La reciente sentencia de la Suprema Corte de los Estados Unidos (SCOTUS) en el caso “Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization”, 597 U.S. __ (2022), dejó sin efecto dos célebres decisiones previas en materia de aborto: (i) “Roe v. Wade”, 410 U.S. 113 (1973), y (ii) “Planned Parenthood of Southeastern Pa. v. Casey”, 505 U.S. 833 (1992), que había confirmado “Roe” en sus aspectos esenciales. Debido tal vez a las pasiones que despierta el tema del aborto, el caso “Dobbs” generó múltiples comentarios en nuestro país. Para quienes venimos advirtiendo hace ya varios años acerca de la necesidad de redescubrir las bases norteamericanas de nuestra Constitución no deja de ser una buena noticia que volvamos a mirar qué ocurre en los Estados Unidos en materia constitucional.
Sin embargo, este caso no parece ser la mejor ocasión ya que las diferencias entre nuestro sistema constitucional y el estadounidense en materia de aborto son fundamentales. Basta con señalar rápidamente tres cuestiones importantes para ilustrar lo que digo: (i) contrariamente a lo que ocurre en los Estados Unidos, nuestro ordenamiento jurídico a nivel federal contiene referencias concretas al derecho a la vida de todas las personas a partir del momento de la concepción (i.e., art. 4.1. CADH); (ii) en nuestro país fue una ley del Congreso, y no una decisión de la Corte Suprema, la que creó un derecho amplio al aborto (Ley 27.610); y (iii) esto último ha sido posible porque en nuestra organización federal las provincias han delegado al Congreso la atribución de dictar los códigos de fondo a través del art. 75, inc. 12 de la Constitución. En Estados Unidos, en cambio, esa facultad ha sido retenida por cada uno de los estados.
Así y todo, creo que la revisión del caso “Dobbs” tiene alguna relevancia especialmente en materia de interpretación constitucional. Me propongo explicar las razones por las que “Dobbs” no es una decisión producto de la aplicación del método de interpretación constitucional conocido como “originalismo”. Por el contrario, la metodología que sigue la SCOTUS para resolver “Dobbs” es decididamente no originalista.
Creo que es importante corregir la errónea impresión de aquellos que creen que “Dobbs” es consecuencia directa de la aplicación del método originalista. En primer lugar, por una simple cuestión de precisión. No importa el tema de que se trate, en materia jurídica, en general, y constitucional, en particular, siempre es importante intentar el mayor grado de precisión posible para evitar errores o confusiones en el análisis que se va a exponer. En segundo lugar y mucho más importante, porque entiendo que, en algunos casos, lo que se busca al afirmar que “Dobbs” es un fallo originalista es encontrar un chivo expiatorio para explicar una decisión que se rechaza desde el punto de vista político o moral y descalificar así a un método de interpretación constitucional, pero por las razones incorrectas. Para decirlo de otro modo: si consideramos que “Roe” es un fallo canónico al igual que, por ejemplo, “Brown v. Board of Education of Topeka”, 347 U.S. 483 (1954), cualquier método de interpretación constitucional que no lo justifique queda automáticamente descalificado. De ahí que si la caída de “Roe” se debe a un fallo basado en una metodología de tipo originalista, el problema entonces es el originalismo que, sí o sí, se convierte en un método implausible e indefendible porque lleva a un resultado indeseable.
Al igual que Gary Lawson, creo que esto es un error: “las teorías modernas de interpretación constitucional suelen plantear que la verdad de las proposiciones sobre el significado constitucional depende, al menos hasta cierto punto, de la medida en que estas proposiciones (1) conducen a resultados políticamente legítimos, y/o (2) son coherentes con la práctica constitucional moderna. Es decir, estas teorías sostienen generalmente que las interpretaciones correctas de la Constitución deben brindar bases normativas para aplicar esas interpretaciones en casos reales, deben ser consistentes con al menos una cantidad sustancial de decisiones constitucionales del mundo real, o ambas” (“On Reading Recipes… and Constitutions”, The Georgetown Law Journal, Vol. 85, p. 1823 (1997), https://scholarship.law.bu.edu/faculty_scholarship/2580/). Lawson plantea que este enfoque de la interpretación constitucional pone el carro delante de los caballos y propone hacer las cosas completamente al revés de lo que corresponde. Coincido: la legitimidad de la Constitución y su coherencia con la práctica moderna dependen, en primer lugar, del significado mismo del texto constitucional. Y ese significado no depende de su legitimidad o de su coherencia con ciertos casos a los que se considere como canónicos. En realidad, primero hay que determinar qué significado tiene el texto de la Constitución. Recién a partir de ese paso previo es que corresponde evaluar si la Constitución una vez interpretada genera obligaciones políticas y si la práctica que consideramos canónica es consistente o no con ella. Como dice Lawson, la interpretación viene primero y la evaluación después y no al revés.
