Si hiciéramos un ranking de los fallos más trascendentes de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en su nueva composición, en él figuraría sin duda “Schiffrin”, (Fallos, 340:257, del 28 de marzo de 2017). En esta entrada nos vamos a concentrar en la faceta “procedimental” del control de constitucionalidad que emerge en dicho fallo.

En otra oportunidad (“Delibera, delibera…”) hemos visto que un aspecto clave del control de constitucionalidad tiene que ver con el resguardo de la calidad de los procesos de toma de decisiones. Una de las primeras e ineludibles metas del control procedimental es el respeto de las reglas preestablecidas para la toma de decisiones. Huelga decir que el asunto no es tan lineal y desde siempre se ha discutido cuánto puede ingresar el poder judicial a “la cocina” de las decisiones tomadas por los otros poderes políticos.

Si bien la democracia exige que los jueces no se dediquen a “legislar” o “regular” asuntos que en verdad corresponde que sean decididos en las arenas del debate estrictamente político, por otro lado hay oportunidades en las cuales los únicos que pueden proteger las reglas básicas del juego democrático son precisamente los jueces.

Vayamos a “Schiffrin”.

El objeto: El caso versaba sobre la validez de la cláusula contenida en el artículo 99, inciso 4°, tercer párrafo de la CN, introducido por la última reforma constitucional, que establece que será necesario un nuevo nombramiento del poder ejecutivo—con acuerdo del senado—para que permanezcan en el cargo aquellos jueces que hayan cumplido 75 años. En rigor, lo controvertido no era la cuestión “de fondo” (el contenido de la disposición), sino si a su respecto se había cumplido con el procedimiento establecido por la propia Constitución para su reforma. El objeto no era novedoso.

La Corte ya se había expedido sobre el asunto en “Fayt” (Fallos, 322:1616 , 19 de agosto de 1999). En esa oportunidad (con otra composición, claro está), declaró la “nulidad” de esa cláusula, básicamente por considerar que la Convención Constituyente del ’94 había excedido los límites de la Ley de Necesidad de Reforma e infringido así las reglas establecidas en la propia Constitución para su reforma. Sin embargo, en “Schiffrin”, en un drástico viraje, la mayoría falló de modo opuesto a lo resuelto en “Fayt”, “restituyendo la validez” de la citada disposición constitucional.

La mayoría: aún los jueces que conformaron mayoría emitieron votos individuales donde ofrecen variedad de hilos argumentales, habiendo ofrecido un núcleo de consenso al inicio del fallo (ver en especial cdo. 27).

Los magistrados que componen la mayoría—Maqueda, Lorenzetti y Rosatti— reconocen inicialmente que la regularidad de los procesos de reforma constitucional puede ser objeto de control judicial, pero que éste debe limitarse a los “requisitos mínimos e indispensables” para la sanción de la norma. Al respecto, sientan un “estándar de máxima deferencia” hacia la actividad de la Convención Constituyente, por contar ésta con el “más alto grado de representatividad” (cdos. 10 y 20).

Asimismo, denuncian que este estándar “amplio” frente a las facultades de los Convencionales no fue seguido en “Fayt”. Y que allí se adoptó, en cambio, un “criterio hermenéutico restrictivo” que supone “un alto riesgo” de “interferir en el proceso democrático, alterando el equilibrio que la Constitución Nacional” de tal forma que el poder constituido pueda dejar sin efecto la voluntad soberana del pueblo expresada mediante una Convención Reformadora (cdo. 11).

Con vehemencia, advierten que, “de generalizarse» la doctrina Fayt podría poner en jaque multiplicidad de otras cláusulas de la Constitución y disposiciones transitorias que incorporó la reforma del ’94. La enumeración de escenarios contrafácticos nefastos incluye desde la no constitucionalización de la acción de amparo y de los tratados de derechos humanos hasta la eliminación de la declaración de soberanía sobre las Islas Malvinas (cfr., por ejemplo, cdos. 13 del voto común y 41 del voto del juez Maqueda).

