La publicación de La Forma del Derecho (Marcial Pons, 2016) de Fernando Atria representa un soplo de aire fresco para la filosofía del derecho, la teoría política y el pensamiento constitucional en América Latina. Atria es una rara avis dentro del mundo académico latinoamericano, pues une en su persona una fina stampa académica producto de una formación teórica de alto nivel, la pasión de un intelectual público comprometido y la audacia de incursionar en la vida política partidaria. Todas esas dimensiones se hacen visibles en la obra.
La Forma del Derecho es varios libros en uno, donde se reúnen y sistematizan ideas publicadas por el autor con anterioridad. También es un libro dirigido a distintos interlocutores, en donde no pocas veces se mezclan propuestas teóricas de largo alcance y con posicionamientos muy personales respecto de la situación política en Chile. Es una obra ambiciosa y exigente, con pasajes algo oscuros y nulas concesiones al lector, que refleja la madurez intelectual del autor.
Pero sobre todo, es una obra a contracorriente de las grandes tendencias de la filosofía del derecho actual. A contramano del neo-constitucionalismo de Alexy y la filosofía política liberal de Rawls, Dworkin y compañía, Atria intenta repensar la tensión entre las instituciones del derecho y el pueblo que le da fundamento a partir de un nuevo lenguaje, el de la teología. La apuesta de Atria es que este nuevo lenguaje nos permita articular derecho y democracia, estableciendo una hoja de ruta que señale un horizonte abierto a un constitucionalismo democrático para el siglo XXI.
La Forma del Derecho consta de tres partes claramente definidas. Una primera destinada a describir lo que el autor entiende como la estéril disputa del positivismo jurídico respecto del vínculo entre derecho, moral y democracia; una segunda en donde se desarrolla la relación entre los conceptos jurídicos y las instituciones realmente existentes, y una tercera parte en donde el eje principal de análisis es “lo político”, el concepto de “pueblo” y la necesidad de establecer un lenguaje que exprese de la mejor manera posible lo político en la actualidad. Sin embargo, Atria señala en la presentación que “…en cada una de la tres partes el tema es el mismo. Lo que cambia es el nivel de referencia. En la primera parte lo discutido es la teoría del derecho, en la segunda las potestades del Estado moderno, en la tercera lo político” (p.21).
En la primera parte, Atria centra sus críticas en dos destinatarios. Por un lado, critica ácidamente a quienes desde la filosofía del derecho se han obstinado en los últimos cuarenta años en gastar energías en debates conceptuales sobre el derecho y su vinculación con la moral. Según Atria ese debate ha perdido el foco de lo que es más importante de discutir, que es la relación entre democracia y derecho. El positivismo particularmente, olvidó que en su origen fue quizás la única forma de entender el derecho compatible con la democracia. Para ilustrar este olvido, Atria recupera al positivismo de Bentham, que impugnó las formas premodernas de entender el derecho, en donde la razón estaba por encima de la voluntad.
Aquí aparece el segundo blanco de las críticas de Atria: el neoconstitucionalismo. Muchas de las mejores páginas del libro están dedicadas a desarrollar una demoledora crítica contra esta corriente de pensamiento jurídico, que representa una vuelta a la manera premoderna de entender el derecho, que habilita la arbitrariedad de los jueces y le baja el precio a la legislación democrática, porque “se niega a aceptar la idea moderna de que el derecho es voluntad, y por tanto busca limitar el espacio dentro del cual el soberano… puede declarar algo como obligatorio, prohibido o permitido” (p. 67). Para el autor, el positivismo tiene valor porque permite que el derecho sea el reflejo de las decisiones democráticas antes que de las opiniones políticas de los jueces. Dada la situación actual del Estado de Derecho en América Latina, la reflexión de Atria sobre positivismo y democracia es sin dudas una refrescante noticia.
En la segunda parte, las más extensa y atractiva desde el punto de vista constitucional, Atria señala que debemos volver a pensar el derecho institucionalmente y para ello es necesario recuperar la distinción de las funciones estatales de jurisdicción, legislación y administración. La teoría jurídica moderna, nos dice el profesor chileno, ha centrado su atención en la primera y ha descuidado a las otras. En esta sección, la estrella del relato de Atria es la relación entre estructura y función, que es en donde finalmente se juega la suerte del funcionamiento de las instituciones del derecho. Para ilustrar la importancia de esta relación el profesor chileno utiliza el caso de la jurisdicción constitucional.