No es este el lugar para hacer una historia del originalismo como método de interpretación constitucional. Sin embargo, creo que es importante hacer un par de aclaraciones básicas. Si bien se suele personificar al originalismo en la figura del Justice Antonin Scalia para remarcar que se trata de un método “conservador” en términos políticos, esto es un error. Scalia es, sin dudas, una figura importante dentro del originalismo: fue quien propuso en 1985 abandonar la interpretación a partir de las intenciones de los Founding Fathers o los Framers y concentrarse exclusivamente en el significado público original del texto constitucional. Sin embargo, el originalismo como teoría y método de interpretación constitucional a nivel académico en los Estados Unidos ha tenido un desarrollo extraordinario en los últimos 30 años. Ese desarrollo trasciende largamente la figura de Scalia. Hoy se trata de una familia de teorías que incluye a autores que se definen políticamente como conservadores, anarquistas, progresistas, liberales en sentido clásico, libertarios, etc. Con independencia de la ideología de cada uno de ellos, todos coinciden en recuperar el mismo significado original del texto constitucional a partir de una metodología que consideran neutra en términos políticos. Sus diferentes ideologías no inciden en la interpretación constitucional. El originalismo no les devuelve como un espejo su propia ideología al interpretar la Constitución, sino que es una puerta que los conduce al significado originario del texto.
Así es que el originalismo está lejos de agotarse en la figura de un autor o en su supuesto conservadurismo en términos políticos. Sin conocer los trabajos de Larry Solum, Randy Barnett, Gary Lawson, John McGinnis, Mike Rappaport, Larry Alexander, William Baude, Keith Whittington, Richard Kay, Stephen Sachs, Steven Calabresi, Saikrishna Prakash, Ilan Wurman, Earl Maltz o Robert Natelson, por citar solo algunos de los más importantes, es imposible entender la sofisticación que el originalismo ha ido ganando como teoría y método de interpretación desde la década de 1980. Especialmente desde que Paul Brest, decano de la Facultad de Derecho de Stanford, inventara el término “originalismo” al publicar su famosa crítica (“The Misconceived Quest for the Original Understanding”, Boston University Law Review, Vol. 60, p. 204 (1980), extractos en http://fs2.american.edu/dfagel/www/Class%20Readings/ALCReadings/Brest_MisconceivedQuest.pdf). La crítica de Brest que, prematuramente, fue considerada como un certificado de defunción del originalismo, enfatizaba la dificultad de comprobar las intenciones originales de un documento redactado por una convención constitucional integrada por muchas personas. Y también la de comprobar las intenciones de un grupo aun mayor de representantes reunidos para ratificarla, ya no en una, sino en varias convenciones en diferentes estados. El cambio propuesto por Scalia permitió sortear esa dificultad supuestamente insalvable y marcó el abandono gradual de una interpretación del texto constitucional a partir de las intenciones de los constituyentes. Desde entonces, el llamado “originalismo de intenciones originales” es defendido por muy pocos autores (i.e., Richard Kay, “Adherence to the Original Intentions in Constitutional Adjudication: Three Objections and Responses”, Northwestern University Law Review, Vol. 82, p. 226 (1988), https://opencommons.uconn.edu/law_papers/331/). De hecho, el reciente libro de Donald Drakeman, The Hollow Core of Constitutional Theory. Why We Need the Framers, Cambridge University Press, 2020, es la primera defensa extensa de un originalismo intencionalista que se publica en varios años.
