Si hay un estándar constitucional que la Corte Suprema ha aplicado de forma consistente desde el retorno de la democracia es la conocida “doctrina Campillay”, cuyo origen se remonta al fallo de la Corte Suprema de 1986 en la causa “Campillay, Julio C. c/ La Razón y otros”. De acuerdo con la doctrina C, los medios de prensa no son responsables por la difusión de una noticia falsa o inexacta cuando: (i) identifican la fuente de la noticia o (ii) usan un verbo potencial o (iii) dejan en reserva la identidad de los implicados en el hecho ilícito.
El fallo que comentamos (Roviralta, Huberto c/ Primera Red Interactiva de Medios y otro s/ daños y perjuicios, del 20/10/2015) se vincula con el primer supuesto de esta doctrina: la atribución de la información a una fuente identificable. En efecto, el caso se origina en la publicación de un anuncio en el Diario Clarín en el que aparece la figura de un hombre reclinado en un sillón y fumando un habano, como también las imágenes de un cenicero partido al medio, un portarretrato con la fotografía de un jugador de polo y trofeos en forma de cabeza de caballo. Con una imagen sobreimpresa, figura una tarjeta de presentación con el nombre “HUBERTO”, una dirección ficticia de correo electrónico (huberrovi@degarron.com.ar) y al pie del aviso una frase: “Si te gusta vivir de arriba, que no se note”.
Huberto Roviralta se sintió agraviado por esta publicidad ya que entendió que la publicidad se refería a él. Por consiguiente, demandó a la sociedad editora del Diario Clarín por violación del derecho al honor y a la imagen personal.
Lo que la Corte analiza en este caso es si corresponde aplicar la “doctrina Campillay” en materia de anuncios publicitarios. En otras palabras, ¿queda eximido de responsabilidad el diario por haberse limitado a publicar un anuncio de naturaleza comercial? La respuesta de la Corte Suprema es que sí. Al respecto, la Corte sostiene que: (i) sin perjuicio de las diferencias que pudieran observarse entre el presente caso –en el que se trata de la publicación de un aviso comercial – y aquellos en los que este Tribunal ha aplicado el estándar Campillay no se advierten ni se han invocado argumentos que justifiquen apartarse de dicha doctrina; (ii) por lo tanto, no corresponde formular reproche alguno al medio de prensa que se limitó a publicar el aviso comercial que ha sido creado y encargado por un tercero perfectamente individualizado; y (iii) no se condice con el ejercicio de la libertad de expresión imponer al editor la obligación de tener que realizar complejas investigaciones para determinar el carácter dañoso de los avisos que terceros le requieran publicar.
Si bien comparto la solución del caso concreto, me parece que los argumentos de la Corte no son convincentes y que no parece razonable aplicar mecánicamente la “doctrina Campillay” en cuestiones que no son de interés público. En efecto, esta doctrina otorga una protección excepcional a los medios de prensa en cuanto le “permite al que suministra una información desinteresarse de la verdad o falsedad de ella” (“Ramos c/ LR3 Radio Belgrano”). Esta tutela constitucional excepcional solo tiene sentido para evitar que el órgano de prensa se transforme en un filtro de las manifestaciones u opiniones de terceros que se vinculan a cuestiones de interés público. En efecto, si los medios de prensa fueran civil o penalmente responsables por la falsedad o inexactitud de las “declaraciones de terceros” respecto de asuntos interés general, ello podría llevar a la “autocensura”, con el consecuente perjuicio para toda la sociedad. De esta forma, la finalidad principal de la “doctrina Campillay” es evitar el efecto disuasivo, atemorizador e inhibidor que podría generar una regla que hiciera responsable a los medios de prensa por la mera diseminación de dichos de terceros.
Por ello, la no imposición de un deber de verificar la veracidad o falsedad de la manifestación del tercero –o de la licitud o licitud de un juicio de valor– solo tiene sentido en materia de cuestiones de interés general. Es en esos casos en los que queremos asegurarnos que los medios de prensa no se “autocensuren” y difundan libremente las manifestaciones y juicios de valor de terceros.
