Setenta y cuatro fojas hay en este fallo, setenta y cuatro fojas y ninguna flor. O una sola: el voto de Carlos Rosenkrantz, que se empeña contra las modas actuales en aplicar el derecho.

La acción declarativa de certeza interpuesta ante la Corte Suprema por Cristina Fernández de Kirchner contra el Estado Nacional para que “despeje el estado de incertidumbre respecto a la validez legal de sesionar mediante medios virtuales o remotos, en aplicación del artículo 30 del Reglamento de la Cámara de Senadores en cuanto establece que ‘Los senadores constituyen Cámara en la sala de sus sesiones y para los objetos de su mandato, salvo en casos de gravedad institucional’”, no debía merecer más de unos pocos renglones como sentencia del tribunal. Bastaba destacar que no había caso y que, a todo evento, no se trataba de un asunto propio de la competencia originaria de la Corte Suprema, de acuerdo a los artículos 116 y 117 de la Constitución Nacional y a la jurisprudencia uniforme derivada del fallo “Sojo” de 1887.

Tal es el fundamento de Rosenkrantz, quien agrega que “más allá de la mención nominal del Estado Nacional en el escrito que da inicio a las presentes actuaciones no se identifica ninguna contraparte concreta respecto de la cual exista una controversia actual que deba ser saldada para resolver una colisión de intereses o derechos” ni “cuál sería la actuación del Estado Nacional -ni de ninguna otra contraparte- que obstaculizaría que el Senado de la Nación sesionara del modo pretendido o que la señora vicepresidenta de la Nación ejerciera las funciones que en su carácter de presidente del Senado le corresponden en virtud del reglamento de dicha cámara. Tampoco se identifica cuál sería la relación jurídica sustancial que une a la presentante con el Estado Nacional y que requeriría de un pronunciamiento judicial para dotarla de certeza”.

En cuanto a la necesidad de la existencia de caso, que no puede suplirse por la invocación de una supuesta gravedad institucional, es un requisito tan arraigado en la jurisprudencia de la Corte que, como lo señala Rosenkrantz, ya se encuentra en uno de sus primeros fallos, del mismo año de su constitución: “Así, al resolver en 1863 la causa número III, esta Corte declaró que no tenía poder para emitir declaraciones generales (Fallos: 1:27)”.

Sin embargo, los demás jueces se sintieron obligados a decir algo más, acaso para no desairar a la demandante, obligación que seguramente no habrían sentido si el presentante hubiera sido un ciudadano común. Y esa innecesaria locuacidad los llevó a extraviarse en silogismos inexplicables y a cometer errores materiales que no deberían existir en un fallo de nuestro más alto tribunal.

Así, el voto de Lorenzetti, Maqueda y Highton, después de sostener, como era obvio, que no hay caso, señala que “las decisiones de la Corte Suprema custodian la Constitución siempre insertas en una realidad histórica”, lo que anticipa al lector avezado que el tribunal dejará por un momento los textos legales y pulsará la lira. Para que la melodía suene más armoniosa, llama en su auxilio a la famosa frase de Oliver Wendell Holmes en The path of law: “La vida del derecho no ha sido lógica: ha sido experiencia”, que, en este contexto, puede usarse para un barrido como para un fregado. Luego se embarca en la cita de conocidos precedentes de la Corte sobre estado de sitio, como Alem y Sofía, cuya pertinencia en el presente (no) caso es difícil de dilucidar. Y agrega este considerando todavía más extraño:

“Ante la apuntada necesidad de ofrecer respuestas que permitan salidas institucionales en contextos críticos cabe recordar la que esta Corte formuló en 1962 frente a la petición de un ciudadano que impugnaba el juramento recibido por el presidente del Tribunal a José María Guido, presidente Provisional del Senado, como presidente de la Nación ante el estado de acefalía causado por la renuncia del presidente Arturo Frondizi y del vicepresidente Alejandro Gómez. La Corte desestimó entonces esos planteos afirmando su misión de «asegurar la subsistencia y continuidad del orden constitucional, única valla cierta contra la anarquía o el despotismo» («Pitto, Luis María s/ petición», Fallos: 252:177).”