A riesgo de simplificar demasiado, esa familia de teorías que componen el originalismo comparte al menos dos tesis. La primera es la “Tesis de la Fijación”, esto es, que el significado lingüístico o, con mayor precisión, el contenido comunicativo del texto constitucional queda fijado al momento en que cada artículo se sanciona o ratifica. Del mismo modo, el contenido comunicativo de cada reforma o enmienda de la Constitución queda fijado al momento en que esta se sanciona o ratifica (no todo vuelve a Filadelfia en 1787, ni tiene que ver con qué dijeron Madison o Hamilton como se suele caricaturizar). El contenido comunicativo de la Constitución queda fijado al momento en que el texto de cada artículo o enmienda es comunicado al público (Solum, Lawrence, “The FixationThesis: The Role of Historical Fact in Original Meaning”, Notre Dame Law Review, Vol. 91, p. 1 (2015), https://scholarship.law.nd.edu/ndlr/vol91/iss1/1/). El contenido comunicativo se distingue así del contenido legal del texto. El contenido legal de una disposición constitucional puede ser más rico que el contenido comunicativo de su texto (por ejemplo, la regulación de tiempo, lugar y forma en materia de libertad de expresión). También pueden ser idénticos (dos senadores por estado).
La otra tesis que sostienen todas las teorías que integran lo que, en conjunto se conoce como “originalismo”, es el “Principio de la Restricción”. Bajo este principio, el contenido comunicativo del texto debe restringir la práctica constitucional. Dicho de otro modo, ese contenido comunicativo del texto constitucional debe ser seguido por los actores constitucionales. Por ello, las acciones que tomen esos actores constitucionales, incluidos los jueces de la SCOTUS al momento de decidir casos constitucionales, deben ser consistentes con el contenido comunicativo y el significado original del texto constitucional.
Ambas tesis tienen aspectos descriptivos y normativos sobre los que no voy a profundizar ya que no se relacionan con lo que quiero señalar, a saber: que la mayoría de “Dobbs” no aplica ninguna de las dos tesis centrales del originalismo. Por el contrario, cualquiera que lea el fallo de forma desapasionada está obligado a concluir que se trata, ni más ni menos, de un clásico ejemplo de la jurisprudencia de la cláusula del debido proceso sustantivo en el marco de la Enmienda 14 de la Constitución de los Estados Unidos. Esa jurisprudencia no pretende determinar el significado original del texto constitucional para después resolver un caso. En realidad, la jurisprudencia en cuestión se desarrolló hace más de 140 años para determinar cuándo un derecho no enumerado en el texto constitucional puede ser considerado como “fundamental” y, por eso, digno de protección judicial. Ese test jurisprudencial en el marco de la Enmienda 14 es conocido actualmente en los Estados Unidos como el “test de Glucksberg”. Es un test creado por los jueces que obliga a analizar si el derecho no enumerado que se invoca en juicio está “objetiva y hondamente enraizado en la historia y la tradición nacional” (“objectively deeply rooted in the nation’s history and tradition”) e “implícito en el concepto de libertad ordenada” (“implicit in the concept of ordered Liberty”). Ese derecho no enumerado, además, debe ser descripto de manera cuidada y precisa.
Alguien podría plantear que el primer paso del test requiere inevitablemente mirar al pasado para determinar si un derecho no enumerado está hondamente enraizado (“deeply rooted”) en la historia y la tradición norteamericana. Y que, por ende, esa parte del test tiene una reminiscencia originalista por la aplicación de un método de tipo historicista que obliga a mirar al pasado. Sin embargo, esa reminiscencia es meramente superficial y engañosa. En primer lugar, el enfoque del test no pasa por determinar el significado del texto constitucional en un momento histórico determinado. Por el contrario, el test obliga a los jueces a hacer una indagación histórica para determinar algo que está claramente fuera del texto. En segundo lugar, para determinar si un derecho está “hondamente enraizado” o no en la historia y la tradición se requiere un análisis más propio de la sociología que del derecho. En tercer lugar, no puede olvidarse que el paso siguiente es determinar si ese derecho se encuentra “implícito en el concepto de libertad ordenada”. Ese análisis requiere una valoración más propia de la filosofía moral que del derecho. Nadie puede concluir seriamente que ese análisis es propio del método de interpretación originalista. Además, (i) dado que la jurisprudencia en el marco del llamado debido proceso sustantivo de la Enmienda 14 existe como ya dije hace más de 140 años; y (ii) que ese es el método que la mayoría aplica efectivamente en “Dobbs”, no se lo puede ignorar como si no existiera. Quien, a pesar de todo, quiera sostener tozudamente que el método de “Dobbs” es originalista tiene que explicar primero las razones por las que no lo caracteriza como lo que es: un típico caso de jurisprudencia del debido proceso sustantivo en el marco de la Enmienda 14.
