Ya han pasado casi dos años del fallo de la Corte Suprema en la causa iniciada por el Grupo Clarín cuestionando la constitucionalidad de ciertas normas de la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (ley 26.522). El paso del tiempo permite un análisis un poco más desapasionado de este fallo y de sus implicancias para el futuro de la libertad de expresión en la Argentina. Para ello, quiero enfocarme en el voto de los jueces Lorenzetti y Highton de Nolasco. Mi propósito en esta entrada no es analizar la decisión concreta tomada por estos dos jueces respecto de la constitucionalidad de las normas impugnadas por el Grupo Clarín sino el estándar de constitucionalidad utilizado para alcanzar dicha decisión y las consecuencias –negativas– del empleo de dicho estándar para casos futuros de libertad de expresión.
Lorenzetti y Highton sostuvieron que en el caso no se encontraba “afectado el derecho a la libertad de expresión del Grupo Clarín, en tanto no ha sido acreditado que el régimen de licencias que establece la ley ponga en riesgo su sustentabilidad económica”. (consid. 36) Ahora bien, ¿qué están diciendo Lorenzetti y Highton cuando afirman que no está afectada la libertad de expresión en el caso?
A los fines de entender los alcances de esta afirmación, resulta necesario distinguir entre el ámbito de cobertura de un derecho determinado y la efectiva protección que ese derecho brinda respecto de ciertas conductas o actos. Como explica Frederick Schauer, esta distinción es importante porque una cosa es si un derecho resulta aplicable respecto de una acción o conducta determinada y otra es si ese derecho debe prevalecer en un caso concreto frente a otros intereses u otros derechos. Por ejemplo, las informaciones falsas relativas a un funcionario público están dentro del ámbito de cobertura de la libertad de expresión. Ello no significa, sin embargo, que esta clase de informaciones falsas se encuentren siempre tuteladas constitucionalmente, ya que si fueron difundidas con conocimiento de su falsedad o temerario desinterés acerca de si eran falsas o no, el emisor de dicha información puede ser condenado a resarcir los daños y perjuicios causados. En cambio, hay diversas clases de expresiones que ni siquiera se encuentran dentro del ámbito de cobertura de la libertad de expresión y que, por lo tanto, su eventual reglamentación no genera la aplicación de los estrictos estándares de revisión judicial característicos de dicho derecho constitucional. Entre estas clases de expresiones se encuentran –según Schauer– la comunicación de información verdadera entre dos empresas competidoras a los fines de fijar precios o la difusión de información errónea en un manual de instrucciones de una motosierra. Se trata de cuestiones que a nadie se le ocurriría analizar de acuerdo con los estándares constitucionales de la libertad de expresión. Por ejemplo, si un laboratorio –en el marco de una demanda de daños y perjuicios promovida por una persona que se intoxicó con un remedio debido a un error en la dosis recomendada en el prospecto– invocara la doctrina de la real malicia en su defensa, nuestra conclusión natural sería que éste no es un caso en el que se deban aplicar los estándares de la libertad de expresión. La difusión de información falsa en un prospecto de un medicamento –a pesar de constituir una forma de comunicación– está fuera del área de cobertura de la libertad de expresión.
Volvamos, entonces, al voto de Lorenzetti y Highton. ¿Están afirmando que el planteo del Grupo Clarín ni siquiera entra en el área de cobertura de la libertad de expresión? Así parece porque más adelante sostienen que “el escrutinio debe realizarse teniendo en cuenta la naturaleza y entidad de los derechos en juego: el derecho de propiedad y libre comercio del grupo actor, por un lado, y el derecho a la libertad de expresión en su faz colectiva, por el otro” (consid. 38). Como puede observarse, Lorenzetti y Highton han eliminado por completo la dimensión individual de la libertad de expresión del Grupo Clarín. El caso no debe ser analizado –a juicio de estos jueces– de acuerdo con los estándares de libertad de expresión sino conforme a los estándares establecidos respecto de cuestiones patrimoniales que son sustancialmente menos intensos.
Ello lleva a estos jueces a realizar un control judicial marcadamente deferente, que excluye cualquier examen de la necesidad de la medidas adoptadas, lo que a su vez exime a estos jueces de analizar si “existían otros medios alternativos igualmente idóneos y que, al mismo tiempo, hubiesen provocado una menor restricción a los derechos involucrados” (consid. 50).
Es difícil compartir la afirmación de Lorenzetti y Highton respecto de que éste no es un caso de libertad de expresión. El hecho de que la normativa cuestionada no afectara la sustentabilidad económica del Grupo Clarín o que no discriminara entre distintos sujetos eran argumentos potencialmente válidos para justificar la no prevalencia de la dimensión individual de la libertad de expresión del Grupo Clarín en el caso concreto y así rechazar la demanda. Pero de ninguna manera puede entenderse que una norma que limita –de forma significativa– el número de licencias que pude tener un medio de comunicación y el porcentaje de audiencia al que puede llegar es una norma que ni siquiera genera la aplicación de los estándares de revisión judicial característicos de la libertad de expresión.
