El actual conflicto político, social y jurídico planteado en torno de la presencialidad en los colegios de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires no tiene nada de novedoso ni de irracional en el actual contexto pandémico. No es novedoso porque esta pandemia de alcance global ha tensionado la relación entre gobiernos locales y centrales a lo largo y ancho del planeta. Los conflictos sobre las medidas de restricción, el plan de vacunación y la gestión cotidiana de la pandemia han sido habituales particularmente en países con organizaciones federales o similares (Estados Unidos, Brasil, España, Canadá, Alemania, Australia), alcanzando en algunas situaciones niveles de conflictividad alarmantes como en el caso de Brasil y Estados Unidos durante la presidencia de Donald Trump. Muchas de esas tensiones se generaron o incrementaron a partir de la veterotestamentaria tendencia por parte de los Ejecutivos a concentrar el poder en tiempos de crisis, un fenómeno tan criticado como recurrente en la historia.
Algunos de los planteos que generaron tensiones entre gobiernos locales y nacionales son muy racionales, de brocha fina: caídas las propuestas extremas de “confinamiento absoluto” extendido en el tiempo o de “inmunidad de rebaño” que invitaba alegremente a que el virus circule y contagie, la mayor parte de los países adaptaron políticas públicas que intentaron protocolizar la vida social y laboral, en un coctel que articuló (no sin tensiones) distintos grados de restricciones, libertades y recomendaciones. Hasta no hace mucho tiempo, Argentina podía considerarse como un caso relativamente exitoso en cuanto al manejo del conflicto, no porque no hayan existido diferencias respecto de cómo gestionar la pandemia, sino porque estas se pudieron canalizar mediante mínimos acuerdos políticos, algunos silencios jurídicos y cierto consenso social.
Pero todo éxito esconde problemas. Roto el consenso, quedaron a la vista una serie de cuestiones de difícil resolución en el plano del derecho, toda vez que el conflicto político tiende a absorber toda la discusión. También porque no hay soluciones jurídicas a problemas políticos y sociales de gran alcance, como es el caso de la actual pandemia, demasiado extendida temporal y geográficamente. La aceptación silenciosa de una homogeneidad normativa solo sostenida por el dictado de Decretos de Necesidad y Urgencia durante demasiado tiempo encubrió las 25 diferentes maneras que adoptaron el gobierno nacional y los gobiernos provinciales para gestionar la pandemia.
Ante esta situación cabe preguntarse qué puede hacer el derecho, particularmente la Constitución para ayudar a reencauzar el conflicto político sobre la gestión de la pandemia. La Constitución no es un catálogo de soluciones coyunturales, ni puede resolver como por arte de magia nuestras diferencias políticas y sociales, pero contiene instituciones y procedimientos que pueden orientar adecuadamente hacia la resolución de esos conflictos.
Un primer aporte constitucional se puede extraer a partir del artículo 99 inciso 3 de la Constitución Nacional acerca de las atribuciones del Poder Ejecutivo: “Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes, y no se trate de normas que regulen materia penal, tributaria, electoral o el régimen de los partidos políticos, podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia”. Luego del extraño fallo de la Corte Suprema en “Fernández de Kirchner” del 24 de abril del 2020 (https://endisidencia.com/2020/05/una-sentencia-para-complacer-a-todos-el-caso-fernandez-de-kirchner/) y a partir del acuerdo entre las diferentes fuerzas políticas para reglamentar las sesiones virtuales en el Congreso de la Nación, no existe ninguna imposibilidad para seguir los trámites ordinarios de una ley y por lo tanto no corresponde que el Poder Ejecutivo tome decisiones de alcance legislativo mediante decretos de necesidad y urgencia.
Muchísimo menos corresponde que esos decretos se hayan repetido cada 14 días, hasta la actualidad, restringiendo derechos constitucionalmente establecidos. Simplemente al Poder Ejecutivo nacional no le corresponde legislar, acertadamente o no, sobre lo que no está autorizado por la Constitución a realizar en el marco de sus atribuciones. El largo silencio de gran parte de la oposición política y del mundo del derecho sobre esta flagrante violación a una noma constitucional no reemplaza la autoridad de la Constitución.
Un segundo aporte que nos hace la Constitución es delimitar las atribuciones y competencias entre la Nación y las provincias. Los conflictos políticos solo se pueden encauzar institucionalmente si existen delimitaciones claras de las competencias. Mucho del actual conflicto entre el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y el gobierno nacional gira en torno a la indeterminación respecto de quién tiene la última palabra institucional sobre aspectos cruciales de las regulaciones jurídicas que impone la pandemia. Si el estatus constitucional de la Ciudad de Buenos Aires consagrado en el artículo 129 de la Constitución Nacional es menos preciso de lo deseable, lo cierto es que una institución constitucional, la Corte Suprema de Justicia de la Nación, tiene entre sus facultades la de intervenir en estos casos, especificando si hiciera falta quién, sobre qué y cómo puede decidirse sobre la presencialidad en las escuelas de la Ciudad. No hay consenso, negociación ni mucho menos coordinación de políticas públicas posible si no está claro quien tiene el monopolio de la decisión en determinados temas.
Encausar constitucionalmente el conflicto político es un modesto pero necesario aporte al que todo ciudadano puede aspirar. Ninguna Constitución resolverá todos nuestros desacuerdos políticos profundos, pero nos dará un horizonte institucional para tramitarlos. Poco ayudan quienes depositan en las normas exageradas expectativas para la resolución de conflictos políticos y los que obedecen la autoridad de esas normas aleatoriamente según su conveniencia. Con la mera apelación a la Constitución no basta, sin la aplicación de la misma no se puede.
Estaremos mejor encaminados a solucionar los conflictos en torno de la gestión de la pandemia si es el Congreso y no el Poder Ejecutivo el lugar donde se discutan amplia y participativamente las muy delicadas regulaciones sobre los derechos afectados por la gestión cotidiana de la pandemia. También si se respeta y clarifica la distribución de competencias entre gobierno central y gobierno local, y si las diferencias entre ellos son resueltas con claridad y celeridad por una Corte Suprema que tenga en vista un estricto escrutinio constitucional de los actos de gobierno, sean estos del signo político que sean.
Solo así ayudaremos a que sean más probables los imprescindibles consensos sociales y políticos sobre los complejos desafíos que nos impone la actual pandemia. Parece una meta modesta y sin garantías de éxito, pero dada la magnitud del desafío que afronta la humanidad y nuestro país, obedecer la Constitución sigue siendo nuestra mejor opción.
Guillermo Jensen
Universidad del Salvador
Excelente..Un texto que esclarece. Nos ordena las ideas desde lo normativo y desde la lectura de una realidad compleja que inevitablemente produce y producirá conflictos institucionales. Como la política no los resuelve terminan judicializados. Excelente. Gracias. nos ayuda