Ese test fue delineado por los jueces de la SCOTUS a través de una jurisprudencia que tiene una larga genealogía. Esa es la forma en la que la SCOTUS determina desde fines del Siglo XIX cuándo un derecho no enumerado es “fundamental” bajo la cláusula del debido proceso sustantivo en la Enmienda 14 (a un lector argentino debería llamarle la atención por qué es que la SCOTUS recurre a ese tipo de tests jurisprudenciales cuando la propia Constitución estadounidense tiene desde 1791 un texto expreso referido a derechos no enumerados: la Enmienda IX, fuente directa del art. 33 de la Constitución Nacional).
El llamado test de “Glucskberg” aplicado en “Dobbs” es fruto de una compleja evolución jurisprudencial y no de una interpretación del significado original del texto constitucional. Cito extractos solo de algunos precedentes para no aburrir al lector (aunque, aclaro, están lejos de ser los únicos casos). Empiezo por “Hurtado v. People of California”, 110 U.S. 516 (1884). Allí la SCOTUS propone analizar si un derecho no enumerado se encuentra “dentro de los límites de los principios fundamentales de libertad y justicia que se encuentran en la base de todas nuestras instituciones civiles y políticas” (p. 535). O si se asimila a “ciertas garantías de los derechos de vida, libertad, y propiedad, que durante mucho tiempo se habían considerado fundamentales en las instituciones anglosajonas” (p. 539). Estas expresiones son las precursoras de las que terminan formando parte del análisis de lo que hoy se conoce como “test de Glucskberg”.
Algo similar ocurre con la idea de la “libertad ordenada” que también evoluciona a partir de varios fallos como, por ejemplo, “Meyer v. Nebraska”, 262 U.S. 390 (1923), cuando al referirse al término “libertad” en la Enmienda 14 se dice que: “Si bien este Tribunal no ha intentado definir con exactitud la libertad así garantizada, el término ha recibido mucha consideración y algunas de las cosas incluidas han sido expresadas definitivamente. Sin duda, denota no sólo la libertad de una restricción corporal, sino también el derecho del individuo a contratar, a dedicarse a cualquiera de las ocupaciones comunes de la vida, a adquirir conocimientos útiles, a casarse, establecer un hogar y criar hijos, a adorar a Dios de acuerdo con los dictados de su propia conciencia y, en general, de disfrutar de esos privilegios reconocidos durante mucho tiempo en el common law como esenciales para la búsqueda ordenada de la felicidad por parte de los hombres libres” (p. 399). Nuevamente, estamos frente a un test creado por los jueces.
A partir de ese desarrollo llegamos a casos como “Snyder v. Massachusetts”, 291 U.S. 97 (1934), en el que la SCOTUS sostuvo que el estado demandado podía regular el proceso penal “de acuerdo con su propia concepción de la política y la equidad, a menos que al hacerlo ofenda algún principio de justicia tan arraigado en las tradiciones y la conciencia de nuestro pueblo como para ser clasificado como fundamental”. Y al célebre “Palko v. Connecticut”, 302 U.S. 319 (1937), redactado por el Justice Benjamin Cardozo. Allí se combinan los dos análisis para decidir que una condena a muerte de alguien que ya había sido condenado a prisión perpetua en un juicio anterior por el mismo hecho no violaba la Enmienda 14. Según Cardozo, “el derecho a un juicio por jurado y la inmunidad de persecución excepto como resultado de una acusación pueden tener valor e importancia. Aun así, no son de la esencia misma de un esquema de libertad ordenada. Abolirlos no es violar un ‘principio de justicia tan arraigado en las tradiciones y la conciencia de nuestro pueblo como para ser catalogado como fundamental’ […]. Pocos serían tan estrechos o parroquiales como para sostener que un sistema justo e ilustrado de justicia sería imposible sin ellos” (p. 325).
