Hubo un tiempo en donde la discusión sobre cuál era el contenido más adecuado de las leyes acaparaba los debates y guiaba las intervenciones de las más notables inteligencias políticas y académicas. Esos grandes disensos se apoyaban en un extendido acuerdo: se discutía el contenido de la ley, porque estaba fuera de discusión su forma y autoridad. La frontera entre la política y el derecho era distinguible, aún cuando no siempre fuera del todo nítida. En otras palabras, hubo un tiempo en que, nos gustase o no su contenido, la ley era la ley. Ese imaginario colectivo, que guió implícitamente la discusión política y  la práctica jurídica durante gran parte de los siglos XIX y XX, hoy, parece haber desaparecido.

En su lugar, ha emergido una sensibilidad jurídica muy diferente, que invocando la interpretación legal se aparta de lo establecido en la ley; que en nombre de principios y valores supremos desconoce las fuentes legales y las formas jurídicas; que dice aplicar el derecho cuando en realidad hace política: esa manera de entender el derecho es el interpretativismo. Contra él se alza Andrés Rosler en su último libro, La Ley es la Ley. Autoridad e Interpretación en la Filosofía del Derecho (Katz, 2019). Para lograr su cometido, el autor defenderá una vuelta a un positivismo puro y duro, hoy bastante démodé, al que prestará un sorpresivo apoyo el iusnaturalismo más moderno.

La última obra de Rosler condensa muchos de las características más notables del autor: Planteo claro, prosa condensada y corrosiva, sumado a fuertes dosis de ironía, humor y erudición. El libro también ofrece una descripción clara y rigurosa de las teorías analizadas, es rico en argumentos y provocador en sus conclusiones.

La Ley es la Ley es en muchos aspectos un libro clásico de filosofía del derecho, donde tres de sus cuatro capítulos se detienen a analizar a viejos conocidos: el iusnaturalismo (cap. I) y el positivismo (cap. II y III). Cabe advertir, sin embargo, que los autores elegidos por Rosler para describir y discutir cada corriente responden casi exclusivamente al canon oxoniense: el iusnaturalismo es el de Finnis, el positivismo abreva en Hart, Raz y Marmor, y el interpretativismo es analizado a partir de las teorizaciones de Ronald Dworkin.

Al mismo tiempo, es un libro que plantea la relevancia política que tiene hoy la manera en que entendemos al derecho, sus consecuencias y peligros para los tiempos que vivimos. Ya en la primera página el autor nos adelanta el núcleo central del problema: “ … nos hemos acostumbrado a creer que el razonamiento jurídico no es ni más ni menos que el razonamiento moral (o político) por otros medios” (p.13). A partir de esta inquietud, Rosler avanza haciendo gala de solidez académica sin florituras academicistas,  poniendo sus vastos conocimientos de filosofía del derecho y teoría política a disposición del lector para dar batalla contra esta extendida manera de entender el derecho. Como es habitual en el autor, también el cine, la literatura, la teología, la historia y el arte vienen en auxilio de la inteligibilidad argumental cuando lo considera necesario.

UN AMIGO IUSNATURALISTA

El primer capítulo se detiene a analizar al iusnaturalismo, “…un muy serio candidato a ser considerado como la primera escuela de filosofía del derecho” (p.23). Rosler se aleja de la versión habitual del iusnaturalismo (versión elaborada en gran medida por sus enemigos), para detenerse en la teoría de John Finnis, el más heterodoxo y analítico de los iusnaturalistas clásicos. Rosler rescata de Finnis, en primer lugar, la manera en que encara la construcción de su teoría, en donde los argumentos basados en la razón práctica y, no en la naturaleza humana como punto de partida, tienen un peso decisivo. Recordemos que Finnis elaboró sus reflexiones iusfilosóficas en un ambiente intelectualmente no muy receptivo y hasta hostil al iusnaturalismo. Quizá por ello Finnis se esforzó particularmente en bosquejar una teoría del derecho cuyos argumentos pudieran vencer la resistencia de sus enemigos.

