Breves apuntes sobre «Estado o Revolución. Carl Schmitt y El Concepto de lo Político» de Andrés Rosler.
En su célebre ensayo On Revolution de 1963, Hannah Arendt acertó en precisar que: “Ni la violencia ni el cambio pueden servir para describir el fenómeno de la revolución; sólo cuando el cambio se produce en el sentido de un nuevo origen, cuando la violencia es utilizada para constituir una forma completamente diferente de gobierno, para dar lugar a la formación de un cuerpo político nuevo […] sólo entonces podemos hablar de revolución”
El último libro de Andrés Rosler, Estado o Revolución. Carl Schmitt y El Concepto de lo Político (Katz, 2023) puede ser entendido como una larga refutación de la idea de revolución tan certeramente descrita por Arendt. Hay que decirlo: Rosler lo hizo de nuevo. Su más reciente obra representa una provocación intelectual de primer orden, toda vez que invita a liberales y republicanos a dejar prejuicios de lado y hacerse amigos de Carl Schmitt, uno de los más notables y polémicos pensadores del siglo XX.
Puede parecer una invitación un tanto extraña toda vez que la figura y el pensamiento de Schmitt suelen estar asociados al antiliberalismo y, muchas veces, al fenómeno del nacionalsocialismo. Puede parecer, pero no es necesariamente así. Rosler se propone, justamente, recuperar el pensamiento de Schmitt, separando la obra de la persona, porque fue el jurista alemán quien mejor logró explicar que el conflicto político es inevitable, es decir que todo orden político tiene amigos y enemigos, que necesita algún grado de unidad interna y que lejos de ser all inclusive, en política, inevitablemente, se incluye por exclusión. También que necesitamos partir de un pesimismo antropológico que asuma que los seres humanos somos “dinámicos y peligrosos” y que tomar en cuenta todos estos rasgos resulta imprescindible para construir y defender un orden político liberal. A contracorriente del sentido común de la mayor parte del pensamiento jurídico y político contemporáneo, Rosler recupera el pensamiento de Schmitt con el fin de defender el orden constitucional liberal, hoy erosionado a nivel global.
La hoja de ruta que guía el recorrido por el (nada modesto) camino propuesto por Rosler, se centra en analizar El Concepto de lo Político, la obra más conocida (quizás más citada que leída) de Schmitt. El libro que reseñamos se desarrolla, con alguna excepción, siguiendo la estructura de la más famosa obra de jurista alemán, que plantea “…la anterioridad de lo político respecto del Estado, la tesis de la autonomía de lo político, la unidad política, los peligros del pluralismo interno extremo, la defensa del pluralismo externo, la antropología política realista y el liberalismo…” (p. 17).
Sin embargo, Estado o Revolución…no es sólo un libro de historia del pensamiento político y jurídico. Uno de sus rasgos más notables es que nos permite, simultáneamente, comprender el contexto y contenido de una de las obras más importantes de Schmitt, al tiempo que hace inteligible su filosofía política y su relevancia para pensar los problemas de nuestro tiempo.
Discurso moral y conflicto político
A lo largo del libro, Rosler destaca varios aportes de la teoría política schimittiana, que hoy pueden resultar un tanto incómodos para aquellas corrientes de pensamiento que articulan muy estrechamente moral y política.
En ese sentido, el primer señalamiento es que, contra lo que se piensa y escribe habitualmente, Schmitt no cree que todo deba ser político. Por el contrario, Rosler nos recuerda que para el jurista alemán: “Es merced al monopolio estatal de la decisión política, a la estatización de lo político, que podemos separar la sociedad del Estado, removiendo la política de la vida privada y de este modo dedicarnos a lo que más nos dedicamos y nos interesa. En cambio, los Estados totalitarios politizan totalmente la sociedad civil…” (p. 31).
La politización total es un rasgo propio de las revoluciones que, en su radicalidad, borran las fronteras entre lo público y lo privado, y toda otra distinción o mediación que se interponga en su camino. Paradójicamente, esta pulsión revolucionaria se revierte cuando “…la revolución en cuestión tiene éxito”, ya que lo primero que hará la revolución “una vez que se apodere del Estado es establecer un nuevo statu quo, que a su vez exigirá una nueva despolitización de la sociedad, sobre todo por parte de los así llamados ‘conservadores’, particularmente si estos últimos se negaran aceptar el nuevo estado de cosas. Como dice Hannah Arendt: ‘el revolucionario más radical se convertirá en un conservador al día siguiente de la revolución’” (p. 32). Al final del día, en política es habitual el impulso de ser revolucionarios para cambiar lo que no nos gusta y conservadores de lo que sí valoramos. Rosler nos recomienda abandonar la idea misma de revolución, a fin de contener los efectos políticos de ese doble estándar.