Lo primero que asombra del texto transcripto es que tres jueces de la Corte Suprema crean que la llegada a la presidencia de José María Guido, entonces presidente provisional del Senado (el vicepresidente de la Nación, Alejandro Gómez, había renunciado en 1958, meses después de asumir el cargo), se produjo por la renuncia del presidente Arturo Frondizi. En verdad, Frondizi no renunció, sino que fue sacado contra su voluntad de la Quinta de Olivos por las Fuerzas Armadas, que lo llevaron detenido a la isla Martín García. Poco tiempo antes había dicho: “No renunciaré, no me suicidaré, no me iré del país”. 

El de Guido fue un gobierno de facto tanto por su origen irregular como porque mantuvo el Congreso cerrado durante su gestión. No digo esto para cargar las tintas sobre el político rionegrino, a quien Robert Potash, en su obra sobre el ejército y la política en la Argentina, valora por la prudencia con que se manejó en esos difíciles momentos. Más aún, su asunción fue pergeñada entre el propio Frondizi y su ministro de Defensa, Rodolfo Martínez, para evitar que asumiera el general Poggi y mantener una fachada constitucional. De ahí que Guido prestara juramento ante la Corte, en donde adquirió un especial protagonismo Julio Oyhanarte, como lo narra con bastante detalle Arturo Pellet Lastra en Historia política de la Corte (1930-1990).

Pero no hubo renuncia del presidente. Lo que no se entiende es a qué viene esa cita de un fallo vinculado a ese episodio, salvo que se equipare implícitamente una emergencia sanitaria con un golpe de Estado y que se quiera sugerir que en ambos casos la Corte debe refrendar el nuevo statu quo sin hacer demasiadas preguntas: la vida del derecho ha sido experiencia.

De esa cita se pasa a otra infaltable, la de Marbury v. Madison, que se podía entender como un célebre apoyo al fundamento de que no se pueden ampliar los casos de competencia originaria de la Corte. Sin embargo, este trío de jueces la usa más bien para justificar su verborragia ante una causa abstracta y la excepcionalidad de su intervención. Y acá se vuelve a equivocar:

“Tan excepcional es la creación del control de constitucionalidad como la circunstancia de que el juez Marshall consideró conveniente hacerlo en una causa en la que no solamente se declaró incompetente, sino que ya se había vuelto abstracta, dado que al momento de dictarse la sentencia el mandato de William Marbury como juez de paz del distrito de Columbia ya había terminado”.

No, la causa no era abstracta. El Congreso norteamericano había sancionado el 27 de febrero de 1801 la District of Columbia Organic Act, que creaba cargos de jueces de paz por cinco años para los condados de Washington y Alexandria. El 2 de marzo el presidente Adams los designó; obtuvieron inmediatamente el acuerdo del Senado; el 3 -el día anterior a la asunción del nuevo presidente, Thomas Jefferson- casi todos recibieron sus “comisiones” (nombramientos) firmadas por el Adams y selladas por su secretario de Estado (y al mismo tiempo, desde hacía unas semanas, presidente de la Corte Suprema), John Marshall. William Marbury y otras tres personas no los recibieron y el nuevo secretario de Estado, James Madison, se negó más tarde a entregarlas, lo que derivó en el celebérrimo juicio. La demanda se interpuso en diciembre de 1801 y la sentencia se dictó el 4 de marzo de 1803.

Es evidente, entonces, que al tiempo del dictado de la sentencia Marbury y los demás actores mantenían un interés concreto y actual porque el período de sus designaciones recién iba a vencer tres años más adelante. La afirmación de que la causa era abstracta es falsa.

Es verdad que ambos errores -la supuesta renuncia de Frondizi y la supuesta causa abstracta de Marbury v. Madison– pueden ser anecdóticos, pero deslucen el voto en el que fueron insertados y exponen los riesgos de hablar de más. 

El voto después recuerda, sin que tampoco se comprenda su pertinencia, algunos fallos señeros de nuestra Corte sobre control de constitucionalidad, como Sojo, y menciona, entre otros, a Sejean, aparentemente para preparar al lector para alguna interpretación dinámica.