Es que para Atria, la “jurisdicción constitucional” es una alquimia condenada a ser deficitaria, porque se apoya en una lógica nominalista que entiende que la adjudicación constitucional es posible por el solo hecho de que existe una estructura llamada “tribunal” para mediarla. El énfasis en definir a partir de la estructura hace que se pierda de vista que por su naturaleza, las constituciones no son susceptibles de ser adjudicadas imparcialmente. La razón de esta postura, un tanto extrema, es que para Atria los conceptos constitucionales son conceptos polémicos, y por lo tanto para ser aplicados necesitan ser informados por concepciones políticas, ideológicas y morales subjetivas. Dada esta polemicidad y por lo tanto politicidad de los conceptos constitucionales, los mismos no pueden de ser adjudicados imparcialmente. Adjudicar constitucionalmente implica tomar partido, porque “en la interpretación constitucional no hay espacio para distinguir derecho de política” (p. 303).
De ahí que Atria radicaliza la posición de Dworkin al sostener que constitución, moral y política son indistinguibles, pero claramente se aparta de la creencia dworkiniana en respuestas constitucionales correctas. De hecho, Atria hace notar que lo casos que Dworkin defiende como de adjudicación constitucional correcta justo coinciden con sus preferencias políticas. Coherentemente, Atria desconfía de la acción imparcial de los tribuales constitucionales, aunque parece sacar conclusiones un tanto extremas y apresuradas.
En efecto, los conceptos constitucionales no son cáscaras vacías a ser llenadas por el intérprete mediante sus concepciones, sino que representan decisiones políticas tomadas con anterioridad, que establecen límites a la interpretación posible de una cláusula constitucional. No toda interpretación constitucional es necesariamente partisana, ni su adjudicación imparcial es imposible en manos de un tribunal.
La tercera sección es sin dudas la más interesante, oscura y fragmentaria de todo el libro. Está atravesada por el diagnóstico de lo que Atria llama la experiencia del déficit y la enajenación: habitamos sociedades que por su conformación actual hacen que resulte improbable que la ley sea la expresión de la voluntad del pueblo. En uno de sus apartados más interesantes, Atria sostiene que la noción de verdad como algo común a todos es vista como una amenaza a la subjetividad privatista del hombre moderno, con rasgos potencialmente autoritarios. Sin embargo, “nuestras prácticas jurídicas y políticas descansan sobre el supuesto de que los problemas jurídicos y políticos tienen respuestas correctas”(p. 365). De ahí que no hay que tenerle miedo a la verdad. Es la búsqueda de la misma lo que explica tanto el conflicto como la necesidad de resolverlo institucionalmente.
Atria percibe que la natural conflictividad de lo político introduce una inestabilidad que hay que conjugar de alguna manera. Esa es la función de la formalidad del derecho: “nuestras decisiones valen como nuestras no porque sean correctas, sino porque han sido formalmente producidas” y dicha producción es nuestra: “El derecho es el conjunto de decisiones que son nuestras, por lo que vivir de acuerdo a ellas, aunque nos parezcan equivocadas, no es vivir de acuerdo a una voluntad ajena […]” (p. 387). Aquí el contrapunto de Atria es con el liberalismo rawlsiano de consensos superpuestos que descree de la verdad común y contra el moralismo epistémico que sostiene que las decisiones deliberadas son moralmente mejores por el solo hecho de ser tomadas bajo ciertas condiciones de deliberación.
Atria destaca lo que llama la función anticipatoria del derecho, que consiste en hacer visible la contradicción propia de nuestras sociedades. El derecho nos promete autonomía e igualdad a la vez que nos fuerzan a buscarlas de modo institucional y autoritativo en condiciones sociales y económicas alienantes. Para mostrar el deficitario reconocimiento recíproco que se refleja en el funcionamiento de la sociedad moderna,, necesitamos un lenguaje que nos permita articular la radicalización del reconocimiento recíproco con nuestras instituciones. Para Atria, ese lenguaje es el de la teología política.