Si no todo tiene que ser político, tampoco lo político debe moralizarse al precio de descalificar moralmente a nuestros circunstanciales enemigos. Debemos asumir que el conflicto político es inevitable y, por lo tanto, defender una paridad normativa entre los enemigos. Como bien dice Rosler citando a Schmitt “…las categorías políticas no tienen por qué coincidir y estar sincronizadas con las morales, estéticas o económicas: “‘El enemigo político no necesita ser moralmente malvado, él no necesita ser estéticamente feo; no debe emerger como un competidor económico e incluso puede parecer ventajoso hacer negocios con él’”. (p. 58).
Ni Schmitt ni Rosler niegan que la tendencia a criminalizar a nuestro enemigo, verlo como feo, sucio y malo, sea algo bastante habitual y extendido. Pero si queremos contener el (inevitable) conflicto político, debemos dejar de lado la moralización del enemigo. Es por esa razón que resulta erróneo extraer la conclusión de que, a partir del criterio central de lo político – a saber- la distinción amigo-enemigo, debamos festejar el conflicto político y asumir la violencia de este. Por el contrario, si partimos de la tesis de la inevitabilidad del conflicto y de la paridad normativa de los enemigos, tendremos mejores armas para contener y encauzar la conflictividad, particularmente la más violenta.
Existe poca conciencia aún de hasta qué punto la moralización del conflicto político y la asimetría moral entre enemigos impulsan a la violencia en vez de contenerla. Mientras más inmoral es el enemigo, menos derechos tiene. Como ya demostró Rosler en su anterior libro Si quiere una garantía compre una tostadora (Editores del Sur, 2022), ésta no es una cuestión político – jurídica abstracta: La moralización (negativa) de quienes han cometido delitos de lesa humanidad ha llevado a relajar o quitar garantías constitucionales en ciertos casos, como si los acusados o condenados por esos delitos no fueran humanos y no tuvieran derechos.
Quien dice comunidad (all inclusive) quiere engañar
En la misma línea, la dupla Rosler/Schmitt acomete un puntual y certero ataque a la idea de sociedad o comunidad universal, que, en virtud del cada vez más evidente fenómeno de la globalización, es constitutiva de buena parte del pensamiento político del siglo XXI. En efecto: “Una comunidad política all inclusive, a la que pertenecerían todos los humanos por el solo hecho de haber nacido, es una contradicción en sus términos. Para ser miembro de una comunidad política es necesario que haya otras personas que no lo sean, tal como puede advertirse en los diferentes regímenes de ciudadanía” (p. 70). Para ambos autores, las comunidades particulares son tan inevitables como el conflicto político, por lo que el intento de incluir todo termina siendo “…autofrustrante o contradictorio, como lo muestra, por ejemplo, el célebre slogan ‘prohibido prohibir’ del Mayo francés de 1968. La supuesta inclusión total termina siendo una forma de exclusión de aquellos que no piensan como los que desean prohibir la prohibición” (p. 72).
Ahora bien, si las comunidades no pueden incluir a todos, entonces ¿en qué consiste la unidad política? Para responder esa pregunta, Rosler detiene su atención en la estructura de la decisión política. Preventivamente, el autor nos advierte que: “La decisión política sobre la distinción amigo-enemigo (o inclusión-exclusión) no solo tiene proyecciones internacionales, sino que además puede repercutir directamente en el ámbito nacional o interno” (p. 115). Por esta razón, ni siquiera un Estado constitucional de derecho es inmune a tener que decidir sobre el enemigo interno. Aquí encontramos algunas de las páginas más estimulantes para el pensamiento constitucional actual, cuando Rosler nos recuerda que “…el Estado de derecho constitucional liberal no es una excepción en cuanto a la exclusión del enemigo interno. Después de todo, ningún Estado puede ser neutral a su propia existencia” (p. 116). Para ilustrar este punto, Rosler comenta el poco conocido caso de Karl Loewenstein, el notable jurista alemán exiliado en los Estados Unidos y enemigo declarado de Carl Schmitt, quien sin embargo homenajeó en términos teóricos a su odiado colega cuando en su ensayo de 1937 explicó cómo las democracias debían defenderse de sus enemigos.