Rosler destaca que Finnis es un iusnaturalista atípico, ya que desde el principio explicita que la noción de “ley natural” no deriva de la naturaleza en forma directa, sino que “…hace referencia a una filosofía práctica completa, ya que contiene todo los necesario acerca de cuáles son nuestras razones para actuar. En la terminología de Finnis, el kit iusnaturalista contiene tres elementos fundamentales: (a) una lista de bienes o “conjunto de principios prácticos básicos”, (b) un conjunto de requerimientos intermedios de razonabilidad  práctica […]que nos permite articular los bienes básicos y c) un conjunto de estándares morales que se derivan de los requerimientos prácticos (Finnis, 2011: 23)” (pp. 32-33). Para descubrir lo que es moralmente correcto, Finnis (siguiendo a Tomás de Aquino) se pregunta no tanto lo que resulta acorde a la naturaleza humana, sino qué es lo razonable de nuestras prácticas.

Según Rosler, es difícil no compartir la mayor parte de los bienes básicos que, según Finnis, sirven como razones para actuar (conocimiento, razonabilidad, experiencia estética, juego, amistad, razonabilidad práctica y religión). Tampoco parece fácil criticar los “requerimientos intermedios” de la teoría de Finnis, que convierten nuestros fines racionales en morales. Sin embargo, lo que más interesa a Rosler de la teoría del profesor australiano es el sorprendente señalamiento de que “…uno de los más grandes expositores de la teoría del derecho positivo ha sido Tomás de Aquino, un pensador que rara vez ha sido considerado como positivista. Aquino, en efecto, desarrolló un concepto de derecho positivo “como una categoría y materia de estudio distinta por derecho propio” y, así, significativamente autónoma de los requerimientos de la moral (véase Finnis, 1996: 195-196)” (p. 45). En efecto, cuando Aquino discute sobre las reglas derivadas a partir de la ley natural como determinaciones, defiende la idea de que el derecho tiene una forma o idea general que debe ser especificada por un artífice, el cual se enfrenta a una multiplicidad de posibilidades. Hasta que no se produzca esa determinación, el derecho estará incompleto: “…hasta que la ley natural no esté determinada en ese sentido, no sabremos qué hacer, a pesar de nuestra predisposición a cumplir el derecho” (p.47).

Rosler sostiene que cuando el iusnaturalismo recita la archiconocida máxima Lex iniusta non est Lex, en realidad estamos ante el enunciado de un juicio valorativo, similar al que utilizamos habitualmente cuando decimos “…que un equipo de futbol no tiene arquero, a pesar de que cuenta con al menos tres en el plantel, o que la hinchada contraria no existe aunque la tengamos enfrente […] Del mismo modo, algo que ha cumplido con todos los requisitos formales de una ley (fue sancionada siguiendo los procedimientos previstos, promulgada, proviene del órgano con autoridad legislativa, etc) “no es” una ley porque no cumple con lo que se espera de una ley en términos valorativos…” (p.48). Sólo resulta posible articular al positivismo con el iusnaturalismo si entendemos que  “…la tradición clásica del derecho natural jamás entendió el famoso eslogan la “ley injusta no es derecho” (lex iniusta non est lex) de modo literal…”(p.121).

El tomismo de Finnis tiene para Rosler la virtud de posibilitar una primera distinción entre ley positiva y ley natural en el marco del razonamiento práctico, aunque como el mismo autor reconoce el iusnaturalismo finnisiano busca ser mucho más que una mera descripción del derecho, constituyéndose también en una filosofía política y una teoría moral. Independientemente de la simpatía que podamos tener por el iusnaturalismo de Finnis, Rosler tiene el enorme mérito de condensar en éste capítulo las tesis centrales de la teoría del profesor australiano, de un modo profundo y claro al mismo tiempo. Mérito para nada menor, que quizás pueda ayudar a modificar cierta incomprensión y dispar recepción que Finnis ha tenido en América Latina, incluso entre los mismos iusnaturalistas.

