Roberto Gargarella ha puesto de relieve en diferentes libros, notas e intervenciones públicas la importancia de pensar los más relevantes asuntos públicos a partir del ideal regulativo del derecho como una conversación entre iguales.

En un contexto en donde las instituciones representativas padecen de un creciente desprestigio social, el ideal de la conversación entre iguales busca favorecer la discusión pública abierta y extendida, orientada a la toma de decisiones colectivas. Los fracasados enfoques y acciones de muchos especialistas sobre la pandemia, demuestran hasta qué punto el saber experto necesita articularse con las opiniones del resto de los ciudadanos, muchas veces más lúcidas y reflexivas. En ese sentido, Gargarella nos propone tener especialmente en cuenta este ideal regulativo en situaciones de crisis, sobre temas conflictivos y en sociedades “agrietadas”. La conversación entre iguales es una opción que debemos explorar ahora, nos propone el autor, como un camino para “reparar la barca en medio del mar agitado”. Quizás tenga razón.

En este escrito, deseo ofrecer dos propuestas vinculadas a los elementos centrales del planteo de Gargarella: La autonomía individual y el autogobierno colectivo. Sobre la primera, quiero reflexionar acerca de la necesidad reformular la noción de “autonomía individual” (I). Sobre el segundo, voy a bosquejar dos propuestas institucionales que hagan que las decisiones colectivas devengan posibles y eficaces (II).

I. Repensar la autonomía individual.

Gargarella apoya su propuesta del derecho como conversación entre iguales en una noción robusta de autonomía individual, que sirve de barrera a toda intromisión de terceros en la esfera privada de cada persona, al tiempo que posibilita a todos los miembros de la comunidad alzar sus voces y argumentar con libertad en la esfera pública. Para Gargarella, esa autonomía individual está llamada a servir de sustento al autogobierno colectivo. Esta noción de autonomía tiene la virtud de privilegiar la protección de la dimensión privada individual, pero tiene el defecto de dividir a las personas en partes no siempre bien conectadas entre sí, estableciendo una frontera demasiado tajante entre el sujeto privado y el ciudadano público.

Sin dudas que la autonomía individual debe servir para garantizar la libertad de participar del debate público sin que ninguna voz sea silenciada o dejada de lado, pero esta noción se enriquecería si aceptara que las personas que intervienen en la esfera pública lo hacen a partir de sus cambiantes sensibilidades, tradiciones, experiencias y creencias políticas o religiosas, no aislados de ellas. Entender la autonomía como una barrera que nos aísla más que nos conecta, puede propiciar la “privatización ética” denunciada por el sociólogo Hartmut Rosa, que nos transforma en seres dedicados a acrecentar nuestras posibilidades individuales en desmedro del fortalecimiento de las instituciones que hacen posible la vida en sociedad.

Además, si abrazamos una noción de autonomía individual demasiado autosuficiente, impermeable y defensiva, corremos el riesgo de terminar creyendo que nuestras ideas y posiciones son puras e incontaminadas, en vez de asumir reflexiva y críticamente nuestra historia, nuestras vulnerabilidades y defectos. Un diálogo genuino requiere tanto que nos aceptemos en nuestras diferencias iniciales, como que nos dejemos permear por argumentos e ideas ajenas, reconociendo las posibilidades de aprendizaje y cambio a las que nos conduce el encuentro entre personas y comunidades diferentes. Si vamos a tomarnos la conversación en serio, debemos vincular el ideal de la autonomía individual con la constitutiva y sana heteronomía que nos caracteriza como seres sociales. Si no podemos cambiar, no vale la pena dialogar.

II. Hacer posible el diálogo (institucional y democrático) entre iguales. 

Ahora bien, ¿cómo podemos traducir institucionalmente el ideal de la conversación entre iguales? Existen por lo menos dos caminos compatibles con el ideal regulativo del derecho como conversación que quiero proponer para su exploración. 