Resulta particularmente contracultural para nuestro tiempo la propuesta de Schmitt respecto de los peligros del pluralismo interno (o nacional) extremo y los beneficios del pluralismo externo (o internacional), que acertadamente Rosler analiza en detalle. En efecto, es habitual sostener que vivimos en tiempo caracterizados por el “el hecho del pluralismo”, como famosamente afirmó John Rawls en su ya legendaria Teoría de Justicia. Lo que no es para nada habitual es afirmar que el pluralismo representa un problema o, para decirlo menos dramáticamente, un desafío a la unidad política.
Esto es así debido a que la tesis de la autonomía de lo político, con su caracterización de la relación amigo-enemigo “…sostiene que toda inclusión política se logra mediante cierta exclusión, y que toda esfera, por ejemplo, la religión y la economía, se pueden politizar. Todo depende del grado de intensidad en la asociación y la disociación […] Sin embargo, la tesis central del pluralismo político es que el Estado es una asociación o institución política más, sin ningún privilegio o categoría distintiva que nos sea su naturaleza política” (p. 134). El problema de esta manera de comprender el Estado, en paridad con otras instituciones, es que “…el pluralismo es una teoría anarquista. Los individuos obedecen al Estado solo si están de acuerdo con lo que el Estado decide…” (p. 135). El eje central del pluralismo deja de ser la unidad política fundamental, el Estado y su autoridad, para empoderar la voluntad y la ética individual, lo que lejos de llevarnos hacia un mundo más pacífico y ordenado, nos acerca peligrosamente a la guerra civil.
Citando a Schmitt, Rosler afirma que la teoría política pluralista se queda “…atascada en un individualismo liberal, porque finalmente ella no hace otra cosa que hacer jugar una asociación contra la otra al servicio del individuo libre y sus asociaciones, de tal modo que todas las cuestiones y conflictos son decididas a partir del individuo” (p. 149). Aquí el autor aporta un argumento relevante para pensar la importancia de Schmitt para la tradición liberal: el problema no es tanto el individualismo liberal en sí, sino quedarse atascado en él.
Enemigo mío: Carl Schmitt y el liberalismo político
En el capítulo VI Rosler desarrolla las consecuencias de la crítica de Schmitt al pacifismo – al que acusa de ocultar el conflicto político, moralizarlo y pretender un Estado mundial – al tiempo que destaca la defensa del pluralismo externo. No menos importante es el capítulo VII, en donde el autor nos recuerda la necesidad de elegir antropológicamente a Hobbes en lugar de a Rousseau.
Pero es el capítulo VIII en donde se encuentra el aporte más personal y novedoso de toda la obra: Rosler nos propone vincular positivamente al pensamiento schmittiano con el liberalismo político, lo que no sería particularmente problemático si el mismo Schmitt no hubiera elegido al liberalismo para ejemplificar la negación de lo político. Para el jurista alemán, el liberalismo parte del presupuesto de que: “La discusión es lo humano, pacífico, progresista, la oposición a todo tiempo de dictadura o violencia. El fundamento ideológico moderado de este parlamentarismo liberal es que todas las contraposiciones y todos los conflictos imaginables pueden ser resueltos pacífica y jurídicamente a través de una discusión racional, que se puede hablar de todo y ser razonable sobre cualquier cosa” (p. 229).
En este crucial punto, el movimiento argumentativo de Rosler gira en torno a dos ejes: a) asumir las punzantes críticas de Schmitt al liberalismo y b) mostrar cómo al liberalismo político por lo general le resulta aplicable la crítica schmittiana.
Respecto del primer aspecto, el problema es que el liberalismo tiende a la despolitización, derivando en el consensualismo, la moralización y juridificación de los conflictos políticos. Pero si nos centramos en el segundo aspecto, encontramos que según Rosler “…la crítica principal de Schmitt entonces es que si bien se presenta como la negación de lo político apelando al cosmopolitismo, la paz y el consenso, no por ello el liberalismo realmente existente deja de incluir por exclusión, sino que actúa políticamente en el sentido que es nacionalista (o particularista si se prefiere), recurre a la violencia, y ciertamente resuelve sus conflictos internos apelando a la autoridad del Estado de derecho, que por ser de derecho no deja de ser un Estado” (p. 240).
