Acabo de leer Si quiere una garantía compre una tostadora. Ensayos sobre punitivismo y Estado de derecho (Editores del Sur, 2022), el último libro de Andrés Rosler. Se trata de una obra -en estos días- incómoda, escrita -en estos días- por un autor incómodo. Volveré sobre ello más adelante. 

Quisiera ahora proponer una lectura del libro alterando el modo en que han sido ordenados sus capítulos. Comienzo por el capítulo V. En él, Rosler recuerda los puntos principales del interpretativismo, en tanto teoría del derecho. Como dice el autor, el interpretativismo es un modo de entender el derecho que se resume en tres tesis: (i) el derecho nunca es claro y, por tanto, siempre debe ser interpretado; (ii) esa interpretación supone necesariamente una valoración moral; (iii) como consecuencia de (i) y (ii), el juez se transforma en un co-autor del derecho. 

Rosler se concentra, particularmente, en la filosofía del derecho tardía de Ronald Dworkin porque, si bien no todo interpretativismo es dworkiniano, el interpretativismo dworkiniano ha adquirido un protagonismo tal que ha terminado de confundirse con toda forma de interpretativismo. Rosler critica cada una de esas tesis y, con ello, muestra por qué el interpretativismo es una teoría equivocada sobre el derecho. 

Primero, hay casos que no requieren interpretación-piénsese, v. gr., en la regla de ley previa, art. 18, Const. Nacional-. Segundo, cuando se trata de un “caso difícil” (Hart, El concepto de derecho, Abeledo Perrot, 2009 [1963]) y, por eso mismo, necesita de una interpretación, esta última debe describir el objeto al que se dirige y no cambiarlo. De lo contrario, el intérprete no interpretaría el material con el que trabaja sino, directamente, lo modificaría para adecuarlo a las pautas valorativas que son de su preferencia. Esto último desconoce la nota distintiva de todo derecho: su pretensión de autoridad. Finalmente, identificar en el juez a un co-legislador atenta contra la división de poderes y, por tanto, contra el Estado de derecho. Si el juez no se encuentra atado a los textos legales, los textos legales dejan de ser una garantía y, con ello, las garantías constitucionales y legales pierden vigencia. Entonces, como dice el título del libro, la única ocasión en la que uno puede contar con una garantía es cuando compra un electrodoméstico. 

Los capítulos I, II y III reflexionan sobre la tensión histórica en el derecho penal entre el garantismo y el punitivismo. Para ello, el autor disecciona los puntos centrales de ambas corrientes. El punitivismo puede adoptar diferentes ropajes (v. gr., el republicanismo clásico, los totalitarismos, el jacobinismo), pero siempre tiene una nota distintiva: hay seres humanos que son -y deben ser- privados de sus garantías. 

Rosler ejemplifica esa tensión entre garantismo y punitivismo, entre el respeto al Estado de derecho y la violación al Estado de derecho, a partir de las sentencias “Muiña” (CSJN, Fallos: 340-I:549) y “Batalla” (CSJN, Fallos: 341-II:1784), y la ley 27362 -dictada por el Congreso con posterioridad al primero de los fallos nombrados, en tiempo récord y casi por unanimidad-. Esta ley, convalidada por la CSJN –con excepción del Juez Rosenkrantz-, es una ley penal retroactiva más gravosa. Así, las críticas generales de Rosler al interpretativismo (capítulo V) adquieren una dimensión concreta a partir de la actuación de la minoría de la Corte en “Muiña”, de la actuación posterior del Congreso y de la mayoría de la Corte en “Batalla” (capítulos I, II y III). El interpretativismo, como la última manifestación del punitivismo, autorizado por los poderes del Estado argentino ¿Cómo ha sido ello posible? 