Casos como “Palko” o más adelante “Moore v. City of East Cleveland, Ohio”, 431 U.S. 494 (1977), son los precursores directos de lo que modernamente se conoce como el “test de Glucksberg” a partir del caso “Washington v. Glucskberg”, 521 U.S. 702 (1997). Ése es el test que la mayoría de la SCOTUS aplica en “Dobbs”. El marco de trabajo del test de “Glucksberg” asume la validez del debido proceso sustantivo y, tal como expliqué, ha sido creado por los jueces. No surge de una interpretación del significado original del texto constitucional.
Vemos así que ese test que la SCOTUS aplica para determinar si un derecho no enumerado es fundamental no es producto de un razonamiento o de un método de interpretación originalista. Por el contrario, se basa en una larga serie de precedentes que son ejemplos de la némesis del originalismo, esto es, la llamada “living constitution”. Por eso, es un error técnico denominar como originalista a una sentencia que no es producto de esa metodología de interpretación constitucional, sino del test de “Glucskberg”. De hecho, hay autores como Cass Sunstein que, aunque comparten una posición crítica hacia “Dobbs”, reconocen que es un fallo que no puede ser catalogado de ninguna manera como “originalista” (Sunstein afirma, con razón, que “the Court’s opinion is emphatically not originalist”, “Dobbs and the Travails of Due Process Traditionalism”, borrador del 25/6/2022, https://t.co/HPQ6sJvBh8).
Sin embargo, a un lector poco avezado en las discusiones políticas alrededor de la SCOTUS le puede llamar la atención que, así y todo, existan trabajos no académicos que critican a “Dobbs” como producto de algo a lo que también llaman “originalismo”. Y esto, obviamente, induce a confusión. De hecho, hace unos días me mandaron a leer sin esa advertencia previa un reciente artículo publicado por Reva Siegel en el Washington Post cuyo título y subtítulos son ilustrativos: “The Trump court limited women’s rights using 19th-century standards. Justice Samuel A. Alito Jr. gave a highly selective account of the nation’s ‘history and traditions’ to achieve a longstanding conservative political goal”, https://www.washingtonpost.com/outlook/2022/06/25/trump-court-limited-womens-rights-using-19th-century-standards/). Lo que no se aclara es que, como lo sugiere ya el propio artículo desde el vamos, el planteo no es de índole jurídico, sino netamente político. De hecho, Siegel es una académica progresista que cree, de manera ferviente e inconmovible, que el originalismo es una ideología de derecha que tiene como objetivo principal dar legitimidad a decisiones conservadoras en sentido político invocando el prestigio de los Founding Fathers. Así lo planteó concretamente en un artículo con Robert Post que vale la pena leer con detenimiento (ver Post y Siegel, “Originalism as a Political Practice: The Right’s Living Constitution”, Fordham Law Review, Vol. 75, p. 545 (2006), https://ir.lawnet.fordham.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=4196&context=flr).
Post y Siegel distinguen en ese artículo al originalismo como método de interpretación constitucional de lo que ellos denominan como “la práctica política del originalismo” (“We argue that originalism’s current appeal cannot be understood unless the jurisprudence of originalism is distinguished from the political practice of originalism. Scholars have analyzed the former, but the ongoing authority of originalism depends on the latter”, p 549). Y acusan directamente a los jueces Thomas y Scalia de hacer política desde la Corte para movilizar a los sectores conservadores excitando sus prejuicios (“these Justices use their judicial opinions as conscious tools to excite the anger, fears, and resentments of conservative constituencies, and thus to fan the fires of political mobilization”, p. 567). En definitiva, Post y Siegel sostienen que hay una marcada inconsistencia entre el originalismo como método de interpretación constitucional en comparación con lo que ellos impugnan como mera “práctica política” (“for the past quarter century originalism has been animated less by its jurisprudence than by its political practice, which is deeply inconsistent with that jurisprudence. As a political practice, originalism does not preserve a fixed and unchanging Constitution; it does not transparently reproduce the democratic consent of the Constitution’s ratifiers; it does not focus on process rather than outcomes. As a political practice, originalism seeks instead to forge a vibrant connection between the Constitution and contemporary conservative values”, p. 569).