Más adelante enfatiza la importancia de la labor legislativa, que nadie había puesto en duda, y trae a colación diversos fallos relativos a la doctrina de las cuestiones políticas no justiciables en materia de formación y sanción de las leyes, que desde la década del noventa del siglo pasado el alto tribunal fue abandonando. 

Finalmente, nos recuerda, lo que tampoco nadie había controvertido, que el artículo 66 de la Constitución faculta a cada una de las Cámaras del Congreso a dictar su propio reglamento, atribución para la que tienen una amplia autonomía. Y concluye:

“Por todo lo expuesto, la cuestión sobre el carácter presencial o remoto de las sesiones del Senado aparece, así, como un asunto que la Constitución defirió de forma privativa y exclusiva a su prudencia política. Bajo estas consideraciones, corresponde al mandato constitucional del H. Senado de la Nación el arbitrar los mecanismos necesarios para facilitar la realización de su más alta razón de ser: la representación del pueblo de la Nación en la deliberación de sus asuntos que lo atraviesan como tal”.

Es una afirmación correcta, pero innecesaria porque no resuelve nada. Y además es excesiva: al señalar que se trata de un asunto que la Constitución defirió en forma “privativa y exclusiva” al Senado, parece obturar ex ante cualquier control posterior de constitucionalidad de la manera en que el Senado sesione. Es probable que los jueces no hayan querido decir eso, pero, otra vez, cayeron en la trampa de su locuacidad.

El voto de Rosatti no difiere mayormente del anterior. También sostiene, con una abundancia argumental innecesaria en una cuestión tan simple, que no hay caso, pero entiende que “la inédita situación planteada como consecuencia de la proyección de la pandemia hacia la vida institucional del país amerita que este Tribunal formule algunas consideraciones adicionales, invocando el principio de colaboración ínter-poderes”. Y su colaboración consiste en señalar que quienes redactaron el reglamento de la Cámara de Senadores no pudieron prever la existencia de sesiones no presenciales, aserto que nunca nadie ha negado; y que le incumbe al Senado decidir cómo ha de sesionar y si, en caso de sesionar en forma remota o virtual, debe previamente modificar su reglamento.

Una colaboración bastante módica, que no hace otra cosa que reformular la pregunta que motivó la acción deducida. Pero, eso sí, se apresura a garantizar que su colaboración, consistente en no decir nada, no quiere ofender a nadie:

“Que, para finalizar, corresponde aclarar que nada de lo dicho deberá interpretarse en desmedro de nadie, ni de la autoridad presentante, ni del oficialismo ni de la oposición parlamentaria, ni de los analistas del derecho y/o la política, sino entenderse como una contribución institucional al inédito cuadro de situación que se atraviesa”.

Podría haber citado la última estrofa de La vuelta de Martín Fierro:

“Mas naides se crea ofendido

pues a ninguno incomodo,  

y si canto de este modo 

por encontrarlo oportuno

NO ES PARA MAL DE NINGUNO

SINO PARA BIEN DE TODOS”.

Tanto empeño en no ofender ofende al sentido común y, sobre todo, al principio de igualdad ante la ley. Porque está dirigido a quienes tienen algún poder. El litigante ordinario, aunque tenga muchos más fundamentos que el de esta inconcebible acción declarativa, será despachado generalmente con la mera cita del artículo 280 del Código Procesal.  

Esto es lo que irrita de un fallo que juega mucho a la política, sin la menor sutileza. No hay competencia, no hay caso, pero algo se debe decir para no ofender a la demandante. 

Una vez más, es Carlos Rosenkrantz quien ejerce cabalmente la función para la que fue designado, que no es hacer equilibrio ante cada situación política, sino nada más y nada menos que aplicar el derecho.

Los jueces no están para dar consejos. Ya que hemos citado la obra de Hernández, los que da en este fallo la mayoría se parecen más a los del Viejo Vizcacha que a los del protagonista del poema.

Osvaldo Pérez Sammartino 

Universidad de San Andrés

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