Ensayaré una hipótesis en breve, pero antes me voy a referir a los capítulos IV y VI. El primero es un ensayo sobre las notas distintivas del delito político y sobre las diferentes concepciones que subyacen a él: la escuela liberal del siglo XIX y la escuela soberana tanto en su versión tradicional como en la actual. El capítulo IV, por lo tanto, se transforma en un puente entre los capítulos anteriores y el capítulo VI, en el que se recrea el juicio penal contra Luis XVI. Rosler afirma que se trata del primer gran proceso moderno donde aparece la noción de crimen contra la humanidad y que ello se explica a partir de la moralización y la politización del razonamiento jurídico. El resultado es una parodia de juicio, una farsa, sostenida en consideraciones morales y en necesidades políticas. Este juicio muestra también cómo “el enano fascista”, que amenaza con arrasar el Estado de derecho, también anida en el interior de los regímenes republicanos y democráticos, y se alimenta de la siempre latente tendencia de moralizar y/o politizar el derecho. 

He afirmado que se trata, en estos días, de un libro incómodo escrito por un autor incómodo: Rosler se convierte en el niño del cuento de Andersen y su libro que grita: “el rey va desnudo”. Buena parte de la opinión pública, la academia jurídica argentina -si ello no es un oxímoron-, los poderes políticos y los jueces -liderados por la CSJN- simulan ver el traje (simulan aplicar el derecho sin reconocer que han moralizado y/o politizado el razonamiento jurídico) y quieren mostrar que se trata del mejor traje que puede vestir al soberano (una sofisticada teoría de la interpretación jurídica). 

Ante ellos, Rosler se levanta erguido y, como el niño del cuento, exclama: “el rey va desnudo”. No hay traje, no hay derecho. Se trata de la política por otros medios y de la absorción del razonamiento jurídico por el razonamiento moral. A diferencia del cuento de Andersen, sin embargo, la charlatanería de los sastres aún se mantiene, porque como dice Felipe Fucito, Argentina es una sociedad de adolescentes, que nunca se responsabiliza por nada (La crisis del derecho en Argentina y sus antecedentes literarios. Un enfoque sociológico, Eudeba, 2010), y porque es muy difícil reconocer algo que nos produce vergüenza.  

A diferencia de la culpa, que se encuentra asociada a un hecho puntual que –se piensa- pudo haberse evitado, la vergüenza compromete toda nuestra identidad y es lo que explica la enorme dificultad que existe para diluir o neutralizar sus efectos. El avergonzado niega, huye, se oculta. Ello conspira contra una exploración amplia de lo que ha sucedido y de los mecanismos a los que apelar para poder corregir las cosas. La culpa “no puede ayudar [a la persona] a entender sus relaciones con lo sucedido, ni a reconstruir el yo que ha hecho esas cosas ni el mundo en el que ese yo tiene que vivir. Solo la vergüenza puede hacerlo, porque plasma las concepciones de lo que uno es y de cómo se relaciona con los otros” (Williams, Shame and Necessity, University of California Press, 2008 [1993], p. 94). Como dice Bernard Williams, “[s]i llegamos a entender nuestra vergüenza, tal vez entendamos mejor nuestra culpa. Las estructuras de la vergüenza contienen la posibilidad de controlar y aprender de la culpa, porque ellas ofrecen una concepción de la propia identidad ética, en relación con la cual la culpa puede tener sentido. La vergüenza puede entender a la culpa, pero la culpa no puede entenderse a sí misma” (p. 93). 

¿Cuál es entonces nuestra vergüenza colectiva? Saber, en el fondo, que la ejemplaridad de la política de derechos humanos de la Argentina, nacida al amparo de la restauración democrática, ha terminado. Peor todavía, intentar negar que los charlatanes de los sastres (en nuestro caso, la mayoría de la CSJN después del 2003, con el apoyo de buena parte del arco político), han convalidado juicios y condenas en desmedro de las garantías constitucionales. La ejemplaridad se ha transformado en un derecho penal del enemigo -basado en razones morales por la atrocidad de los crímenes que se enjuician- donde el proceso es una farsa, donde garantías, como, v. gr, la prisión domiciliaria por la edad o la ley penal más benigna no existen, y donde hasta se aplican leyes penales retroactivas. 

