La Constitución y las leyes, las reglas o normas jurídicas en general, se valen de palabras. Las palabras sirven a un propósito comunicativo, cual es el de transmitir un cierto contenido. Quien sanciona esas normas (constituyente o legislador) tiene presente cierto contexto y busca transmitir un determinado contenido y no cualquier otro, contenido que está dirigido a ciertas personas (habitantes de un país o de una región, integrantes de un grupo o de grupos de personas, etc.). A veces, es posible que ese contenido, ante ciertos supuestos, pueda no ser tan claro.

            Visto a grandes rasgos, hay quienes defienden que ese contenido siempre es incierto. Otros postulan que, en ocasiones, ese significado puede ser incierto. Y, finalmente, hay quienes sostienen que la ley siempre es clara. Me ocuparé de los del primer grupo.

            Genaro Carrió—quien defendió que el lenguaje normativo impone ciertos límites, más allá de ambigüedades, vaguedades y textura abierta del lenguaje inevitables—sostenía que hoy casi no se pueden litigar temas constitucionales sin estar al tanto de la jurisprudencia de la Corte. No obstante, quienes se enrolan en el último grupo bajo consideración, además de sostener que el contenido de la Constitución o la ley siempre es incierto, generalmente niegan fuerza vinculante o incluso relevancia alguna a los precedentes de los tribunales superiores o de la Corte Suprema.

            Frente a un problema constitucional actúan como si esos casos anteriores no existieran, postulado muy conveniente para quienes lisa y llanamente los ignoran. Y si se los considera en algo y esos precedentes son contrarios a sus predilecciones, simplemente se los refiere con alguna etiqueta descalificante. En realidad, la Constitución, la ley y la jurisprudencia no ponen límites a sus preferencias, pues sostienen que las primeras son inciertas y la segunda, no cuenta o está equivocada (aunque si es favorable van a emplearla).

            Para esta visión, al fin del día, la Constitución y la ley vienen a ser el trampolín para lanzarse a sus elucubraciones personales y plasmarlas, atribuyéndoselas a la Constitución o a la ley. Ellos, quienes se suponen y definen como los racionales, son quienes iluminarán al resto acerca del significado correcto, justo o adecuado de la Constitución y la ley. Todos los demás son etiquetados persuasivamente como “los irracionales”, quienes vendrían a ser algo así como los bárbaros para los griegos.

            En suma, para los simpatizantes de este punto de vista, (i) dado que la Constitución o la ley siempre tiene un significado incierto y (ii) lo que ha resuelto la Corte en casos anteriores semejantes carece de relevancia o peso; entonces, la Constitución o la ley siempre es lo que ellos dicen que es.

            En nuestra historia, ha habido juristas argentinos muy influyentes que participaron de este modo subjetivo y caprichoso y, en este sentido, arbitrario, de ver a la Constitución. Obviamente esos juristas dejaron escuela, aun cuando a algunos exponentes modernos no les guste ser vinculados a esa corriente del pensamiento.

            Considerar que la Constitución es un instrumento que objetivamente no pone freno alguno al Poder, excepto aquellos frenos que hay que reconocer frente al Poder que actúa en contra de sus preferencias personales (por ejemplo, el poder económico o el de lo que llaman “medios concentrados”), ha sido y es un modo de ver a la Constitución que permea nuestra historia y nuestro presente. Ha sido, en definitiva, la llama que facilitó e iluminó los golpes de estado. Pues todos los golpes de estado se han hecho en aras de la “Justicia” e incluso en defensa de la Constitución. Se llegaron a elaborar y publicar teorías para justificar esas asonadas…

            Ahora, este modo de ver a la Constitución vuelve a mostrar su rostro con motivo de la acción declarativa de la Presidente del Senado contra el Estado Nacional, ante la jurisdicción originaria de la Corte.

            Como dice el texto de la Constitución Nacional (art. 117) para que proceda la competencia originaria debe verificarse que una Provincia sea una de las partes del pleito. Como la Constitución no define en qué casos una Provincia es “parte” en el sentido mencionado en el art. 117, decenas, quizás centenas, de precedentes desde 1865 a la fecha han ido despejando incertidumbres, precisando su significado ante casos concretos.

            Asimismo, la Corte siempre ha considerado que cuando una Provincia no es parte, ella no tiene competencia para entender en el asunto. Esto es el ABC de la competencia originaria que debe ser recordado porque a veces, como dijera Oliver W. Holmes en 1913, tenemos que educarnos en lo obvio. No obstante, haciendo gala de la concepción que vengo disputando, en la demanda ni siquiera se controvierten los principios que emanan de esas decisiones.

            Para algunos, la Corte tiene que intervenir evacuando esta falsa demanda, la que además de carecer de una Provincia demandada, en verdad, es una consulta o pedido de consejo que carece de contradictor real. Como se sabe, en el ABC constitucional también está la imposibilidad de la Corte Suprema de evacuar consultas de los otros poderes. Reiterada jurisprudencia de la Corte—tan antigua como la aludida anteriormente—también ha negado esa posibilidad.

            La Corte no tiene competencia para evacuar consultas; no está para dar consejos a los otros poderes. Este tipo de pedidos no eran infrecuentes hasta el siglo XVIII. Sin embargo, esa práctica cambió hace más de dos siglos, cuando la división de poderes se adoptó más decididamente. Esperemos que el Alto Tribunal no retroceda y ceda ante este dilate jurídico facilitado por ese particular modo de ver a la Constitución y la ley—generalmente travestido bajo ropaje “interpretativo”—al que he hecho referencia más arriba.

            Es obvio que la Corte no puede actuar sin competencia. La noción misma de competencia presupone la de límites y ese límite (v.gr., que una Provincia sea parte) no puede ser transgredido por la Corte pues, hacerlo, sería violar la Constitución, según su letra y según como ha sido interpretada por aquélla en los últimos ciento cincuenta y cinco años.

            Contrariamente, defender la idea de que la Corte intervenga en tales casos es un sinsentido jurídico, porque es pedirle que viole el límite que la Constitución impone a su competencia. Es pedirle que considere que tiene una competencia no limitada (v. Genaro Carrió, “Sobre los Límites del Lenguaje Normativo”, en Notas sobre Derecho y Lenguaje, p. 254). La ridiculez del pedido me recuerda el escenario imaginado por el propio Carrió (op. cit., pp. 241-244) para ilustrar la idea de competencia ilimitada, en el que un grupo de militares golpistas le preguntan al Doctor K (un abogado latinoamericano que “goza de un merecido prestigio”, ya que “se lo considera un profesional serio e idóneo”), si tienen competencia para realizar un golpe de estado. Es obvio que la Constitución no autoriza hacer tal cosa, puesto que hacerlo—allí, como ahora aquí—importa violentar los límites que ella misma impone. Semejante propuesta es un sinsentido.

Alberto Garay

Universidad de San Andrés

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