Lamentablemente, Lorenzetti y Highton nos dejan un fallo con implicancias particularmente problemáticas en materia de libertad de expresión. El mensaje de estos dos jueces es que no están dispuestos a revisar –de acuerdo con los estándares intensos de la libertad de expresión– las leyes de defensa de la competencia en materia de comunicación audiovisual. Ello implica otorgar un poder reglamentario excesivamente amplio al gobierno de turno en esta área, ya que –según estos dos jueces– el gobierno no tiene carga alguna de justificar la razonabilidad y necesidad de estas medidas.
Alguien podría pensar –y efectivamente así fue afirmado por varios profesores y académicos– que dicho margen de deferencia es necesario porque estamos frente a una ley que –como dicen Lorenzetti y Highton–“promueve la libertad de expresión en su faz colectiva” (consid. 30). Durante los debates acerca de la constitucionalidad de esta ley se citó en innumerables ocasiones al académico estadounidense Owen Fiss, quien ha sostenido que es un error asumir siempre como premisa que el Estado es el enemigo natural de la libertad de expresión. Según Fiss el Estado puede convertirse en un “amigo” de la libertad de expresión, cuando regula dicho derecho para promover el debate público.
Sin embargo, el contexto en el que Fiss desarrolla esta idea del Estado como “amigo” de la libertad de expresión es radicalmente diferente al argentino, lo que dificulta ostensiblemente la importación mecánica de Fiss a la Argentina.
En efecto, el contexto argentino se ha caracterizado en los últimos años por el uso de los medios de comunicación estatales con fines notoriamente partidistas, el manejo discrecional de la publicidad oficial (tanto a nivel nacional, como a nivel provincial, incluyendo a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires), la persecución por parte de la Secretaría de Comercio a las consultoras que difundían los índices de inflación, la presión a empresas privadas para que no publiciten en medios de prensa escritos, la transmisión gratuita de partidos de fútbol con fines propagandísticos, el abuso de la cadena oficial con fines puramente electorales, etc.
A esto tenemos que añadirle que, como ha señalado recientemente Gustavo Maurino, el sistema de control institucional del Estado nacional “está completamente desmantelado, desvirtuado y deslegitimado”. En este sentido, Maurino destaca que tenemos “agencias de protección de derechos acéfalas (Defensor del Pueblo de la Nación), intervenidas (Inadi), o sin funcionar hace años (Defensor de las Niñas, Niños y Adolescentes); agencias de control y regulación de los servicios públicos intervenidas (CNC, CNRT) o desinstitucionalizadas hace años (Enargas, ENRE); agencias de control de la corrupción y de promoción de transparencia sin independencia (Sigen, Oficina Anticorrupción) o limitadas en su acción por diseños institucionales ilegales (AGN)”.
Es casi ingenuo pensar que este Estado puede actuar como “amigo” de la libertad de expresión. Por el contrario, la experiencia nos muestra que el Estado argentino –con independencia del gobierno de turno– es un Estado en el que no se puede confiar cuando reglamenta la libertad de expresión y, por ende, los tribunales deben exigirle que demuestre la razonabilidad y necesidad de dicha reglamentación.
Nada de lo dicho en esta entrada significa que el Estado no pueda regular en materia de defensa de la competencia y medios de comunicación o que la ley 26.522 sea inconstitucional. Mi crítica del voto de Lorenzetti y Highton no está dirigida al resultado de su voto –que merece un análisis detallado por separado– sino al estándar de constitucionalidad utilizado, excesivamente deferente respecto del Estado. Mi punto es bastante simple: el Estado argentino no es merecedor de confianza cuando incursiona en estas áreas y los tribunales deben aplicar un estándar de control exigente –no deferente– en función del cual el Estado deba demostrar la razonabilidad y necesidad de la reglamentación. El voto de Petracchi, cuyo análisis dejo para otra ocasión, muestra un camino bastante más interesante respecto del estándar de constitucionalidad aplicable, a pesar de que la forma en que Petracchi aplicó dicho estándar en el caso concreto también deja muchas dudas.
Foto: http://www.hyuro.es/
La idea de desconfianza está dirigida esencialmente al Poder Legislativo y al Poder Ejecutivo, que tienen el poder regulatorio. Mi idea es que los tribunales deben aproximarse con cierta «desconfianza» a los intentos regulatorios de la libertad de expresión (con total independencia de quien sea el gobierno de turno, sean los K, el peronismo, el PRO, etc, etc). Ello no implica obviamente desconocer ese poder regulatorio. Pero los tribunales deberían emplear un control no tan deferente y deberían exigir al gobierno que acredite, que demuestre la necesidad de dicha regulación. O sea, los jueces no deben quedarse con las «palabras lindas» (pluralismo, diversidad, et, etc) sino que deben controlar cómo las normas sancionadas persiguen efectivamente dichos fines. E insisto en una cosa: no es una crítica al resultado al que llegan estos jueces, es esencialmente una crítica al estándar de control que utilizan que para casos futuros me parece muy pero muy malo.