A menudo se afirma que la política de derechos humanos con posterioridad a 2003 ha recuperado la senda interrumpida en los últimos años de la década de 1980 y principios de los años 90. Nada más lejos. La arquitectura jurídica que hizo posible el Juicio a las Juntas Militares respetó irrestrictamente el principio de legalidad penal. Al reinstalarse, en diciembre de 1983, el régimen constitucional que la dictadura de 1976 dejó sin efecto, recobraron su vigencia los criterios de validez jurídica previstos en el derecho argentino desde la Constitución de 1853-1860. Ello tornaba nulas las leyes penales no dictadas por la autoridad competente (el Poder Legislativo). Ergo, la ley 22924 –conocida como ley de “auto-amnistía militar”- era una ley carente de efectos jurídicos y, por tanto, los órganos del Estado podían desconocer su vigencia. 

Por el contrario, después del 2003, y por razones morales y políticas, la Corte ha validado la anulación de amnistías e indultos -no prohibidos expresamente en la Constitución ni en los tratados internacionales de igual jerarquía-, ha establecido la inaplicabilidad de las cláusulas del Código Penal argentino relativas a la prescripción de los delitos e, incluso, ha reconocido a la costumbre internacional como fuente del derecho penal (v. gr., CSJN, Fallos: 327:3312; 328:2056; 333:1657). Así, “justo en la época en la cual merced al discurso de los derechos humanos los derechos de todos los seres humanos deberían haber alcanzado su apogeo, particularmente en el ámbito penal, es en nombre de los derechos humanos que se violan garantías penales que durante varios siglos habían sido consideradas como sagradas” (Rosler, op. cit., p. 59). Ello nos ofrece una hipótesis como respuesta a la pregunta planteada anteriormente: ¿cómo ha sido posible que la CSJN haya convalidado la aplicación retroactiva de una ley penal más gravosa, pese a que ello se encuentra expresamente prohibido? 

Según entiendo, la pendiente resbaladiza comienza en 2003. El fallo “Batalla”, los argumentos de la minoría en “Muiña” y la ley 27362 deben leerse en ese contexto. Hace casi veinte años, se ha empezado a legitimar judicialmente un camino en el que la Constitución argentina y el Código Penal no tienen vigencia para algunos delitos, y en el que actos de naturaleza estrictamente política, como las amnistías o los indultos, pueden ser vetados judicialmente. Ese camino que parecería no detenerse, se profundiza con los hechos a los que alude Rosler en los capítulos I, II y III, pero también, v. gr., con casos como los que tuvieron lugar en la provincia desde la que escribo estas líneas. 

En efecto, este año en Chaco tuvo lugar el denominado “Juicio por la Masacre de Napalpí”, por el que se investigó la comisión de crímenes cometidos en 1924 por fuerzas federales en perjuicio de pueblos originarios. Obviamente, los acusados se encuentran muertos, pero ello no impidió “la última genialidad de los delirantes, […] excluí[r] la extinción de la acción por muerte del acusado, dado que ello produciría una inadmisible impunidad biológica” (Pastor, Prólogo a Si quiere una tostadora compre una garantía, p. 13). También en Chaco el Superior Tribunal de Justicia ha convalidado (v. gr., STJ Chaco, “M. N. E”, Sentencia N° 88/19) la aplicación retroactiva de una ley penal más gravosa; en concreto, la ley 27206, que amplía notoriamente el plazo de prescripción de la acción penal cuando se trata de un delito contra la integridad sexual contra menores y/o trata de menores. Recursos fiscales contra resoluciones de la Cámara Nacional de Casación en lo Criminal y Correccional, que denegaron la aplicación retroactiva de esta ley, esperan en la Corte. Sin embargo, de un modo aprobatorio, se informa que el Procurador General ya ha dictaminado a favor de la violación de la regla de legalidad (véase “Ministerio Público Fiscal, Boletín de Jurisprudencia de la Cámara de Casación en lo Criminal y Correccional. La prescripción de la acción penal en los casos de abuso sexual infantil”, 2021, p. 8: https://www.mpf.gob.ar/area-mpf-ante-cnccc/jurisprudencia/). 