Tenemos entonces que, si el liberalismo quiere constituirse en un proyecto político y no sólo en un discurso económico y ético, deberá aceptar las generales de la ley schmittianas. Como bien recuerda Rosler, el mismo Schmitt fue un indisimulado admirador de liberales como Constant y Tocqueville, un crítico de la politización total y de la falta de distinciones y mediaciones entre sociedad y Estado. También fue un anticomunista consecuente. En el caso argentino, los liberales realmente existentes que dieron forma a un orden constitucional en el siglo XIX (típicamente Sarmiento, Alberdi y Gorostiaga), fueron schmittianos en el sentido de que comprendieron y asumieron lo político y sus consecuencias.
Es interesante cómo Rosler describe la manera en que el pensamiento de Schmitt sobre el liberalismo fue cambiando a lo largo de las diferentes ediciones de El Concepto de lo Político (1927, 1932 y 1933). Quedará para otro momento un análisis detallado del capítulo IX de Estado o Revolución…, que se enfoca en las diferencias entre las distintas versiones de la obra de Schmitt, incluida la polémica edición de 1933 con el nacionalsocialismo ya en el poder. El autor encuentra que, contra todo pronóstico, la edición de 1933 modificada para congraciarse con el flamante régimen (algo que Schmitt quería indisimuladamente), terminó por no lograr ese fin, sino que más bien supuso un cuestionamiento teórico a los cimientos del régimen nacionalsocialista.
Finalmente, Rosler sugiere a los liberales que no hay nada mejor que una buena dosis de “el pensador de lo político” (como solía llamar a Schmitt Jorge Eugenio Dotti), ese enemigo del liberalismo que puede terminar siendo su mejor aliado. Como los protagonistas de la película de Wolfgang Petersen de 1985, un liberal podrá aprovecharse del corpus teórico schmittiano y decir del jurista alemán: Enemigo mío.
Últimos apuntes y una reflexión
Por estilo y temática, Estado o Revolución… puede ser leída como la continuación de Razones Públicas (Katz, 2016), aquella obra en la que Rosler actualiza los ingredientes del republicanismo clásico. Muchos de esos ingredientes se encuentran también en Schmitt, por lo que la conexión resulta particularmente atractiva.
Es de destacar que el más reciente libro de Rosler sirve como una rigurosa, detallada y amena puerta de entrada al pensamiento de Schmitt, sin por ello dejar de plantear temas de teoría política y jurídica complejos, contener referencias eruditas y analizar con mirada experta algunas cuestiones muy específicas. Fiel al estilo del autor, la obra articula virtuosamente erudición y claridad.
Un gran logro del libro es que nos permite evitar las abundantes pero estériles discusiones sobre la relación entre la etapa nazi de Schmitt y su pensamiento político más profundo. Rosler, al centrarse en la estructura y las consecuencias del pensamiento de Schmitt en El Concepto de lo Político y reconstruir los debates y problemas de su tiempo, permite al lector informarse sin proponer ninguna explicación forzada sobre el vínculo entre las opciones políticas personales de Schmitt y su pensamiento. No es un mérito menor.
Finalmente, esta obra echa luz sobre la distancia existente entre la teoría política y jurídica contenida en El Concepto de lo Político y las expresiones teóricas contemporáneas, que ensalzan una política agonal, de confrontación permanente, que caracteriza a muchos de los llamados populismos, sean estos de derecha o de izquierda. Para decirlo más claramente: esta obra echa luz sobre la larga distancia que existe entre Schmitt y los teóricos de “la grieta”. Luego de leer Estado o Revolución… no quedan dudas de lo poco que hay de la teoría política de Schmitt en las razones populistas de Ernesto Laclau y sus seguidores. La comprobación de esta distancia es también un impulso para que el liberalismo político se anime a dialogar con la teoría política schmittiana.
Este libro de Rosler es, como la mayoría de sus escritos, un texto polémico, incómodo, que pone en cuestión gran parte de las bases en las que se asientan el pensamiento progresista y neoconservador posmoderno, herederos ambos del espíritu revolucionario que cuestiona al actual orden constitucional, liberal, democrático. Si Schmitt fue uno de los más lúcidos pensadores del orden político occidental, quizás valga la pena recuperarlo para iluminar la discusión sobre el presente, en donde el Estado ha perdido autoridad y el derecho se ha transformado en una forma más de hacer política. También donde el discurso moralista y humanista sirve para justificar, cada vez más, la violencia, la cancelación y el silenciamiento de los que quieren defender los principios de igualdad y legalidad del orden constitucional vigente.
Guillermo Jensen
Universidad del Salvador