Una serie de eventos extraordinarios dan comienzo a este nuevo libro de Andrés Rosler. Hoy, en la República Argentina, una ley penal sin forma de ley penal, más gravosa, y que dice ser interpretativa (cuando en verdad, desde ningún punto de vista lo es), está siendo aplicada retroactivamente a un sinnúmero de causas penales contra lo ordenado claramente por el art. 18 de la CN, los arts. 8 inc. 1) y 9 de la CADH y el art. 2 del CP.

Inocentemente, uno quizá pensaría que le están relatando el mundo de “Uqbar”, del cuento de “Ficciones” de Borges donde impera el realismo mágico. Sin embargo, la realidad es la realidad, porque la ley es la N° 27.362 (aprobada unánimemente por ambas cámaras del Congreso menos uno de sus diputados), y el fallo que la convalidó por medio de una criticable mayoría fue dictado por la CSJN en el caso “Batalla”, el 4 de diciembre de 2018, después de que dos de sus jueces –Rosatti y Highton de Nolasco- fallaran de forma exactamente contraria en el caso “Muiña”, el 3 de mayo de 2017. El juez Carlos Rosenkrantz mantuvo su posición a favor de la clara aplicación de la ley 2×1, mientras que Lorenzetti y Maqueda la mantuvieron en contra de la misma.

¿Cómo es esto posible? Andrés Rosler comienza revelando que los tiempos han cambiado, y no necesariamente para mejor. Durante la restauración democrática de nuestro país, y cuando se formó como abogado a partir de 1984, era inconcebible pensar las garantías penales con fisuras. La democracia había sido reconstruida por medio del cumplimiento de reglas y principios, y sus pilares habían sido fortalecidos gracias al respeto irrestricto de los derechos humanos.

Dentro de ese consenso democrático podía haber desacuerdos, pero los penalistas formaban un frente implacable frente al clamor popular de castigo, llegando a él sólo si la defensa penal del mismísimo Diablo se encontraba garantizada. Proceder de forma contraria “habría implicado ser considerado ipso facto un fascista”, puesto que la idea misma de “hablar de ‘delincuentes’ que debían ser castigados con independencia de sus garantías penales era un sinsentido” (pp. 24 y 25). 

Evidentemente, lo que era obvio en el pasado, ya no lo es más en el presente. Mientras que en “Muiña” se sostuvo que aún los crímenes más aberrantes requerían “la aplicación [imparcial] de las leyes referidas a su juzgamiento, pues de lo contrario se correría el riesgo de recorrer el mismo camino de declive moral que se transitó en el pasado” (340:583), meses más tarde, en “Batalla”, esa imparcialidad quedó desterrada por la “ilegalidad propia e inherente a los delitos cometidos” y por las “consecuencias jurídicas inéditas” provocadas en la población (341:1803).

Las garantías penales, pareciere, son otorgadas por el mérito moral de los condenados, o por la lógica del mercado consistente en qué se obtiene a cambio de resguardarlas. “Si quiere una garantía compre una tostadora”, o, en otras palabras, sólo obtendrás tus garantías, si primero puedes comprarlas (p. 38).

No se equivoca Daniel Pastor al decir que Andrés Rosler es uno de los juristas más sugerentes del momento. Su insigne formación en filosofía política nos brinda las herramientas necesarias para que nosotros: abogados, operadores judiciales, investigadores o ciudadanos curiosos en el pantanoso derecho del hoy… podamos comprenderlo, criticarlo y, esperemos, mejorarlo para el futuro.

Ahora bien, no es el simple cambio del derecho vigente, ni el paso de una época a la otra, lo único que se encuentra en este libro, ni lo que nos permitirá entender que está en juego actualmente en nuestro Estado de Derecho. Para lograr esta comprensión, Andrés Rosler va más allá y nos da un arsenal completo en los tres primeros capítulos. 

