Los economistas usan con frecuencia el concepto de ilusión monetaria. La expresión fue acuñada por Irving Fisher en su libro Money illusion, de 1928, y popularizada años más tarde por John Maynard Keynes. Se refiere a la ilusión de disponer de más riqueza que suelen percibir en economías inflacionarias quienes obtienen por sus ingresos más unidades monetarias, sin tener en cuenta que la desvalorización de la moneda puede provocar el efecto contrario.
Los argentinos, para los que la alta inflación es, desde hace décadas, nuestro hábitat económico, no escapamos a esta trampa psicológica. Así, por ejemplo, cuando durante su fugaz paso por el ministerio de Economía en la presidencia de De la Rúa, Ricardo López Murphy dispuso una rebaja transitoria de los sueldos de los empleados públicos de un 13%, en el marco de una gravísima situación económica que colapsaría meses más tarde, se generó un profundo malestar. Aún hoy se recuerda esa quita como una incalificable afrenta a los derechos sociales. Pues bien, la devaluación dispuesta por Duhalde poco tiempo después, con su consecuente fogonazo inflacionario, deterioró el poder adquisitivo de los asalariados, tanto públicos como privados, mucho más que un 13%. Sin embargo, como esa reducción no era nominal, las protestas fueron mucho menores. Si hay quita de salarios, que no se note…
En el ámbito jurídico, podríamos pedirle prestado el concepto a los economistas y hablar de ilusión normativa, que sería la sensación de bienestar que genera en forma transitoria el dictado de normas para responder a ciertos problemas. Dado un problema A, se estima imprescindible dictar la norma X. El contenido de esta es poco importante. Lo que se desea es que sea dictada, con urgencia y con el anunciado propósito de resolver el problema A.
Puede ocurrir también que el problema no exista en la realidad o esté sobredimensionado por grupos que promueven cierta legislación. Es lo que sucedió con el precio de los alquileres, que estaba en un valor histórico bajo y subió considerablemente después de que el Congreso sancionara una ley destinada a favorecer a los inquilinos. El abogado Matías Bruales denominó a esta paradoja “Efecto Lipovetzky”, por el autor del proyecto que se convirtió en esa ley.
Un campo fértil para el ejercicio de la ilusión normativa es el derecho penal. Ocurre un delito de resonancia pública; por ejemplo, el homicidio de un chofer de colectivo. Los medios, antes de que comiencen las investigaciones, ya hablan de impunidad. Los legisladores, presionados por la opinión pública, sienten que algo deben hacer. La idea no tarda en llegar a sus asesores: ¡Urgente! ¡Un proyecto de ley para penar el homicidio de colectiveros! Algún asesor les advierte: ya existe el delito de homicidio; no importa si la víctima es colectivero o pintor de brocha gorda. El argumento es rápidamente desechado por formalista y leguleyo: es necesario atender el clamor popular. Las cámaras del Congreso aprueban la nueva figura. Es fundamental que tenga un nombre específico (el colectivericidio, podría ser en este caso) y una pena agravada. Los autores del proyecto sacan pecho: “Hemos dado respuesta al reclamo de la ciudadanía”.
La realidad suele ser inmune a estos ejercicios. Peor para la realidad. Los colectivericidios no ceden, pero ya tienen nombre y un tipo penal propio. Lamentablemente, quienes cometen este tipo de delitos no suelen tomar la precaución de leer el Código Penal. Les da lo mismo exponerse a la pena del homicidio que a la agravada del colectivericidio. De hecho, si algo los puede detener no es una norma jurídica, sino la razonable probabilidad de ser descubiertos, detenidos, procesados y condenados. No es distinto de lo que ocurre con los niños ante las advertencias de sus padres: prestan menos atención a lo que estos dicen que a lo que hacen. Si “la próxima vez que hagas eso” no pasa de ser un discurso, lo harán de nuevo con absoluta tranquilidad.
Nada de esto es novedoso. Lo escribió en 1764 Cesare Bonesana, Marqués de Beccaria, en una pequeña obra que debería ser de lectura obligatoria no solo para estudiantes de Derecho, sino también para diputados y senadores: De los delitos y las penas. En este libro, uno de los pilares del derecho penal liberal, imbuido del espíritu de la Ilustración, Beccaria sostuvo:
“No es la crueldad de las penas uno de los más grandes frenos de los delitos, sino la infalibilidad de ellas, y por consiguiente la vigilancia de los magistrados, y aquella severidad inexorable del juez, que para ser virtud debe estar acompañada de una legislación suave. La certidumbre del castigo, aunque moderado, hará siempre mayor impresión que el temor de otro más terrible, unido con la esperanza de la impunidad”.