Aquí nos encontramos con el aporte más original de toda la obra, en donde Atria configura una noción de teología política muy personal, sin casi puntos de contacto con el corpus teórico schmittiano que el autor utiliza (más de lo que cita) en el resto de la obra. La teología política de Atria abreva en la reflexión teológica del post-concilio vaticano II, con menciones que van del irlandés Herbert McCabe al jesuita uruguayo Juan Luis Segundo. Atria destaca que el lenguaje religioso tiene la relevante capacidad de significar imperfectamente, en razón de que puede referenciar más allá de la literalidad, mediante recursos como la analogía, la parábola y diversas representaciones simbólicas: el lenguaje religioso “…es un lenguaje que no puede dar cuenta de aquello a lo que refiere. Es por eso que debe recurrir a analogías (como Creador) y a metáforas (como Padre)” (p. 439).
Nuestro autor vincula la significación imperfecta, tomada de la heterodoxa reflexión tomista de McCabe, con el principio protestante elaborado por el teólogo Paul Tillich, que se presenta como un principio abierto en forma permanente a la trascendencia, más allá de las realizaciones históricas del cristianismo, como una manera de “…protesta divida y humana contra cualquier pretensión absoluta hecha por una realidad relativa” (p. 448).
El horizonte de trascendencia abierto por el principio protestante funciona como una reserva de legitimidad que va mas allá de las realizaciones histórica. Con mucha razón Atria sostiene que “el hecho de que la iglesia (o la democracia) sea una institución corrupta no es la razón para abandonarla” (p. 450). Atria entonces propone que entendamos al déficit de las instituciones en relación a los principios que les dan sentido como una señal que puede utilizarse positivamente, una marca “sacramental” de un futuro de plena emancipación.
Atria distingue las dos caras de la la vinculación de un ciudadano con la ley democrática. Por un lado, como parte del pueblo, el ciudadano elige representantes que elaboran leyes de carácter obligatorio en interés de todos y por lo tanto hace la ley. Sin embargo, una vez sancionada institucionalmente, el ciudadano se trasforma en un sujeto obligado a cumplir la ley, le guste o no. Estas dos caras serían inconciliables si no se entendiera que la ley tiene, aunque sea lejanamente, un componente sacramental que consiste en considerar que, de alguna manera y en tanto ciudadanos, participamos en su elaboración y que su fundamento descansa en el interés de todos. Como bien lo expresa nuestro autor “La brecha entre el sentido formal y el sentido sustantivo solo puede ser salvada (si puede ser salvada) por una comprensión sacramental de la Ley….” (p. 460).
Si algo se puede criticar de esta sección es que muchas de las más atractivas intuiciones de Atria se pierden en la fragmentación de citas y referencias algo dispersas. Por ello, no logra replicar la consistencia del resto de la obra. La fortaleza de los principios de las dos primeras secciones va acompañada por cierta debilidad en la propuesta institucional.
De todos modos, la Forma del Derecho representa un esfuerzo intelectual de largo alcance para retomar la reflexión sobre derecho y la democracia en el siglo XXI desde el punto de vista de la teología política. Polémica, desafiante y áspera en muchos pasajes, la lectura de la obra de Fernando Atria resultará sin dudas provechosa y estimulante para el lector que se anime a transitarla.
Guillermo Jensen
Abogado (UCSE). Magíster en Ciencia Política y Sociología (FLACSO). Doctor en Derecho (UBA).
Estimado Fernando, gracias por el comentario. Mas allá de mis diferencias en algunos puntos, LFD me parece una obra interesantísima, con una articulación entre temas y una profundidad en la argumentación que ayuda a sofisticar la reflexión sobre el derecho y la política. Sobre todo, es una obra desafiante y original, que intenta pensar institucionalmente la articulación entre derecho y política, una manera de reflexionar tan necesaria como escasa en estos tiempos. El éxito y difusión de tu libro me parecen bien merecidos.
En muy breves lineas, respecto de la politicidad de los conceptos constitucionales, mi observación es que mas allá de que defiendas el valor de esos conceptos para nuestras prácticas políticas, lo cierto es que en tu teoría lo que termina siendo definitivo son las concepciones. Al final de tu argumentación los conceptos necesitan siempre concepciones para ser operativas y dado que esas concepciones son por naturaleza partisanas,no hay espacio para la imparcialidad en la interpretación. La lógica de la argumentación me lleva a entender que la constitución y sus conceptos políticos no son tanto un punto de acuerdo que guíe las practicas de una comunidad, sino un campo de batalla de concepciones en pugna sobre el concepto de «libertad», «igualdad», etc. Hay tanta diferencia entre una concepción marxista de la libertad, una hobbesiana y una roussoniana que el concepto de «libertad» puede significar una cosa, o todo lo contrario. Si la constitución puede ser una cosa o todo lo contrario entonces la constitución no tiene ninguna autoridad. Recientemente tuvimos un dialogo extendido/discusión con Roberto Gargarella sobre interpretación constitucional en este mismo blog, donde pongo un poco en juego algunos argumentos contra la radical indeterminación de la interpretación constitucional. Si bien el «texto autoritativo» de la constitución no da todas las respuestas, si nos permite delimitar un campo de interpretaciones posibles. O para decirlo en el lenguaje de la teología negativa: nos permite distinguir qué interpretaciones no son un reflejo de lo establecido en la constitución.
