Recientemente el Gobierno Nacional resolvió restringir severamente el ingreso al territorio de la República Argentina, limitándolo a 600 personas por día. Eso representa menos de dos aviones completos. La excusa, una vez más, es la pandemia, que actúa como talismán. Su mera invocación otorga al Gobierno facultades omnímodas para hacer lo que le venga en gana. Desde confinar a la totalidad de la población, prohibir el ejercicio del derecho a trabajar y ejercer toda industria licita, imponer conductas en ámbitos privados, crear fronteras interiores infranqueables e incluso suspender indefinidamente el derecho de entrar al territorio nacional.

Esa tesis está resumida en las grotescas afirmaciones del senador José Mayans, cuando sostuvo que en pandemia no hay derechos, como si la vigencia de la Constitución se suspendiera por la emergencia. “Hay pandemia” no son palabras mágicas que hacen desaparecer la Constitución y con ella todos los derechos que reconoce a los habitantes de la Nación.

Falsamente se arguye que esa restricción sería una reglamentación de los derechos, algo expresamente previsto en el artículo 14 de la Constitución Nacional. Ese sofisma soslaya que reglamentar no es suspender y que el artículo 28 de la misma Constitución dispone expresamente que los derechos no pueden ser alterados por las leyes que reglamenten su ejercicio. Reglamentar un derecho significa establecer las condiciones de su ejercicio, no impedir su goce. Cuando se prohíbe el ejercicio de un derecho durante un tiempo, lo que existe es una suspensión y no una reglamentación del derecho.

Erróneamente se argumenta que no existe suspensión de los derechos, sino simplemente diferimiento en el tiempo. Se cree, equivocadamente, que la suspensión debe suprimir en forma definitiva el goce de un derecho. Suspender significa “detener o diferir por algún tiempo una acción u obra”, en este caso el ejercicio del derecho. La reglamentación de un derecho reconocido expresamente por la Constitución Nacional no autoriza su suspensión, ni siquiera en casos de emergencia. El único caso que autoriza la suspensión del ejercicio de derechos es la declaración del estado de sitio. Eso surge claramente del texto constitucional. En efecto, ¿qué sentido tendría haber previsto que durante el estado de sitio quedan en suspenso las garantías constitucionales, si el Congreso y el Poder Ejecutivo pudieran suspenderlas incluso fuera del estado de sitio? La regla de interpretación es la expressio unius, exclusio alterius, según la cual la inclusión de un extremo concreto en una norma implica que los no incluidos están excluidos.

No hay dudas de que los derechos no son absolutos y de que tienen sus límites, pero el poder de policía, es decir la facultad de reglamentarlos, lejos está de ser ilimitado. A esto último se replica que lo esencial es analizar la razonabilidad de la medida restrictiva en relación con el objetivo buscado y, en los casos de emergencia, con la gravedad de la crisis que se afronta. Ese análisis parcial pierde de vista que el ejercicio del poder de policía debe superar la primera barrera, que es el control de legalidad de su ejercicio. Ese control de legalidad exige verificar si la Constitución otorga facultades para imponer una medida restrictiva al órgano que la emite. 

La única norma constitucional que autoriza la suspensión de derechos es el artículo 23, previa declaración del estado de sitio. Si la restricción no supera el control de legalidad, es irrelevante que sea o no razonable. La eventual razonabilidad no purga el vicio de inconstitucionalidad por ausencia de atribuciones. Muchas medidas pueden ser razonables, pero eso no las convierte en constitucionalmente admisibles. Por ende, sin declaración de estado de sitio ninguna emergencia autoriza a suspender el ejercicio de un derecho, por muy razonable que sea esa medida.

La prohibición de ingreso al país adolece de otro grave defecto, que la hace inconstitucional: fue adoptada por decisión administrativa, es decir, por una norma emitida por el jefe de gabinete de ministros. Ese funcionario subalterno carece de facultades para reglamentar derechos. Entre las escasas atribuciones que le otorga el art. 100 de la Constitución no está la de restringir derechos constitucionales, mucho menos suspenderlos. Esa facultad tampoco puede ser ejercida por delegación, por dos motivos: (i) el Presidente de la Nación no es el órgano facultado para reglamentar derechos y, por lo tanto, no puede delegar una facultad que no tiene; y (ii) ni siquiera el Congreso puede autorizar la suspensión de derechos sin declaración de estado de sitio, algo que no ha sucedido.

Los decretos de necesidad y urgencia solamente habilitan al Poder Ejecutivo a ejercer facultades legislativas cuando sea imposible seguir el procedimiento ordinario de formación y sanción de las leyes. El Congreso se encuentra en pleno funcionamiento y no ha aprobado el proyecto de ley de delegación de amplias facultades con motivo de la pandemia. La excusa de la pandemia no es justificativo constitucional para gobernar por decreto. Por otra parte, las únicas facultades que el Presidente de la Nación puede ejercer a través de ese tipo de decretos son aquellas atribuciones legislativas que corresponden al Congreso (con las limitaciones de materias indicadas en el artículo 99, inciso 3). Si el Congreso no puede suspender derechos sin declaración de estado de sitio, tampoco puede hacerlo el Presidente ejerciendo facultades legislativas.