ELEMENTOS PARA UN REVIVAL POSITIVISTA

En los capítulos II y III, el autor modifica su estrategia narrativa (deja de lado el análisis de la teoría de un solo autor) para desarrollar en detalle una descripción y posterior defensa del positivismo jurídico, a partir de algunos elementos centrales. Desde el inicio, Rosler no deja ningún lugar a dudas: el positivismo digno de ese nombre es el “excluyente”, porque “Todo positivista de ley -permítaseme la redundancia- cree que la normatividad del derecho es independiente de consideraciones morales. Sin embargo […] el positivismo es absolutamente consciente de que, en muchas ocasiones, el derecho apela al razonamiento moral, como por ejemplo cuando supedita la validez de los contratos a la moral y las buenas costumbres, tal como hace el nuevo Código Civil y Comercial argentino en su artículo 1014” (p.57).

El positivismo para Rosler se puede caracterizar a partir de cinco elementos fundamentales: autoridad, fuentes, autores, reglas y jueces: “Todo derecho pretende tener autoridad y por lo tanto exige que en nuestras deliberaciones tratemos sus disposiciones de un modo particular […]El derecho proviene de una fuente social, la cual tiene que ser identificada sin recurrir al razonamiento moral e indica quién es el autor del derecho; este autor, que además es institucional, es quien establece la ortodoxia legal que gira alrededor de las reglas; finalmente, existen otras instituciones que suelen denominarse judiciales, que tienen “el santo oficio” de velar por la “ortodoxia” jurídica.” (p. 58). Nos detendremos a analizar el primero y el último de los elementos mencionados, ya que en ellos se puede percibir claramente la relevancia política que para Rosler tiene el positivismo jurídico en los tiempos que corren.

La pérdida de la autoridad del derecho es para nuestro autor uno de los rasgos más característicos de la cultura jurídica actual. Ese debilitamiento se encuentra relacionado con la noción de autoridad con la que nos manejamos contemporáneamente, una noción de autoridad minimalista, moral y dialógica que considera que hay que actuar “…conforme a o de acuerdo con la autoridad, pero jamás porque la autoridad lo exige” (p.62). A esta noción descafeinada y amistosa de la autoridad Rosler le opone una versión maximalista, que “… entiende la autoridad en términos bastante más robustos, según la cual no es suficiente actuar conforme a la autoridad, sino que es indispensable actuar porque la autoridad así lo exige” (p. 62). Existe autoridad solo cuando cumplimos con la ley, con independencia de si su contenido nos gusta o no. Esta idea, tan básica y constitutiva del derecho democrático moderno, se encuentra hoy muy seriamente cuestionada.

Siguiendo la secuencia argumentativa del autor, necesitamos jueces justamente porque el derecho vigente no siempre coincide con nuestras preferencias morales y, por lo tanto, no nos encontramos naturalmente inclinados a cumplirlo: “…si no fuera por los jueces, en no pocas ocasiones desobedeceríamos el derecho y entonces, si más no fuera por razones de motivación, necesitaríamos de modo minimalista que alguien nos recordara lo que debíamos hacer de todos modos” (p. 105). Ahora bien, la función del juez es institucional y, por lo tanto, el razonamiento moral del juez no debería tener lugar en una sentencia. Aun cuando creamos que existen las respuestas moralmente correctas, estas no justifican una decisión judicial porque “…una decisión judicial, entonces, es correcta porque es conforme al derecho vigente, y no conforme al derecho vigente porque es correcta” (p.110). El gran cambio epocal acontecido en los últimos años ha invertido la fundamentación: es la búsqueda de la respuesta jurídica correcta y no la autoridad institucional del derecho la que ha pasado a ocupar un lugar central en la teoría jurídica contemporánea. La caída del legislador moderno y el ascenso del intérprete judicial, que busca la respuesta jurídicamente (y moralmente) correcta tiene hoy, un nombre: con ustedes, el interpretativismo.