Puesto en esos términos, el debate no es jurídico, sino político. Es decir, ajeno al derecho y no técnico. Desde esa perspectiva, se podría plantear que el uso del término “originalismo” para describir a una teoría de la interpretación constitucional que no conduzca indefectiblemente a resultados conservadores en sentido político sería, lisa y llanamente, un oxímoron o, peor aún, una mentira digna de Orwell. Si eso es lo que se quiere afirmar cuando se dice que “Dobbs” es un fallo “originalista” es importante aclararlo y decirlo abiertamente. De otro modo, se genera una inevitable confusión. De ser así, cualquier resultado que se considere como “conservador en términos políticos” podría ser considerado como “originalista”. En ese caso, “originalista” es simplemente un sinónimo ciertamente peculiar de “conservador en términos políticos”. Además, la caracterización del originalismo como una mera expresión de una ideología política conservadora o de derecha esconde una impugnación moral subrepticia. De hecho, el originalismo quedaría desfigurado y deslegitimado ipso facto: dejaría de ser una teoría y un método de interpretación constitucional más o menos racional y se convertiría en una torpe pantalla para enmascarar la imposición de una ideología política. En castellano, una trampa.
Por supuesto, los debates políticos son relevantes. Pero también es importante separarlos de las cuestiones jurídicas. Si colapsamos la distinción entre ambos contribuimos a generar una confusión innecesaria. En definitiva, desde el punto de vista jurídico, la caracterización de “Dobbs” como una sentencia originalista es errónea e imprecisa. La razón es sencilla: se trata de un caso típico de aplicación de la vieja jurisprudencia de la SCOTUS en materia de debido proceso sustantivo en el marco de la Enmienda 14. Como expliqué, el test aplicado en “Dobbs” surge de esa jurisprudencia y es una creación de los jueces. No surge de la interpretación del significado original del texto constitucional. Y no podía de ser de otro modo ya que, tal como advirtiera John Hart Ely en su devastadora crítica a “Roe v. Wade” ya en 1973, la Constitución estadounidense no dice nada en materia de aborto: “La Corte a menudo resuelve cuestiones morales difíciles, y las preguntas difíciles producen respuestas controvertidas. Dudo, por ejemplo, que la mayoría de la gente estaría de acuerdo en que permitir que un traficante de drogas no sea detenido es moralmente preferible a dejar que la policía derribe su puerta sin causa probable. La diferencia, por supuesto, es que la Constitución, que legítima y teóricamente controla la intervención judicial, tiene algunas cosas bastante concretas que decir sobre esta elección. Desde ya, habrá preguntas difíciles sobre la aplicabilidad de su lenguaje a hechos específicos, pero al menos la preocupación especial del documento con uno de los valores en conflicto es manifiesto. Pero simplemente no dice nada, claro o confuso, sobre el aborto” (“The Wages of Crying Wolf: A Comment on Roe v. Wade”, The Yale Law Journal, Vol. 82, p. 920 (1973), https://openyls.law.yale.edu/handle/20.500.13051/15536, p. 927).
En conclusión, no toda decisión judicial cuyo resultado se considere favorable al conservadurismo es necesariamente originalista. Tampoco todo fallo que aplique el originalismo como metodología de interpretación constitucional es por lo tanto conservador. Dado que el originalismo es una teoría metodológica acerca de cómo recuperar el significado original del mensaje comunicado mediante el texto constitucional y que la Constitución no dice nada sobre el aborto, la discusión no debe ser zanjada en el ámbito judicial y mucho menos apelando al originalismo, ya que todo intento de hacerlo implicaría caer en una contradicción insalvable. No se puede recuperar el significado de algo que no existe.
Manuel J. García-Mansilla
Universidad Austral