La receta siempre es la misma: la gravedad de los crímenes que se investigan, los supuestos deberes del Estado argentino ante la comunidad internacional, el carácter implícito de los principios que deben aplicarse, la derrotabilidad en el caso de un principio por otro principio que es más importante, porque, casualmente, permite dar con la solución justa que, no casualmente, es la que nos gusta, etc. No importa, v. gr., que el art. 18 de la Const. Nacional rece: “[n]ingún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso” y, por tanto, que se encuentre expresamente prohibido aplicar retroactivamente una ley que considera a una conducta como delictiva, o que aumenta una pena previamente existente, o que permita un proceso o la aplicación de una pena, vedados por una ley previa (v. gr., porque, conforme la ley previa, la acción se encontraba prescripta). 

No importa que el art. 18 prohíba “las leyes de efecto retroactivo en cuanto se agrave por ellas la pena, ó [sic] se empeoren las condiciones del acusado” (CSJN, Fallos: 31:82). Un pequeño detalle: la “doctrina Chavela Vargas de la interpretación”, inmortalizada por Rosler (La ley es la ley. Autoridad e interpretación en la filosofía del derecho, Katz, 2019, p. 127) ha reencarnado en la judicatura chaqueña. Una de las juezas del Superior Tribunal de Justicia que avaló la aplicación retroactiva de una ley penal más gravosa (la ley 27206) es conocida como “Chabela” y es profesora de derecho constitucional. Su apodo, como comedia; su actuación profesional, como tragedia.    

En definitiva, el libro de Andrés Rosler nos muestra gráficamente lo que no queremos ver. En Argentina, la renovación de la CSJN de principios del Siglo XXI dio lugar a una “revolución secreta”, parafraseando a Bernd Rüthers (La revolución secreta. Del Estado de derecho al Estado judicial. Un ensayo sobre Constitución y método, Marcial Pons, 2020). Desde entonces, la Corte ha reconocido una nueva fuente del derecho argentino: lo que los tribunales internacionales (v. gr., la Corte Interamericana de Derechos Humanos) o, incluso, los órganos consultivos (v. gr., la Comisión Interamericana de Derechos Humanos) digan sobre el contenido de los tratados. Por ello se equivocan Rosenkrantz y Highton de Nolasco cuando, en “Muiña” (considerando 13 de su voto), afirman que “[no] hubo pronunciamiento alguno respecto de la aplicación de una ley más benigna” en los fallos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Por ejemplo, en “Gelman vs. Uruguay” (citado en ese considerando 13), la Corte Interamericana validó la aplicación retroactiva de una ley penal más gravosa e invalidó una amnistía -dictada por el Congreso de la democracia uruguaya y ratificada dos veces por la ciudadanía-. Incluso más, la Corte Interamericana optó aquí por el punitivismo citando fuera de contexto la tesis de Luigi Ferrajoli, un autor que, como dice Rosler, es el paradigma del garantismo.  

No importa entonces que expresamente se haya dejado constancia que los tratados “no derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos” (art. 75, inc. 22, Const. Nacional, primer párrafo), porque, en definitiva, “el interpretativismo deviene en una suerte de positivismo judicial” (Rosler, 2022, p. 62 nota n° 3). Así, el Poder Judicial ha convalidado un estado de cosas similar al operado a partir de la Acordada del 10/9/1930 (CSJN, Fallos: 158:290), por el que se legitimó el golpe de Estado contra el gobierno constitucional de Hipólito Yrigoyen. 