En cambio, si en una reunión de consorcio, la vecina del 4º B dice que, según los dichos del portero, el señor del 5º C es alcohólico, la atribución de la información a una fuente identificable no debería operar en este caso como causa de justificación ya que no hay interés general alguno que pueda justificar la reproducción de los dichos del tercero. En este sentido, la Corte Suprema ha sostenido –en un caso relativo a la difusión de información acerca de la vida sexual, familiar y afectiva de una persona menor de edad– que si la finalidad tuitiva del legislador fue evitar la publicidad de ciertos hechos, no puede eludirse esta prohibición citando expresamente la fuente de que emana la información (“Sciammaro, Liliana c/ Diario ‘El Sol’ s/ daños y perjuicios). Justamente no puede eludirse dicha prohibición porque es una información que carece de interés público.
Ahora bien, en el caso de los anuncios comerciales, ¿existe un interés general que justifique permitirle al medio de prensa desinteresarse totalmente acerca de la licitud o ilicitud de un anuncio comercial? A mi juicio, la respuesta debería ser negativa, al menos en la mayoría de los casos. Puede haber obviamente casos de anuncios comerciales sobre cuestiones de interés general, pero no son la regla general.
En realidad, el Dictamen de la Procuradora proponía un estándar mucho más interesante para analizar este tipo de casos, que toma del fallo de la Corte en “Rodríguez, María Belén c/ Google Inc”. Según la Procuradora, el medio de prensa “responde en los términos del art. 1109 del Código Civil en aquellos casos en los que haya difundido un anuncio comercial de ilegalidad manifiesta y grosera, y no así cuando reproduzca un anuncio ajeno que abarque un daño opinable, dudoso o exija un esclarecimiento”. Entiendo que este estándar que propone la Procuradora permite evitar ciertas consecuencias absurdas a las que nos lleva la aplicación de “Campillay” en materia de anuncios comerciales, tales como no responsabilizar ni civil ni penalmente a un diario que publica anuncios que proponen u ofrecen transacciones ilegales. Por ejemplo, no parece razonable eximir de responsabilidad a un diario que publica un aviso clasificado de una persona que se promociona como el mejor sicario del barrio o que vende la cocaína más pura.
En todo caso, al igual que como lo señala la Procuradora, en el caso concreto la publicidad no configuraba “una ilegalidad manifiesta y grosera” y por ello comparto la decisión de la Corte Suprema en el caso concreto.
Muy buen comentario, sólo aclararía que la empresa que pagó el aviso fue condenada en primera instancia y condena que quedó firme con la sentencia de Cámara. Es inentendible que la Corte no se quiera meter con el commercial speech. Llama la atención la justificación del uso Campillay» con la cita de «Sujarchuk», caso que no tenía nada que ver con este. Saludos.
¿A qué se deberá el auge de la cita descontextualizada de sus propios precedentes por parte de la Corte Suprema?
Excelente comentario, Julio. Me da la sensación de que en este, como en otros temas, la Corte tiene que «afinar» los estándares que aplica. Si bien «Campillay» es de cosecha propia, y no se le puede achicar «imprevisión en la importación de la doctrina» como podría ocurrir con la «real malicia», tu comentario (junto al que oportunamente publicara Valentín sobre el dictamen, si no recuerdo mal) pone sobre la mesa que faltan matices, falta sutileza. ¿Es un error de la Corte por inadvertencia? ¿Es una decisión deliberada? Uno tiene a pensar que es lo segundo, ya que tenía el dictamen que le ofrecía un camino distinto. En esta hipótesis, ¿cuáles son las razones para insistir en que no se advierten razones que justifiquen circunscribir «Campillay» y dejar afuera de esa regla los avisos comerciales? Parece que la Corte encontró un par de doctrinas que le resultan cómodas y desea aplicarlas a todo tipo de casos, incluso aquellos que se beneficiarían de una estructura doctrinal diferente. Por supuesto, crear una doctrina es costoso, en términos de tiempo y esfuerzo, y riesgoso, en tanto siempre existe la posibilidad de que hayan ramificaciones no previstas. Pero, en el caso, queda la sensación de que la solución propuesta en el dictamen abría una línea posible en la que no se avizoraban grandes problemas (más allá, obviamente, de la relativa indeterminación de lo «manifiesto y grosero» -que no es distinta de la que se utiliza sin grandes inconvenientes en, por ejemplo, materia de amparo). Un abrazo.