Argentina. Llama la atención que una facultad, a la que se define dogmáticamente como “obligatoria e irrenunciable”, haya sido cedida en forma permanente a una entidad ajena al poder legislativo. No puede esgrimirse aquí la existencia de una delegación legislativa, la que sólo procede en materias determinadas de administración o de emergencia pública, con plazo determinado y dentro de las bases establecidas por el Congreso, tal como prevé el artículo 76 de la Constitución. Ninguno de esos requisitos se cumple en este caso.
Cuando la solicitada plantea, casi de manera irrefutable, que la llamada dolarización de la economía sería inconstitucional, ni siquiera lo hace a partir de un análisis de un proyecto concreto (que, hasta donde sabemos, todavía no existe). Parece un poco aventurado emitir una opinión tan categórica sin conocer ni analizar en detalle el contenido de una propuesta. Más aún cuando, a diferencia de lo que se ha afirmado, la Constitución no obliga ni a crear un banco con facultad de emitir moneda, ni a emitir moneda localmente, ni a que la moneda de curso legal sea la emitida en la Argentina. Así lo demuestran los propios antecedentes legislativos argentinos. La ley 256, por ejemplo, sancionada por el Congreso de la Confederación Argentina el 1º de octubre de 1860, declaró de curso legal la onza de las Repúblicas Hispanoamericanas, el reis brasileño, el águila de los Estados Unidos, el cóndor chileno, el doblón español, el soberano inglés y el napoleón francés. Esa ley fue sancionada con el voto favorable de numerosos antiguos convencionales constituyentes. Lo mismo sucedió con la ley 71, del 26 de octubre de 1863, en la que se reiteró esa declaración de curso legal de las mismas monedas.
Tampoco resulta concluyente el argumento que sostiene que, cuando el artículo 75, inciso 19 atribuye al Congreso la facultad de proveer lo conducente para “la defensa del valor de la moneda”, se refiere necesariamente a la moneda emitida en nuestro país. La moneda a la que se refiere la Constitución es la que el Congreso haya establecido como de curso legal en la Argentina, lo cual no implica necesariamente que deba ser emitida localmente. Moneda nacional no es moneda emitida localmente, sino moneda de curso legal en la Argentina. Por otra parte, aun si erróneamente se entendiera esa atribución como un mandato o una obligación, el artículo no establece una forma específica para defender el valor de la moneda. Sería perfectamente compatible con ese supuesto mandato que el Congreso estableciera como moneda de curso legal una moneda emitida en el exterior, reconocidamente estable, precisamente para impedir su envilecimiento.
Como lo demuestran los países de la eurozona, el mantenimiento de una moneda propia no es un elemento esencial de la soberanía de un país. El elemento esencial de la soberanía al que hizo referencia la Corte Suprema en Fallos 52:413 es el poder de establecer una moneda de curso legal, atribución de la que carecen las provincias argentinas. De hecho, el propio artículo 75, esta vez en su inciso 24, autoriza a delegar competencias a instituciones supraestatales. Es decir, que el constituyente de 1994 previó expresamente la posibilidad de, por ejemplo, establecer una moneda común como parte de un proyecto de integración con otros países. Esto demuestra que no hay una exigencia constitucional absoluta de que la moneda sea emitida localmente. Pretender lo contrario es contradecir el texto de la Constitución que se dice defender.
Otro rasgo llamativo de la solicitada es la incompatibilidad que existe entre la interpretación que ahora se propone como única e indiscutible y la conducta pública anterior de muchos de los firmantes. Esa contradicción es manifiesta, especialmente en casos polémicos como, por ejemplo, el del aborto. ¿Defenderán con la misma convicción y argumentos la derogación de la Ley 27.610 que legalizó el aborto? Si son coherentes, deberían hacerlo, ya que esa ley contradice frontalmente lo que, según afirman, es una obligación del Congreso de “dictar un régimen de seguridad social especial e integral en protección del niño en situación de desamparo, desde el embarazo hasta la finalización del período de enseñanza elemental” (artículo 75, inciso 23 de la Constitución).
Llama la atención también la referencia a la importancia de asegurar “el buen servicio de justicia”. Esa expresión es propia de países en los que el poder judicial no es un poder del Estado, sino un mero servicio público cuyo ejercicio está distribuido en los órganos ejecutivo, legislativo y judicial, como es el caso de Francia. Si bien la reforma constitucional de 1994 la utilizó erróneamente en el artículo 114, inciso 6, su uso, como sinónimo de poder judicial, implica una degradación del rol institucional de los jueces en nuestro país. Es una expresión ajena a países que, como el nuestro, tienen un poder judicial cuya función más importante es el ejercicio del control de constitucionalidad.
Tal como advirtió el Chief Justice John Marshall en el célebre fallo “Mc. Culloch v. Maryland” en 1819, “nunca debemos olvidar que es una Constitución lo que estamos interpretando”. Si bien se trata de una frase que ha sido objeto de abusos en muchos casos, lo que Marshall advierte, con razón, es que la Constitución no está escrita con la minuciosidad y detalle de un código, ni tiene la pretensión de regular todas las situaciones imaginables. Por el contrario, está escrita en términos generales para permitir su aplicación en diferentes contextos a lo largo de la vida de un país y poder adaptarse a todas las situaciones en las que deba aplicarse. Eso no implica que, a través de la interpretación del texto constitucional pueda alterarse su sentido. Lo que implica es que su aplicación debe ser respetuosa de su significado público original, el que, en este caso, muestra con claridad que las facultades que el artículo 75 otorga al Congreso no son ni mandatos ni obligaciones.
La defensa de la Constitución Nacional no se ejerce clausurando el debate o situándose en una posición de superioridad moral para obturarlo. La Constitución no es propiedad de algunos, por lo que lejos de rehuir el debate, lo que corresponde es fomentarlo. Mal que nos pese, no todo lo que no gusta es inconstitucional.
Manuel J. García-Mansilla
Decano, Facultad de Derecho, Universidad Austral
Ricardo Ramírez Calvo
Profesor de Derecho Constitucional, Universidad de San Andrés