La grosera afirmación de la secretaria legal y técnica de la Presidencia de la Nación, Dra. Vilma Ibarra, en el sentido de que “el Congreso no está previsto para responder en épocas de pandemia”, no puede ser más repugnante a la Constitución. Se olvida que la Constitución no suspende su vigencia en ningún caso (art. 36) y que los decretos de necesidad y urgencia no son una garrocha para saltarse al Congreso cuando este no hace lo que pretende el Poder Ejecutivo.

Incluso si se admitiera por vía de hipótesis que la prohibición de ingreso al territorio nacional es una reglamentación (algo que, como indiqué anteriormente, es falso), debería superar el examen de proporcionalidad. Eso exige que la restricción no anule el ejercicio del derecho. Es evidente que si la reglamentación pospone la posibilidad de ingreso al país sin fecha cierta, lejos está de superar ese examen de proporcionalidad. Máxime cuando existen otras formas de alcanzar igual objetivo de manera menos restrictiva.

Se ha tratado de justificar la suspensión del ingreso al territorio nacional por la firma de una declaración jurada por parte de quienes salieron del país, en la cual habrían asumido el riesgo del cierre de fronteras. Así lo sostuvo la directora nacional de migraciones en declaraciones periodísticas: “Hemos advertido que cuando uno firma la declaración jurada, uno asume las responsabilidades. Las personas que decidieron salir lo hicieron aceptando las consecuencias de lo que implica salir en pandemia”.

Esa explicación no puede ser más absurda. Los habitantes que salieron del país no renunciaron voluntariamente a su derecho a entrar al territorio argentino, sino que esa supuesta renuncia se les impuso como condición para poder ejercer un derecho constitucional expreso. Se inventa una renuncia al goce futuro de derechos constitucionales por declaración jurada de adhesión obligatoria.

Es difícil imaginar una interpretación constitucional más ridícula. La Corte Suprema ha desestimado, con razón, la aplicación de la teoría de los actos propios cuando el interesado cuestionó la validez de una norma a la que se vio obligado a someterse como única vía posible para acceder al ejercicio de un derecho (Fallos 311:1132 y 331:1715). Además, “la renuncia a las garantías constitucionales solo es admisible cuando se amparan derechos de contenido patrimonial y no cuando aquellos se relacionan directamente con el estatuto personal de la libertad” (Fallos 279:283).

El Código Civil y Comercial dispone que las cláusulas de un contrato de adhesión en las que la parte adherente renuncia a sus derechos se tienen por no escritas. Mucho menos oponible es una renuncia forzada en una declaración jurada predispuesta y cuya aceptación es obligatoria para poder salir del país.

Con ese mismo criterio, un órgano administrativo subalterno como la Dirección Nacional de Migraciones estaría habilitado para exigir la renuncia a cuestionar la constitucionalidad de un impuesto para permitir la salida del país de un habitante. Nada más disparatado. En derecho constitucional la fórmula “el que avisa no traiciona” carece de efectos. La declaración jurada es tan inoponible como aquellos antiguos carteles que advertían que estando la escalera a disposición, el propietario no se hacía responsable por los daños que pudiera causar el uso del ascensor.

La pandemia no otorga al Gobierno facultades ilimitadas para suspender derechos a su antojo. El principio constitucional es exactamente el inverso: la presunción es la libertad y, ante la duda, debe decidirse en contra de la restricción. Esa es la consecuencia de que las atribuciones del Gobierno federal (en sentido amplio) sean enumeradas. John Marshall lo explicó claramente en Marbury v. Madison: “los poderes del legislativo son determinados y limitados [yo agrego: y los del ejecutivo aún más] y para que esos límites no sean malinterpretados u olvidados es que la Constitución es escrita”.

La Argentina tiene una lamentable historia de suspensión de derechos con la excusa de la emergencia. Esa doctrina se ha convertido en un incentivo para el mal gobierno. Cuanto peor es el gobierno, mayor la emergencia. A mayor emergencia, más poder para el gobierno, cuando la consecuencia debería ser exactamente la inversa: a mayor emergencia, mayor control del ejercicio del poder gubernamental.

Es bueno recordar que la Constitución es la ley que gobierna a los que nos gobiernan (Barnett) y lejos está de otorgar un cheque en blanco para que el gobernante de turno haga lo que le plazca, ni siquiera en la mayor de las emergencias. La única fórmula para superar las emergencias es la plena vigencia de la Constitución Nacional y de los límites que ella impone. Suspenderla con el pretexto de la pandemia es, como dijo el convencional Salustiano Zavalía en 1853, esperar a que sane el enfermo, para aplicarle los remedios.

Ricardo Ramírez Calvo

Universidad de San Andrés

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