Sobre la base de Law’s Empire (traducido al español como El imperio de la justicia), en otra oportunidad habíamos explicado que para ser interpretativista, hay que creer en tres cosas: (a) la ubicuidad de la interpretación judicial, a saber los jueces deben interpretar el derecho siempre, incluso ante la prohibición de un semáforo en rojo; (b) la interpretación del derecho como un ejercicio de moralidad política; (c) la co-autoría judicial del derecho entendido como una novela en cadena.
Sin embargo, para que no digan que nos ocupamos solamente del segundo Dworkin, se nos ocurrió repasar la versión temprana de la filosofía del derecho dworkiniana contenida en Taking Rights Seriously (traducido al español como Los derechos en serio) para ver si esta última es preferible para los muy pocos que todavía albergan dudas—al menos en público—acerca de las bondades de la ubicuidad de la interpretación, la moralización/politización del derecho y la co-autoría judicial del derecho. Después de todo, como se trata de dos versiones diferentes, tal vez la primera sea mejor, aunque, por supuesto, también “podría ser peor”, como célebremente le dijera el personaje de Marty Feldman al de Gene Wilder en aquella memorable escena del cementerio en “El joven Frankenstein”.
Vayamos entonces a Taking Rights Seriously [en adelante, TRS]. En esta obra, Dworkin utiliza una noción muy curiosa de interpretación—que de hecho va a mantener en Law’s Empire—la cual le permite decir que debemos interpretar incluso algo que ya entendemos. De este modo, no pocos jueces y juristas en general llaman “interpretación” a su valoración moral del derecho, tal como ha sucedido, por ejemplo, con el rechazo del fallo Muiña y la aprobación del fallo Batalla, ambos de la Corte Suprema de Justicia. Por ejemplo, el reconocimiento de una garantía penal puede ser inmerecido, injusto, irrazonable, etc., pero para poder decir que algo es inmerecido, injusto o irrazonable, primero tenemos que haberlo entendido.
En este espíritu, TRS Dworkin distingue entre la interpretación y “el significado claro e inevitable” de una regla (p. 63, v. 111). Su idea de interpretación, en cambio, aparece claramente en el siguiente pasaje: “un principio es un principio jurídico si figura en la teoría más apropiada del derecho que pueda ser provista como justificación de las reglas explícitas sustantivas e institucionales de la jurisdicción en cuestión” (p. 66). En otras palabras, para Dworkin interpretar no consiste en recuperar el significado de una disposición jurídica, sino en justificar aquello que es objeto de la interpretación, lo cual a su vez exige de parte del juez una teoría general del derecho o una filosofía del derecho. Todo lo cual no hace sino reforzar la sospecha de que el juez dworkiniano no está interesado en aplicar el derecho sino en valorarlo y en llamar “interpretación” a una modificación judicial de la actividad legislativa.
Así y todo, las buenas noticias son que en TRS todavía se puede advertir por momentos una tensión entre (a) la tentación de darles carta blanca a los jueces para que zarpen hacia el alta mar de la teoría del derecho para dar con la respuesta correcta con independencia de lo que diga el derecho válido y (b) la necesidad de mantener a los jueces con una rienda corta lo cual al menos es compatible con la autoridad del derecho.
El párrafo siguiente ilustra vívidamente (a) la tentación mencionada: “En la adjudicación, a diferencia del ajedrez, la argumentación a favor de una regla particular puede ser más importante que la argumentación a partir de esa regla hacia un caso particular; y mientras que el árbitro de ajedrez que decide un caso por apelación a una regla de la cual nadie había oído hablar antes probablemente ha de ser despedido o internado en una institución psiquiátrica, el juez que hace eso probablemente ha de ser celebrado en las clases de las facultades de derecho” (TRS, p. 112).
El razonamiento de los jueces dworkinianos, entonces, en lugar de partir de las reglas legislativas existentes, sale a la búsqueda de las reglas que les parezcan justificadas a los jueces, como si el razonamiento judicial se pareciera más a la actividad de un inventor—por no decir un mago—que a la de un descubridor de algo existente. Esto ciertamente es un problema si creemos que en democracia los jueces no deben gobernar ni crear derecho sino aplicar la Constitución y las normas que se derivan de ella, amén de que no deseamos jueces que deban ser internados en instituciones psiquiátricas.
Como ejemplo de (b) la rienda corta, en TRS Dworkin todavía reconoce casos en los que no es necesario interpretar el derecho, incluso tal como él describe a la interpretación, esto es, como un ejercicio de moralidad política: “a veces los jueces deben hacer juicios de moralidad política en aras de decidir cuáles son los derechos legales de los litigantes” (TRS, p. 90, énfasis agregado). Por lo tanto, en TRS el propio Dworkin reconocía que existen casos en los que los jueces no debe hacer juicios de moralidad política. Además, compartiendo la necesidad de contener la discreción judicial, Dworkin usa al respecto una metáfora muy gráfica de repostería: “La discreción, como el agujero en una donut, no existe, excepto como un área dejada abierta por un cinturón circundante de restricción” (TRS, p. 31).
