El voto en disidencia en una muy reciente decisión de la sala III de la Cámara Nacional de Casación Penal, según el cual la prohibición del aborto tal como figura actualmente en el Código Penal es incompatible con la Constitución en virtud de su artículo 19, es un típico caso de buenas y malas noticias. Las buenas noticias son que el aborto—entendido dentro de ciertos límites por supuesto—no es considerado un delito, lo cual coincide con la filosofía moral y política liberales. Las malas noticias son que no todo aquello que coincida con nuestra filosofía moral y/o política favorita es por eso derecho necesariamente.

           Esta confusión entre las buenas y las malas noticias es característica del interpretativismo, que propone una lectura moral de la Constitución. Por supuesto, salta a la vista que podemos rastrear esta caracterización fácilmente hasta la obra de Ronald Dworkin. Sin embargo, hay que tener en cuenta que hoy en día se trata de una práctica judicial que ha cobrado vida propia. Para dar un par de ejemplos bastante punitivos, basta recordar la convalidación de una ley penal retroactiva por parte de la Corte Suprema y la declaración de la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción por parte de otra sala de Casación. Por otro lado, si bien la luz dworkiniana es liberal, una vez que le abrimos la puerta del derecho a la luz, el color de dicha luz no tiene por qué coincidir con nuestras preferencias lumínicas. El interpretativismo puede girar a un costado o al otro, todo depende de quién esté al volante.

           El interpretativismo suele adolecer de al menos dos problemas fundamentales. El primero, de índole conceptual, tiene que ver con la idea misma de interpretación. El segundo, de naturaleza política, tiene que ver con la autoridad del derecho.

           La interpretación representa un verdadero desafío para el razonamiento jurídico, ya que se trata de un ingrediente que debe ser agregado a toda receta jurídica sin que dicho ingrediente figure en dicha receta, ya que si figurara en la misma exigiría ser interpretado de todos modos.

           Obviamente, para saber cómo debemos interpretar algo primero tenemos que saber cuál es ese algo del que estamos hablando. Si se tratara de un mensaje o comunicación no cabría dudas de que para poder entenderla necesitamos tener cuenta qué es lo que nos quieren decir, lo cual en última instancia es una manera de preguntarse por la intención de aquel que se está dirigiendo a nosotros. De ahí que el texto del artículo 19 no sea suficiente para entender cuál es su significado, sino que solamente es el punto de partida. De hecho, dos obras pueden tener exactamente el mismo texto y sin embargo ser completamente diferentes con significados no menos diferentes, tal como nos lo recuerda el célebre ejemplo de Pierre Menard. De todos modos, toda teoría de la interpretación tiene que ser fiel al objeto que debe ser interpretado. Una interpretación no puede modificar su objeto. Si lo hace, deja de ser una interpretación para transformarse en una valoración.

           Ciertamente, a menudo las interpretaciones contienen juicios valorativos, pero la valoración debe ser el resultado, no la causa de la interpretación. Sin embargo, nos hemos acostumbrado a decir que “no entendemos” una norma jurídica cuando en realidad lo que sucede es que estamos en desacuerdo con ella. Por ejemplo, mucha gente alegó que no entendía el artículo 2 del Código Penal, cuando en realidad no estaba dispuesta a aplicarlo a casos de lesa humanidad porque le parecía inmerecido hacerlo. Pero no tiene sentido decir que nos parece inmerecido algo que no entendemos. Para poder valorar una norma primero tenemos que entenderla.

           Antes de seguir adelante convendría recordar que la idea misma de interpretación puede ser entendida en términos más o menos amplios. En un sentido bastante amplio, cada vez que debemos entender un objeto o actividad cultural recurrimos a la interpretación. Por ejemplo, no hay nada en la oscilación de una mano que indique es un saludo, sino que dicho significado proviene de una convención y de la intención del actor de actuar conforme a dicha convención. Pero convendría reservar la palabra “interpretación” para referirse a una instancia bastante más restringida, a saber para denominar lo que estamos haciendo cuando no entendemos nuestro objeto, debido a que—si se trata de una proposición—es ambigua o vaga, y/o muy probablemente debido a que existen diferentes concepciones de los conceptos que aparecen en ella y/o diferentes luces bajo las cuales podemos ver nuestro objeto.