En otras palabras, la Corte ha reconocido el carácter de fuente del derecho a un órgano –en aquel entonces, las Fuerzas Armadas; hoy, la Corte Interamericana de Derechos Humanos- que no tiene tal competencia, y ha supeditado la Constitución Nacional a lo que estipularan tales instituciones –antes, las Fuerzas Armadas; ahora, la Corte Interamericana-. El golpe de 1930 fue “la primera fractura seria del orden institucional establecido en 1860, […] que, sin embargo, emergía de la tendencia a la ajuridicidad propia de nuestra historia institucional” (Nino, Un país al margen de la ley, Emecé, 1992, p. 63). Esa tendencia duró más de cincuenta años. Sin embargo, cuando pensábamos que podía ser, por fin, superada –repárese en las primeras palabras de Rosler en la Introducción del libro-, la ajuridicidad ha emergido nuevamente. Muchas veces defendidas con las mejores intenciones, pero, siempre, sin la plena conciencia de sus funestas consecuencias (véase, v. gr., Pastor, Prólogo, op. cit., p. 15; Rosler, op. cit., 2022, p. 51). 

Hay una pregunta que subyace, entre líneas, al imprescindible libro de Rosler: ¿es posible reconocer que la práctica del derecho llevada adelante por quienes deben velar por el respeto a las reglas, es decir, los jueces, puede cambiar de facto el contenido de ese derecho y ese cambio transformarse en de iure porque es decidido por un órgano encargado de aplicar las reglas? En Argentina, por fuera de lo que dice el derecho, los funcionarios que deben velar por la aplicación del derecho hace tiempo han decidido su transformación. Los jueces que tienen el deber de decir que la regla que dice x, dice x, hace tiempo afirman que esa regla dice y, p, q, etc. Cuando digo que el cambio es de iure no estoy afirmando que esa es la decisión que el derecho contempla. Al contrario. Solo estoy afirmando que los jueces –encargados de aplicar las reglas legales que son válidas y se encuentran vigentes-, deciden su modificación encubierta y esa modificación se transforma en derecho -para las partes del proceso y para quienes estudian los criterios vigentes en los tribunales- por la autoridad que tienen los jueces. Rosler nos muestra ese fenómeno y ello nos reenvía probablemente a Carl Schmitt. En ese caso, Rosler vuelve a ser la persona indicada para continuar con la discusión.                              

 

Hernán D. Grbavac

Universidad Nacional del Nordeste 

4 Comentarios

  • Elizabeth Pace Wells dice:

    Hernán comparto lo que expones. Estimo es el tema a trabajar. Me parece relevante la expresión interpretativismo, que permite distinguirlo como una deformación de interpretación; en cierto modo la distinción me es útil en tanto toda comunicación implica una interpretación, que no necesariamente, debe caer en interpretativismo que cambie el sentido de lo enunciado, por la motivación que fuere. Admito que no estoy familiarizada con el pensamiento de Rosler, pero creo que presenta una cuestión muy relevante, en particular en cuanto implica reflexionar sobre el rol de los jueces y las consecuencias derivadas de sus actos.

    • Hernán Grbavac dice:

      Muchas gracias! Según entiendo, Rosler, como Andrei Marmor, distinguen entre comprensión e interpretación. Reservan el último término para aquellos casos en los que la comunicación «se cae» y el mensaje del emisor no se entiende. De lo contrario, la reformulación de una regla en otra más clara -la interpretación- requeriría siempre una traducción. Desde luego, el significado no nace en los árboles, por así decir, y por tanto, depende de una convención, que es la que nos permite comunicarnos sin mayores problemas normalmente. La interpretación supone la existencia de una convención previa. Sin el trasfondo de significados previos, que comprendemos, no sería posible la interpretación. Comprendemos una regla cuando podemos captar sin mayores problemas las acciones que están de acuerdo con el signo (la regla) y qué acciones contravendrían la regla. Cuando ello no es posible, apelamos a la interpretación. Podríamos hablar de interpretación en sentido amplio o interpretación en sentido estricto en lugar del par comprensión / interpretación y, creo, no habría diferencias.

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