La sanción de la ley penal retroactiva 27.362 y su convalidación por la Corte Suprema de Justicia en el fallo “Batalla”—con la sola disidencia de su Presidente—ha puesto nuevamente en cuestión la vigencia del principio de legalidad penal en el derecho argentino. El derecho penal liberal contenido en nuestro sistema jurídico, que solía enorgullecerse de su adhesión al principio de legalidad (nullum crimen sine lege praevia, “ningún crimen sin una ley previa”), ha sido desafiado por otra concepción del derecho penal, que suele ser denominada como “punitivismo” y cuyo eslogan es nullum crimen sine poena, es decir, “ningún crimen sin castigo”.

Es esta, precisamente, la discusión alrededor de la cual gira el ensayo publicado en 1932 por Georg Dahm y Friedrich Schaffstein, ¿Derecho penal liberal o derecho penal autoritario? (a partir de aquí, DPLA), afortunadamente traducido al español en 2011 por la editorial Ediar en la colección “El penalismo olvidado”, dirigida por Eugenio Zaffaroni. En rigor de verdad, tal como lo indica el párrafo anterior, se trata de un penalismo menos olvidado de lo que hubiera parecido a primera vista.

Dahm y Schaffstein devinieron conspicuos miembros de la Escuela de Kiel, la cual se convirtió probablemente en la corriente por excelencia del derecho penal nazi. Cabe recordar que el artífice del proyecto de la Escuela de Kiel fue Karl August Eckhardt, según el cual “si el juez topaba con una ley no derogada pero que choque con el actual sentimiento del pueblo, debe decidir contra la ley anticuada, puesto que una decisión que provoque indignación en el pueblo no puede ser justa”. A los efectos de que los jueces no abusaran de esta potestad, esta última quedaba limitada “a los casos en que su aplicación importe una bofetada en la cara al sentimiento del pueblo, en formal tal que sin necesidad de ningún atezamiento artificial, estallaría una tormenta de indignación” (cit. en Eugenio Zaffaroni, Doctrina penal nazi. La dogmática penal alemana entre 1933 y 1945, Buenos Aires, Ediar, 2017, pp. 102-103). De ahí que las garantías penales quedarán supeditadas a la reacción popular que, eventualmente, fuera designada como “el sano sentimiento del pueblo”. Es curioso que esta cita, sin embargo, parezca una crónica de diario acerca de la reacción social ante el fallo “Muiña” de la Corte Suprema y del comportamiento de la misma Corte en el fallo “Batalla”.

Cabe recordar asimismo que, tal como lo indica la fecha de la publicación del ensayo (1932), al momento de haber propuesto este debate el nazismo todavía no había llegado al poder y los autores no eran miembros del partido en aquel entonces. De hecho, Dahm y Schaffstein advierten en la introducción del ensayo que “De ningún modo los autores de este trabajo están dispuestos a aprobar de manera acrítica todo lo que en el campo del derecho penal hizo o dijo el nacionalsocialismo”, pero “tampoco creen que con referencias a tales manifestaciones o acciones se los pueda refutar” (DPLA, p. 59).

En el primer capítulo nuestros autores hacen referencia a la moralidad política del derecho penal liberal al sostener que “las garantías que se establecen en favor del individuo frente a una persecución injusta, están condicionadas por una cosmovisión. Quien reconoce a los individuos (más precisamente: su libertad o igualdad o bienestar) como valor supremo y único decidirá de distinto modo que quien junto y sobre éstos, considera determinantes para el orden jurídico los valores supraindividuales” (DPLA, p. 61). De este modo, el Código Penal, como decía Franz von Liszt, se convierte en la “carta magna del delincuente”, ya que, para el derecho penal liberal, hasta los delincuentes tienen derechos y garantías.

Con mucha razón, Dahm y Schaffstein asocian al derecho penal liberal con un método de interpretación legal y una manera de entender la relación entre el poder legislativo y el judicial. Éste método es el “jurídico-conceptual” que se caracteriza por “su rigurosa lógica formal, apoyada principalmente en el tenor literal del derecho escrito, negando la posibilidad de desandarlo hacia el fin de los preceptos y el ‘derecho natural’, que subyacen siempre detrás” (DPLA, p. 63). Para el derecho penal liberal, entonces, la ley es la ley, no los principios y valores, ni tampoco el “derecho natural” que subyacen al derecho positivo.

En cuanto a la relación entre los poderes del Estado, debe estar regulada por la división de tareas y, por lo tanto, la independencia de los jueces que, no es sino la otra cara de su métier (la aplicación del derecho), reservando, entonces, “al legislador la valoración y la ponderación de los fines” (DPLA, p. 63).

Desde el punto de vista del derecho penal autoritario, entonces, el derecho penal liberal implica “el desmoronamiento de la idea del Estado en el derecho penal, su progresivo debilitamiento por vía de ideas individualistas con una amplia consideración por el delincuente” (DPLA, p. 89). Nobleza obliga, hasta no hace mucho tiempo “autoritario” era el adjetivo correspondiente a la idea de autoridad y, por lo tanto, no tenía la connotación necesariamente peyorativa que tiene hoy en día.

El modelo de interpretación que guía al derecho penal autoritario es el de la “jurisprudencia de intereses” debido a que “Cobró nueva vida la gran idea… de un ‘derecho natural’ ubicado detrás y encima del derecho legislado”. Este cambio metodológico “significa un retroceso del principio liberal de seguridad jurídica mediante la vinculación del juez a la ley”. Este “nuevo método teleológico del derecho natural” además “exige del juez que no sólo tome en consideración el tenor literal del enunciado jurídico escrito, sino también su fin y la situación de los intereses, exige que formule una valoración precisamente de esta situación de intereses” (DPLA, p. 81). Esto, por supuesto, impide respetar la separación de los poderes, lo cual es considerado un atavismo liberal que debe ser superado en esta concepción del derecho en la cual los jueces son legisladores.

En cuanto a la cosmovisión del derecho penal autoritario, “el Estado habrá de defender los valores culturales y religiosos de la cultura occidental, sin permitir que lo detenga ninguna corriente individualista defensora de los enemigos de la religión ni ninguna otra manifestación de desintegración” (DPLA, p. 102). No debería sorprendernos, entonces, que “el derecho penal autoritario” no renuncie “a la pena de muerte”, ya que “está viva en la conciencia del pueblo, no contradice en verdad las visiones culturales de nuestra época y parece apropiada para fortalecer la vigencia de la idea de autoridad estatal” (DPLA, p. 101).

El derecho penal autoritario sentía un especial rechazo por el tratamiento privilegiado que el derecho penal liberal le otorgaba al “delincuente por convicción”, es decir, al delincuente político o principista, quien “se considera obligado al hecho por convicciones morales, religiosas o políticas”. En cambio, en el Estado regido por el derecho penal autoritario “no habrá ningún privilegio para el delincuente por convicción” (DPLA, p. 79).

Finalmente, ni el interpretativismo ni el neoconstitucionalismo pueden ser considerados como una tercera posición entre el liberalismo y el autoritarismo, ya que, se trate de la interpretación o de la ponderación, al final del día tendrá que elegir entre respetar las garantías penales o violarlas. No existe una tercera posición. Nunca más actual, entonces, el desafío planteado por Dahm y Schaffstein: ¿derecho penal liberal o derecho penal autoritario?

 

Andrés Rosler

Universidad de San Andrés 

 

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