DWORKIN, O EL INTERPRETATIVISMO A SU MEJOR LUZ

El capítulo IV, íntegramente destinado a ajustar cuentas con el interpretativismo en la versión de Ronald Dworkin, es quizás el más polémico y punzante de toda la obra. Rosler deja de lado en su análisis otras variantes del mismo fenómeno, como el neoconstitucionalismo y la teoría de la ponderación de Alexy, para centrarse en la obra madura de Dworkin (Law’s Empire), el mejor y más sofisticado exponente del interpretativismo actual.

Rosler realiza una cuidadosa reconstrucción de la teoría de Dworkin, para recién luego poner en cuestión su filosofía del derecho. Por ello, destina varias páginas a explicar las tres tesis centrales del interpretativismo dworkiniano: a) que los jueces deben interpretar el derecho siempre; (b) que la interpretación del derecho es un ejercicio de moralidad política y  (c) que el juez es co-autor del derecho, a la manera de una novela en cadena. Rosler desarrolla más en profundidad estas tres tesis, de las que se había encargado más brevemente con anterioridad (Para ser dworkiniano tres cosas hay que creer).

El error en la primera tesis de Dworkin es que confunde comprensión con interpretación: “La idea de que la interpretación en el derecho es inexorable, oscila entre la redundancia y, algo irónicamente, la incomprensión de la diferencia que existe entre comprender e interpretar” (p.132).  Asimismo, la interpretación “…no tiene lugar siempre, sino solo cuando no comprendemos el significado de la ley” (p.137). Según Rosler, hasta Dworkin concede este punto cuando acepta que el centro de sus tesis son los casos difíciles (v.p. 136).

Para avanzar hacia el análisis de la segunda tesis de Dworkin, Rosler concede por un momento que hace falta interpretar (en sentido fuerte) el derecho. En tal caso “… sostiene el interpretativismo, es indispensable recurrir al razonamiento valorativo. Un segundo ingrediente de la receta interpretativista es la necesidad de que la interpretación muestre el derecho bajo su mejor luz. Esto explicaría por qué según el antipositivimo interpretativista la luz de la moralidad política irrumpe en las fiestas del derecho incluso cuando tiene la entrada prohibida por el positivismo.” (p.145). La pretensión dworkiniana de que un juez cuando interpreta el derecho a su mejor luz termina coincidiendo con la intención original del legislador, que es, según Dworkin hacer la mejor norma posible, resulta sumamente problemática para Rosler. Como sostiene el autor,  “Quizás la interpretación deba mostrar el objeto bajo su peor luz, si es eso lo que el objeto merece. Pero, en todo caso, la valoración judicial no puede afectar la autoridad del derecho, en particular el democrático. El juez tiene que aplicar el derecho, no valorarlo positivamente” (p.149).

Finalmente, dado que para el interpretativismo dworkiniano el derecho debe interpretarse siempre, bajo una luz moral que lo muestre lo mejor posible, el centro de gravedad institucional es el juez y no el legislador. Para Rosler, el juez dworkiniano es 2 en 1: “…el juez no solo es un intérprete que valora el derecho, sino que además es coautor de aquello que interpreta, que es a la sazón una novela en cadena […] el juez interpreta los capítulos anteriores y agrega como coautor un capítulo nuevo. En cuanto coautor, el juez modifica la obra que precisamente está interpretando” (pp. 154-155). Entender al juez como coautor e intérprete de manera simultánea se parece a un juego de prestidigitación que, aunque llamativo, deja demasiados flecos teóricos en el aire, como si en una obra literaria la frontera entre autor y lector pudiera borrarse como por arte de magia.

Pero lo que más preocupa a Rosler son los efectos institucionales concretos de las tesis del interpretativismo dworkiniano, pues “…al menos a partir de la modernidad, los jueces dan con una respuesta que se considera correcta porque corresponde al sistema normativo que los antecede, y no al revés. Insistir en la necesidad de interpretar y, sobre todo, en la interpretación valorativa y coautoría judicial, hace que el derecho quede completamente en manos de los jueces. Además, no debemos olvidar que el gobierno de los jueces como coautores no es fácil de reconciliar con la democracia…”(p.167).