La primera propuesta implica articular institucionalmente la dimensión abierta y expandida de la conversación con la dimensión concreta y efectiva de la decisión institucional. Se ha vuelto habitual pensar como referéndums y plebiscitos al debate y a las deliberaciones públicas desvinculadas de procesos que involucren formas de decisión democrática más directas. Sin embargo, para que la conversación se trasforme en deliberación y los procesos participativos decanten en decisiones concretas, necesitamos pensar en instancias de apelación efectiva a la comunidad mediante procedimientos de democracia directa, en donde todos los ciudadanos sean convocados a expresar su voluntad. Dadas las condiciones reales de nuestra vida social contemporánea, todo proceso de discusión pública tendrá algunas voces muy audibles conviviendo con apenas susurros de grandes grupos sociales. Para poner a todos en pie de igualdad y evitar que muchos hablen pero pocos decidan, un camino posible es cerrar provisoriamente nuestra deliberación apelando a la máxima expresión política de la igualdad que hoy tenemos: una persona, un voto. 

Desde ya que la experiencia reciente en América Latina ha puesto en evidencia que mediante referéndums y plebiscitos se puede construir un camino hacia el autoritarismo, como ejemplifica el triste caso de Venezuela. Gargarella tiene buenas razones para desconfiar de procesos plebiscitarios impulsados desde lógicas antagonistas cerradas (a todo o nada) que favorecen la “extorsión democrática”. Pero justamente, para que los referéndums no se trasformen en herramientas al servicio del poder de turno con el único fin de autolegitimarse, necesitamos de la conversación socialmente inclusiva, institucionalizada y extendida en el tiempo. Al mismo tiempo, para evitar que el diálogo se dé solo entre los pocos que tienen voz, debemos trasformar la conversación en una decisión deliberada, que se efectivice mediante mecanismos institucionales de democracia directa.

Las asambleas ciudadanas, cabildos abiertos y otras muchas valiosas experiencias destacadas por Gargarella (de la Convención constitucional de Australia en 1998 a las discusiones sobre el aborto en Argentina en 2018 y 2020), pueden ser eficaces para construir una agenda de discusión pública o propiciar una participación ciudadana un poco más amplia en contextos particulares, pero no necesariamente para llevar adelante un proceso realmente inclusivo, extendido y democráticamente efectivo. Paradójicamente, tanto las innovadoras asambleas y convenciones del siglo XXI, como los tradicionales diseños constitucionales más restrictivos con respecto a la participación democrática del siglo XIX, se caracterizan por legitimar que decidan (en nombre de muchos) solo unos pocos miembros de la comunidad política potencialmente afectados por esas decisiones.

Una segunda propuesta se centra en fortalecer la función del poder judicial como guardián de procedimientos y decisiones, particularmente de aquellas que resulten de procesos de decisión deliberada, institucionalizadas en plebiscitos, referéndums o consultas populares. Quizás el mejor aporte que los actores institucionales del derecho pueden hacer a un ideal de conversación entre iguales es no participar de la conversación como protagonistas centrales, sino respetar y hacer respetar las decisiones democráticas y deliberadas que como comunidad tomamos. Jueces que dejen de lado el activismo interpretativo partisano y se centren en resguardar lo establecido en las normas y procedimientos ayudarán, sin dudas, a fortalecer una propuesta de democracia tan institucional y deliberativa como eficaz y posible. 

III. Conversación entre iguales y Constitución.

Ninguna de estas propuestas requiere cambiar inmediatamente nuestra Constitución, sino cumplirla, activando mucho de los valiosos (y olvidados) arreglos institucionales que ella hoy contiene, como la iniciativa popular, la consulta popular y la independencia judicial. En el marco de la constitución vigente se pueden regular legalmente procedimientos que hagan de la deliberación inclusiva de representantes y ciudadanos una manera efectiva de decidir sobre temas relevantes para nuestra sociedad, sin quedar atrapados en las dinámicas de conflictividad permanente que se promueven desde ámbitos políticos, sociales y comunicacionales.

Estas propuestas suponen y asumen como punto de partida la dimensión estructural que tanto el antagonismo político como las diferencias sociales tienen en las sociedades contemporáneas. Ya lo expresaron inmejorablemente autores como James Madison, Alexis de Tocqueville o Carl Schmitt: las antinomias y tensiones en el seno de las sociedades democráticas modernas existieron, existen y existirán. Ante esta realidad, nos queda imaginar caminos institucionales que, aceptando las naturales diferencias entre los miembros de una comunidad y el desprestigio creciente de las instancias representativas de la política, nos ayuden a hacer posible una pacífica y civilizada vida en común. 

Ese es el desafío y quizás la conversación entre iguales pueda ayudarnos a enfrentarlo.  

 

Guillermo Jensen

Universidad del Salvador

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