           Vayamos entonces al artículo 19 de la Constitución Nacional, alrededor del cual gira toda la discusión: “Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados”. Su texto proviene de la Constitución de 1819, inspirada a su vez en la Constitución de Cádiz de 1812. Si bien, como sostiene Martín Farrell, su texto es el que “luego recogería Stuart Mill al reclamar que sólo se castigara el daño a terceros y no el daño contra uno mismo”, no obstante, Diego Botana explica que el sentido de este texto era que “en tanto y en cuanto las acciones privadas no falten el respeto de la religión de Estado, están reservadas a Dios y exentas de toda autoridad de los magistrados. Consagraba un derecho fuerte a la privacidad, estrictamente limitado a una visión católica en la esfera pública” (Las cláusulas religiosas en la Constitución Argentina, p. 126).

           Por supuesto, ya no estamos en 1819, ni en 1853 ó 1860, y además la Constitución fue reformada en 1994. Por otro lado, el ejemplo mismo de Pierre Menard nos muestra que un mismo texto puede tener significados diferentes. Sin embargo, ese es precisamente el punto. Por ejemplo, muy recientemente (no en 1819 ni en 1994 para el caso, sino literalmente en estos días), Santiago Legarre ofrece una interpretación del artículo 19 («Presupuestos teóricos de una interpretación espacial de lo privado», El Derecho, LVII, 2019, pp. 11-16) que está bastante lejos de acomodar un derecho constitucional al aborto en cualquiera de sus formas. Después de todo, lo que está en cuestión es qué concepción de orden y moralidad pública está en juego, lo cual nos va a permitir determinar si el aborto involucra o no a terceros, esto es, si es o no auto-lesivo. El textualismo no puede resolver esta cuestión. La luz bajo la cual debemos ver este artículo tampoco, ya que existe un desacuerdo valorativo al respecto.

           Yendo a la segunda cuestión, el derecho—sea constitucional o penal—pretende tener autoridad. Por lo cual, no tiene sentido que los jueces entiendan al derecho constitucional como un comodín al que puedan recurrir para declarar inconstitucional el derecho vigente, sea que este último prohíba, declare no punible o incluso eventualmente—ojalá—autorice el aborto. La “constitucionalización” de la discusión solo sirve para devaluar la función del Poder Legislativo, que después de todo representa directamente al pueblo y se supone es el lugar en donde se resuelven los desacuerdos de moralidad política, o deberían resolverse en todo caso. Además, la discusión legislativa actual sobre la criminalización del aborto supone que el aborto en sentido estricto es un delito y que para que se convierta en un derecho obviamente debe ser modificado por el Poder Legislativo.

           Tenemos que mantener nuestros deseos acerca de cómo nos gustaría que fuera el derecho claramente alejados del derecho tal como es, una advertencia que alcanza también a la Constitución si es que la misma pretende ser derecho vigente. De otro modo, subiríamos al nivel constitucional o bajaríamos al—o nos mantendríamos en el—legislativo según nos convenga, esto es, el derecho democrático nos pareciera bien o mal.

           Por las mismas razones, debemos cuidarnos de caer en la tentación de “constitucionalizar” cuestiones legislativas, particularmente si el día de mañana no queremos que jueces con otra manera de ver el mundo hagan exactamente lo mismo, pero para obtener el resultado contrario (por ejemplo, si no queremos que el día de mañana una eventual autorización del aborto sea considerada inconstitucional). Después de todo, fueron fallos judiciales los que no han reconocido las excepciones previstas en el Código Penal para la punibilidad del aborto y provocaron el fallo “F.A.L.” de la Corte Suprema.

           Pero para lograr esto es imprescindible entender el razonamiento judicial como un método que nos permite identificar cuál es el resultado jurídicamente correcto, es decir como un conjunto de principios neutrales, y no como una manera de satisfacer nuestras creencias morales y políticas mediante una “interpretación” que en realidad es una valoración que nos dice de antemano cuál es el resultado jurídico que anhelamos. En derecho, ciertamente, se trata “gadamerianamente” de verdad y método, pero la primera debe estar siempre supeditada al segundo. Como bien sostiene Federico Morgenstern, es hora de dejar de lado la cara del cliente y de concentrarnos en el derecho vigente.

Andrés Rosler

Universidad de San Andrés

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