Uno de los inconvenientes de esta “legislación desarticulada y episódica”, como ya en 1946 la definió Marco Aurelio Risolía en Soberanía y crisis del contrato, es que lesiona la unidad de los códigos. Estos no deberían ser un amontonamiento de artículos, sino cuerpos que regulen en forma sistemática una cierta área del derecho. Legislar como respuesta a impulsos sociales muchas veces efímeros es particularmente grave en materia penal, como se vio en las reformas impulsadas por el señor Juan Carlos Blumberg luego del asesinato de su hijo, que no tuvieron la menor eficacia para evitar los delitos, pero deterioraron la coherencia del Código Penal.
Otra fuente inagotable de ilusión normativa es la pretensión quimérica de cerrar todos los caminos para la comisión de un hecho ilícito, lo que además de ineficaz coarta innecesariamente las actividades humanas. También sobre esto alertó Beccaria:
“Es mejor evitar los delitos que castigarlos (…) Pero los medios empleados hasta ahora son por lo común falsos y contrarios al fin propuesto (…) Prohibir una muchedumbre de acciones indiferentes no es evitar los delitos sino crear otros nuevos (…) ¿A qué nos viéramos reducidos si se hubiera de prohibir todo aquello que puede inducir a delito? Sería necesario privar al hombre del uso de sus sentidos. Para un motivo que impela a los hombres a cometer un verdadero delito hay mil que lo impelen a practicar aquellas acciones indiferentes que llaman delito las malas leyes”.
De las leyes puede decirse lo que de las armas aconsejaba el Viejo Vizcacha:
“Las armas son necesarias
pero naides sabe cuándo;
ansina si andás pasiando,
y de noche sobre todo,
debés llevarlo de modo
que al salir, salga cortando”.
Las leyes deben salir cortando. En otras palabras, tienen que incidir concretamente sobre la realidad (y es deseable que lo hagan en forma positiva y no incurran en el “Efecto Lipovetsky”). Las leyes que no tienen esas consecuencias son solo declamatorias.
La ilusión normativa no es solo un dispendio de tiempo y recursos legislativos, lo que ya sería nocivo. Tiene problemas más graves. Uno de ellos es que genera falsas expectativas, lo que tarde o temprano se traduce en frustración de los ciudadanos. Otro es que produce una inflación de normas. Muchas veces las nuevas determinan lo que ya determinaban otras. También puede suceder que regulen una cuestión de modo diverso al de una norma anterior sin derogar expresamente a esta. Un tradicional principio de interpretación, que a los abogados nos gusta citar en latín, zanja la disputa: rige la norma posterior. Pero no siempre es claro que ambas normas abarquen exactamente el mismo campo conceptual. Este fenómeno es inevitable aún en sistemas más serios, que no tienden a la ilusión normativa, pero en los menos serios crece exponencialmente. El resultado es un debilitamiento de la certeza del derecho.
Si las leyes pierden autoridad, porque no cumplen sus propósitos, no se aplican en la práctica o se multiplican sin necesidad, terminan siendo percibidas por la sociedad como meras recomendaciones, no como normas imperativas. Un factor adicional de confusión, ajeno al objeto de estas líneas, es la tendencia actual a interpretarlas “en su mejor luz”, es decir, de acuerdo a los valores y opiniones del intérprete. (Sobre este tema, el lector interesado puede consultar diversos artículos de Andrés Rosler y en especial su libro “La ley es la ley”). Todo eso contribuye a que la ley pierda autoridad y que su cumplimiento pase a ser para los ciudadanos no un deber sino una opción entre otras.
Como ocurre con las monedas cuando son emitidas con exceso, las normas pierden valor cuando se las multiplica sin justificación. La ilusión normativa es la percepción equivocada de la capacidad de las normas de influir per se en la realidad, por el solo hecho de su dictado. A esa embriaguez le sigue un despertar amargo y la paulatina erosión de la confianza pública en el derecho, sin la cual, por más que sean formuladas con las mejores intenciones, todas las reformas caen en saco roto.
Osvaldo Pérez Sammartino
Universidad de San Andrés
Es difícil que Osvaldo no acierte, como sus pases de futbolero. Y encima con humor. Gracias por tu contribución a esclarecernos siempre.
Impecable doctor
Genial Osvaldo! Que bueno encontrar esta lectura. Abrazo!
Conozco el inteligente humor del Dr Pérez Sammartino que en este artículo alcanza quizás uno de sus picos más altos.
Pero no solo de humor se trata, sino de bien fundamentadas reflexiones que ayudan al análisis crítico de nuestra política nacional , la que atraviesa uno de sus momentos más extravagantes que no son ajenos a la locura.
Mis felicitaciones
Excepcional. Felicitaciones al autor.
Los ilusionistas normativos, para ser coherentes, deberían proponer una solución instantánea al desorden, inseguridad y polución que produce el tránsito de cualquiera de nuestras ciudades: traducir del danés la ordenanza de Copenhague y convertirla en norma local.
“Si alguien conoce el secreto / supongo que me dirá / por qué donde falta el pan / siempre sobran loa decretos” (A. Zitarrosa)
Excelente artículo. Valioso aporte..