En esta historia reciente de Argentina, nos dice el autor, se encuentran en pugna dos grandes modelos filosóficos que informan al Derecho Penal desde tiempos inmemoriales:

a) la escuela garantista, que emergió como una obra maestra de la ilustración penal occidental; se puede identificar con el clásico principio “nullum crimen sine lege”, según el cual “no se puede hablar de un crimen antes de que se verifique que una acción haya sido cometida con posterioridad a la sanción de una ley penal y su castigo debe ser conforme a dicha ley penal” (p. 28).

b) y la escuela punitivista, cuya misión no es castigar porque se violó la ley, sino que “alguien violó la ley porque debe ser castigado” (p. 37); para esta corriente evitar la impunidad justifica los medios, “a sabiendas de que, como hemos visto, los juicios penales constituyen instancias de justicia imperfecta ya que el solo cumplimiento de las reglas no nos asegura un resultado moralmente aceptable (RAWLS. 1999:74)” (p. 29).

Pero la cuestión no es tan sencilla. Los objetivos de los punitivistas podrían ser una “genuina excepción”, o, por lo menos, pasibles de identificación y crítica, si sus alumnos fuesen practicantes confesos (p. 33). Sin embargo, existe hoy una corriente filosófica más sofisticada que esconde accidentalmente los rasgos del autoritarismo penal (populacherismo, materialización del injusto, antiformalismo y razonamiento judicial activista) como una simple interpretación del derecho a la luz de la “conciencia de la humanidad”. O peor aún, a la luz de los derechos humanos: el interpretativismo.

Bajo el manto de la ambigüedad, el interpretativismo intenta asomarse como una tercera posición entre el garantismo y el punitivismo. Postula que “cada vez que aplicamos el derecho vigente debemos interpretarlo”, aún si se trata de una ley interpretativa (p. 104). Si es así, Rosler está para advertirnos las contradicciones de esta corriente en el capítulo quinto: si los jueces son coautores del derecho, que siempre deberían interpretar la norma por más clara que fuese, no sólo interpretarían hasta el infinito, sino que, precisamente, colapsarían la autoridad del derecho para reemplazarla por la de su valoración personal (p. 146).

La siguiente oración nos aclara aún más este riesgo: “la búsqueda de la mejor luz es un discurso típicamente moral, inmediato, donde lo que vale es el contenido de nuestras razones, no la autoridad de institución alguna, y por lo tanto dicha búsqueda tiende a confundir el derecho que existe con el que debería existir” (p. 147). En verdad, salta a la vista que el interpretativismo no es una tercera posición como tal, sino una navaja de doble filo que confunde legalidad con legitimidad, derecho con moral.

Accidentalmente, el interpretativismo sirvió en el caso “Batalla” para anular una garantía de fácil comprensión. Esa garantía no podía ser otra que la garantía penal de irretroactividad de la ley penal más gravosa. Pero nada impide que el día de mañana, tal interpretación juegue para el equipo contrario y arroje un resultado que no queremos ni esperamos.

Los dos capítulos restantes, el cuarto y el sexto, proveen los últimos ingredientes para entender la afrenta hacia el Derecho Penal Liberal. En mi opinión, ambos capítulos son igual de valiosos -o incluso más- que los restantes, porque yace en ellos un recorrido histórico que pronosticaba desde mucho antes nuestra realidad. Sólo un autor como Andrés Rosler es capaz de hacer un rastreo tan desconcertante de los embates que han sufrido las garantías penales en nombre de la majestad, del pueblo, y hoy… de la humanidad.

En el capítulo cuarto, encontramos como el delito político ha mutado en su grado de reprochabilidad. A diferencia de los delitos ordinarios, los delitos políticos se caracterizan por un acto que, aún motivado por razones auto-interesadas, contienen “una causa política en su explicación, esto es, que el acto en cuestión esté al servicio de una causa política”, como una “justificación universalizadora [que] pueda al menos despegar” (p. 113).