Para resumir de algún modo el tono de las 90 páginas en las que se explaya la mayoría sentenciante, podemos decir que comienza, casi en un susurro, expresando que se puede ingresar a controlar la regularidad del proceso de reforma constitucional, pero luego pregona, a megáfono limpio, que si lo hacemos, todo aquello que guardamos en el joyero constitucional (soberanía popular, división de poderes, poder constituyente, integridad de la Constitución, derechos fundamentales, etc., etc.) queda al borde de hacerse añicos.

La disidencia:

Rosenkrantz, el juez disidente, afirma, por su parte, que “no está en juego, como se ha afirmado de modo grandilocuente, el oxímoron de la inconstitucionalidad de la misma Constitución” (cdo. 7).

En una tónica diametralmente opuesta a la mayoría, asume la excepcionalidad máxima del control de constitucionalidad de una reforma constitucional, pero insiste en que el procedimiento de reforma constitucional es una de las previsiones constitucionales más importantes. Y que de él depende el modo en que han de perdurar—e incluso si han de hacerlo—el sistema de derechos y la forma de gobierno establecidos por la Constitución.

En esa línea, postula que la complejidad del proceso de reforma, concebido por el constituyente en dos tiempos, con una etapa preconstituyente, la cual no es un artilugio antidemocrático, sino que también fue pensado como un momento de soberanía popular. Subraya que la soberanía popular no se ve diezmada en el ejercicio del control de dicho proceso, sino en realidad solamente cuando el proceso no es conforme a derecho.

En muy resumidas cuentas, Rosenkrantz plantea que el control de regularidad de los procesos no constituye una intromisión indebida ni un avasallamiento de los otros poderes o de la soberanía popular. Por el contrario, el cumplimiento estricto de los mecanismos establecidos por la CN para su propia reforma es la mejor forma de protegerla.

Breve reflexión final:

La reforma de la CN se encuentra sometida a reglas constitucionalmente establecidas para el desenvolvimiento del proceso del que nacerán o se modificarán disposiciones que se incorporarán al estadio más alto de nuestro ordenamiento jurídico-político. Tal vez la máxima señal de deferencia al pueblo soberano y a la propia Constitución sea elevar el estándar de regularidad procesal exigible a ese especialísimo proceso democrático.

Sin entrar a considerar si la convención reformadora excedió o no los límites de la ley 24.309, lo cuestionable del fallo mayoritario es presentar al control procedimental como un posible detonante de un escenario de cataclismo constitucional. Los diecisiete años y medio transcurridos desde “Fayt” hasta “Schiffrin” demostraron que, por más cuestionable que nos resulten las conclusiones de aquel primer fallo, el hecho de que haya sido fruto del ejercicio del control procedimental no desató ningún tsunami de anulación constitucional. La disidencia, con razón, no presenta al control de constitucionalidad en su faz procedimental como un evento trágico para la vida constitucional, sino que lo asume como una necesidad del régimen democrático.

 

Lisi Trejo

Abogada (UCSE), Especialista en Derecho Penal (UTDT), Docente Investigadora en Derecho Constitucional (UCSE)

2 Comentarios

  • Patricio Mendez Montenegro dice:

    Me parece que el voto de la mayoría esta lejos de ser procedimentalista o deferente a la autoridad democrática como la presentas. El fallo Fayt, con todos los horrores que implicaba, de ningún modo abría la posibilidad a que en la Constitución Nacional existiesen clausulas pétreas como si dicen los votos de Lorenzetti y Rosatti.
    Me parece que la reconstrucción que realizas es, al menos, sesgada e incompleta.

    • Lisi Trejo dice:

      Estimado Patricio: No entiendo tu comentario porque justamente mi punto es que la mayoría no fue todo lo procedimentalista que debió ser. Te sugiero releer -en forma completa- la entrada. Saludos cordiales. Lisi

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