De esta premisa se deduce que la interpretación constitucional, en tanto adjudicación imparcial y restitución del sentido al objeto interpretado, puede ser dificultosa pero no es imposible; que los tribunales supremos o constitucionales tiene una estructura que no facilita hacer posible la adjudicación, pero no la impide totalmente. Tengo contigo en este tema (como diría Juan Luis Segundo) una diferencia de puntuación, dado que acordamos plenamente respecto de la naturaleza política de una constitución, la distinción entre constitución y ley constitucional y la natural conflictividad de lo político.
Finalmente, creo que el desafío mas grande que plantea el interpretativismo es que termina por diluir la autoridad de la constitución, que significa lo que el intérprete quiere que signifique (Dworkin), pudiendo dejar de lado incluso la «literalidad del texto constitucional». Esta expansión del «yo» moral interpretativo termina por volver irrelevantes las prácticas deliberativas y los procesos institucionales como los de reforma constitucional. ¿para qué reformar una constitución si vía «interpretación» puedo hacerle decir cualquier cosa?. El interpretativismo es un signo de estos tiempos hipersubjetivizados, donde la preferencia moral individual reina por sobre la decisión colectiva comunitaria.
Creo que Andrés tiene razón: el interpretativismo es sobre todo una amenaza a la democracia entendida institucionalmente. En Argentina, hasta las clausulas penales de la constitución han sido interpretadas «mas allá de la fría letra del texto».
Bueno, gracias nuevamente por el comentario y felicitaciones por el libro¡.
Saludos
Gracias Guillermo por un comentario inteligente y cuidadoso. Imagino que en el futuro habrá oportunidad para conversar de estas y otras cosas con más detención.
Por el momento, solo una observación: yo no creo que los conceptos constitucionales sean “cáscaras vacías a ser llenadas por el intérprete mediante sus concepciones, sino que representan decisiones políticas tomadas con anterioridad”. De hecho, como se explica en LFD, “La tesis no es que los conceptos son vacíos o políticamente inútiles, sino exactamente lo contrario. Es difícil exagerar la importancia y significación del hecho… de que uno de nuestros conceptos políticos fundamentales sea el de la igualdad básica de todos los seres humanos”.
El punto es que cuando la cuestión es políticamente relevante, lo que uno podría llamar el “texto autoritativo” de la constitución no es suficiente para hacer probable la adjudicación imparcial. Eso no se debe a un déficit del lenguaje constitucional, sino a la función y sentido de la constitución en nuestras prácticas políticas. No es algo acerca del lenguaje, sino acerca de la constitución, lo que Dworkin describió correctamente cuando sostuvo que la constitución significaba lo que significaba en su mejor lectura moral (yo diría: política).
Por eso me parece (aunque la he seguido sin mucho detalle) que la cruzada de Andrés Rosler contra el “interpretativismo” constitucional es una quijotada: tratándose de la constitución, el no-interpretativismo es sociológica y políticamente insostenible, aunque tiene razón Rosler en que el interpretativismo es inestable, porque disuelve la distinción entre derecho y política, entre decidir por aplicación imparcial de normas comunes (es decir: decidir por apelación al argumento) y decidir por referencia al poder que cada uno tiene… que es, a mi juicio, exactamente lo que está pasando no solo en Chile, no solo en Latinoamérica (mi predicción es que la jurisprudencia constitucional que nos llegará de Estados Unidos en los años que vienen va a hacer esto cada vez más claro) .
En fin, nada de lo anterior disminuye, obviamente, mi observación inicial de que el tuyo es un comentario agudo e inteligente. Lectores que lean de esta manera, por crítica que sea, son los que uno tiene en mente cuando escribe!
Saludos,