Para la corriente liberal, el delito político no era crimen y, de serlo, merecía un castigo menor. Como cita Rosler, Sorel definía el delito político como una acción que ni siquiera merecía el nombre de crimen “porque su autor en nada se parece a los criminales” (p. 113). En la vereda contraria, no obstante, aparecen las dos corrientes que nos faltaban en nuestro cocktail de autoritarismo penal: por un lado, la tesis soberana como antítesis del Estado de Derecho Liberal; y por el otro, el republicanismo (la cual acoge la anterior).

En primer lugar, la tesis soberana veía en el delito político una amenaza a la relación soberano-súbdito, por lo que el desorden debía evitarse a toda costa para mantener el tejido social. Consecuentemente, el delito político pasó a ser considerado como una infracción “mala in se” (esto es, dotado de ilegalidad inherente) por ir en contra de la generalidad (pp. 116 y 117).

En segundo lugar, durante la Revolución Francesa, una parte del republicanismo acompañó con castigos ejemplares a quienes se le opusieran. Las penas de estos delitos políticos eran impuestas por medio de procesos expeditos, que daban por suficiente cualquier prueba mediocre, se regían por criterios de legitimidad y llegaban a abarcar la confiscación de bienes y la pena a los familiares del condenado (pp. 118 y 119).

La tesis liberal no veía en estos actos más que la libertad de los individuos de una sociedad que se separaba sanamente del Estado, amparados por la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano por la que tanto habían luchado. Pero la soberanía de la república se alzó sobre sus propios ejes, y echó manos de otros recursos para evitar lo que de otro modo se encontraba prohibido por las garantías que ellos mismos habían consagrado. De esta forma, la Revolución que se ufanaba de su culto de la legalidad se transformó en una Revolución legal permanente (p. 161).

Estos recursos consistieron en aplicar un difuso derecho natural para actos presuntamente “belicosos” (porque “la cuestión no era de derecho penal sino bélica (…) algo así como un ‘derecho penal del enemigo’” (p. 119)). También una sinécdoque de víctimas era la afectada por los delitos políticos imputados, es decir, no sólo se era criminal por un acto contra una sociedad en particular, sino además un  “enemigo de la humanidad en general” (p. 121).

Gracias a un acompañamiento asombroso del autor sobre su “juicio”, hoy sabemos que Luis XVI fue uno de los primeros en la modernidad en sufrir los embates de esta revolución. “Durante una revolución el derecho lo escriben los que ganan. En estos casos es ‘el testimonio del destino’ el que prueba ‘quien empuñó las armas con mayor justicia’, es ‘la batalla’ la ‘que convertirá en culpable al vencido (LUCANO, 2003: 451)’”  (p. 219).

Sea terrorismo o lesa humanidad, la historia vuelve a repetirse con otros ropajes. Esto es, “acerca de si correspondía aplicar la legalidad o directamente criterios de legitimidad; (…) si Luis XVI era un criminal o un enemigo—o peor todavía, un enemigo criminal o ilegítimo—, es decir, si lo que estaba en cuestión era un delito o un acto de guerra, todo lo cual deriva de la aplicación de principios universales, es decir morales—que ninguna persona sensata puede negar—a una cuestión típicamente particularista como lo es el derecho y especialmente un juicio” (p. 162).

Este libro, entonces, no es un simple kit de herramientas para comprender el colapso entre la legalidad y la legitimidad. Este libro es un manual al servicio del garantismo penal y el Estado de Derecho, que nos recuerda a todos los ciudadanos, pero a los penalistas en particular, que: “El derecho en general, y el penal no es una excepción, siempre proviene de algún lado y si todo sale bien del pueblo democrático. El problema es cuando la conciencia punitiva del pueblo ya no está interesada en lo que en otra época se solía designar como principio de legalidad” (p. 26).

 

Juan Sebastián Orso 

Universidad Nacional de Rosario 

Dejar una respuesta