TOMÁNDOSE LA LEY EN SERIO

La ley es la ley parece ser la continuación jurídica de la anterior obra de Rosler, Razones Públicas (Katz, 2016), fundamentalmente centrada en lo político. El confronte de ambos trabajos deja ver la coherencia en el pensamiento del autor. Y, al igual que su antecesor, este nuevo libro pone en evidencia la solidez conceptual y argumental del autor. Ahora bien, a la par de sus muchas virtudes, es posible apuntar algunos temas respecto de los cuáles se echa de menos un desarrollo mayor. Veamos.

El primero es el referido a la interpretación constitucional y sus diferencias con los problemas propios de la interpretación legal. Es que, justamente, es en el ámbito de la interpretación constitucional donde ha prosperado el interpretativismo, para irradiar, desde allí, hacia todo el sistema jurídico. Aunque el autor expresamente menciona que no es objeto de este libro en particular detenerse en los pormenores de la interpretación constitucional, parece lógico que en un próximo libro aborde de lleno la cuestión. Lo constitucional no sería más que el lugar donde lo jurídico y lo político se encuentran y articulan, siendo The Moral Reading of the Constitution de Dworkin una referencia ineludible con la cual polemizar.

Muy vinculado a lo anterior, se echa de menos una descripción y análisis más detenido del originalismo, cuyas características y alcances son mencionadas muy rápidamente y en tono más bien negativo. Esto resulta algo curioso, toda vez que el originalismo, prima facie, parece contener los mismo elementos que Rosler señala como constitutivos del positivismo (autoridad, fuente, autor, reglas y jueces).

Finalmente, Rosler concentra su descripción y crítica del interpretativismo en su versión dworkiniana. Aunque la teorización de Dworkin es quizás la más robusta de todas, no menos cierto es que el neoconstitucionalismo en sus más variadas vertientes ha tenido igual o mayor influencia que Dworkin en América Latina. Rosler podría responder recordando el cuento Los Teólogos de Borges, donde las muchas diferencias entre dos teólogos finalmente se diluyen al final del camino, en los cielos de los cielos. De la misma manera, la teoría de la ponderación de Alexy y el interpretativismo de Dworkin terminan por favorecer del mismo modo el ataque al positivismo, la lectura valorativa/moral de las normas, la consecuente politización del derecho y la entronización de la interpretación judicial por sobre la dignidad de la ley. Aún así, vale la pena analizar autónomamente las teorías neoconstitucionalistas, hoy tan extendidas.

La ley es la ley, el clásico, analítico y ortodoxo libro de Rolser, es un libro a contracorriente, debido a la manera en que critica algunos de los supuestos más extendidos en la filosofía del derecho y la práctica jurídica actual. Disruptivo, en tanto y en cuanto viene a oponer al triunfante interpretativismo una noción robusta del positivismo jurídico. Se presenta como la obra sucesora de Introducción al análisis del Derecho de Carlos Nino, de lectura obligada para quienes busquen comprender los supuestos que sustentan las actuales corrientes en la teoría del derecho.

En pocas palabras, un libro que nos recuerda desde su mismo título un olvido y nos confronta con sus consecuencias: el olvido de la ley, ese lugar donde la democracia y el derecho se articulan para hacer posible la vida civilizada en una sociedad plural.

Guillermo Jensen

Universidad del Salvador- Universidad de Buenos Aires

2 Comentarios

  • guillermo dice:

    Muchas gracias Omar, coincido plenamente. Creo entender que a la propuesta de Alexy le caben la mayor parte de las críticas que Rosler le hace al interpretativismo dworkiniano, particularmente respecto de la moralización/politización de la practica jurídica.

    Saludos

  • Omar Fornetti dice:

    Excelente reseña, y seguramente genial el libro. Gracias.
    Adhiero al tema de Alexy, entre principios y reglas, que se convierte, en la práctica, en un grave problema jurídico.

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