La pregunta entonces es si preferimos la idea limitada de interpretación del primer Dworkin o la desatada del segundo. La del primero, recordemos, no es ubicua, ya que, como acabamos de ver, para el Dworkin temprano los jueces no emplean la moralidad política siempre, sino a veces. De este modo, la interpretación del primer Dworkin tiene una extensión controlada, aunque su intensidad sea tan profunda como la del segundo Dworkin, en la medida en que una vez que el juez sale en búsqueda de la interpretación debe dar con la respuesta correcta en términos de moralidad política. La del segundo Dworkin, en cambio, es una interpretación ubicua (que alcanza hasta las reglas de tránsito) pero limitada en principio por la noción de lo que Dworkin denomina como “ajuste” con el resto del derecho. Da la impresión entonces de que la segunda alternativa es preferible, ya que por ubicua que sea la “interpretación” en términos de su alcance, al menos tenemos la esperanza de que el ajuste de la decisión judicial con el resto del derecho permita que el juez no se exceda en sus funciones.
La cuestión, ciertamente, es qué tan poderoso es el freno que pone el “ajuste” propuesto por el segundo Dworkin. Recordemos que en Law’s Empire Dworkin explica que la interpretación judicial tiene dos dimensiones. La primera es la que Dworkin denomina dimensión de ajuste [fit]. Esta dimensión es particularmente relevante, ya que es muy probable que exista más de una interpretación que se ajusta al texto o a la práctica tal como han sido recibidos por el intérprete. La segunda dimensión de la interpretación, en cambio, requiere que juzguemos “cuál de las lecturas elegibles hace que sea mejor la obra en progreso, habiendo considerado todo” (Law’s Empire, 230-231).
El ajuste dworkiniano, sin embargo, tiene serias dificultades. En efecto, para que tenga sentido, el ajuste debe operar fácticamente, es decir, debe tratarse de un razonamiento moralmente neutro, que trata exclusivamente con hechos sin recurrir al razonamiento justificativo, al menos si Dworkin quiere evitar la objeción de que la etapa de ajuste repite o duplica la tarea de la etapa justificativa. El problema, obviamente, es que esta manera de entender fácticamente al ajuste acercaría la posición de Dworkin al positivismo o convencionalismo como prefiere llamarlo él, lo cual no es precisamente un cumplido entre dworkinianos. Y obviamente, si el ajuste implicara en verdad recurrir al razonamiento moral, entonces sería redundante o duplicaría la etapa justificativa, agravando el problema de la moralización política del derecho.
Los problemas de Dworkin se agravan debido a que si bien él sostiene explícitamente al comienzo de TRS que se propone criticar a quienes separan “la teoría acerca de qué es el derecho” de la “teoría acerca de cómo debería ser el derecho” (p. vii), de todos modos Dworkin no cree estar proponiendo o recomendando una teoría acerca de cómo deben comportarse los jueces, sino que pretende estar describiendo lo que los jueces hacen de todos modos: “La tesis no presenta nueva información acerca de lo que los jueces hacen, sino una nueva manera de describir lo que todos sabemos que hacen” y así y todo “las virtudes de esta nueva descripción no son empíricas sino políticas y filosóficas” (TRS, p. 90, énfasis agregado). En otras palabras, Dworkin no creer ser un teórico político que expresa sus deseos acerca de cómo debería ser el derecho, sino que cree estar haciendo teoría del derecho existente, lo cual puede confundir a mucha gente.
A esta altura se plantea la cuestión acerca de si en teoría del derecho existe un punto de Arquímedes que se mantenga inmóvil, de tal modo que nos sirva de punto de apoyo para poder evaluar las diferentes filosofías del derecho. Después de todo, en esta disciplina de naturaleza cultural, el comportamiento que se supone es explicado por la teoría muchas veces es el resultado de una profecía auto-cumplida, como si los átomos cambiaran de comportamiento luego de haber leído un libro sobre física atómica.
El punto de Arquímedes a utilizar es el de la autoridad del derecho. Hasta un juez dworkiniano recurrirá en última instancia a la autoridad de su decisión cuando algún súbdito—incluso un tribunal—recalcitrante exija “interpretar” la sentencia para de ese modo verla en su mejor luz, esto es, modificarla para que coincida con su propia valoración de la misma. Pero entonces ya no estaríamos en presencia de un juez genuinamente dworkiniano, sino en la de un magistrado que pertenece a la fauna mucho más tradicional que solía ser denominada como “positivista”. Al final del día, da la impresión de que somos todos positivistas, aunque no queramos reconocerlo.
Finalmente, nobleza obliga, Dworkin, a su modo, puede quedar a salvo de lo que se ha hecho sea en su nombre, sea inspirado por él, ya que Dworkin creía que la mejor luz en la cual debíamos ver al derecho era siempre la liberal y por lo tanto jamás podría haber estado de acuerdo, por ejemplo, con la denegación de garantías penales básicas como por ejemplo el principio de irretroactividad de la ley penal más gravosa. En todo caso, el problema no es Dworkin sino los interpretativistas vernáculos, quienes creen que al momento de la aplicación de garantías penales básicas las mismas compiten en un pie de igualdad con cualquier otro principio que figure en la Constitución o incluso en los tratados internacionales de derechos humanos—o en su teoría política o del derecho favoritas para el caso—, como si los principios convivieran en un estado de naturaleza en el cual todos los principios estuvieran en guerra contra todos los demás y el juez pudiera elegir el que más le guste. Pero entonces, volviendo a la metáfora repostera de Dworkin, la discreción judicial ha dejado de ocupar el lugar del agujero para convertirse en la totalidad de la donut.
Andrés Rosler
Universidad de San Andrés