“Obergefell”. Dejó de ser el impronunciable apellido de un agente inmobiliario de Cincinnati. Es, de ahora en más, el nombre de un fallo canónico que condensa un blitzkrieg cultural.
El cambio fue vertiginoso. A principios de este siglo, las leyes penales de EE.UU. criminalizaban a las personas por su vida íntima. Solo quince años después, más de 390.000 parejas están legalmente casadas. En el medio, la opinión pública dio un vuelco inédito. Mientras que en 2009 el matrimonio entre personas del mismo sexo tenía un apoyo del 40%, en 2015 esa cifra trepó al 60%. En ese contexto, parece claro que la ola “arcoíris” fue la que llevó a la Corte Suprema a reconocer un nuevo derecho en virtud del cual los 50 estados de la Unión están obligados a conceder una licencia matrimonial a parejas del mismo sexo.
El proceso legal previo a la sentencia fue muy rico y mereció gran atención de los medios masivos y especializados. En Todo sobre la Corte seguimos el proceso muy de cerca, desde las intervenciones de la Corte en 2013 (aquí, aquí y aquí) hasta el actual proceso de audiencias, animándonos también a anticipar el posible resultado del proceso. Nos remitimos a esas entradas, para pasar directamente al análisis puntual de la sentencia emitida el viernes 26 de junio.
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Tal como era previsible, la mayoría fue ajustada y la redacción del voto principal quedó en manos de Anthony Kennedy. Este Justice, quizás demasiado convencido de que tenía una cita con la historia, elaboró un texto que para algunos es poesía y para otros una colección de aforismos propios de las “galletas de la suerte”.
Estilo al margen, el voto mayoritario se fundamenta en la premisa de que el derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo deriva de una interpretación dinámica y sinérgica de los principios de “debido proceso sustantivo” y de “igualdad ante la ley”, ambos consagrados en la sección I de la Enmienda XIV.
Respecto del primer principio, la Enmienda XIV se limita a decir que ningún estado puede “privar a una persona de su vida, libertad o propiedad, sin un debido proceso legal”. Como sabemos, esta cláusula tiene una faz adjetiva o procesal, y otra sustantiva. Bajo este último concepto, se engloban de modo difuso las denominadas “libertades” fundamentales del hombre. Se trata, entonces, de saber si el derecho a casarse es una de estas libertades.
En esa línea, Kennedy sostiene que el matrimonio entre personas del mismo sexo es un derecho fundamental por cuatro razones: (1) el matrimonio es inherente al concepto de “autonomía personal”, (2) el matrimonio es un tipo de unión “distinta de toda otra por su importancia para los individuos que toman ese compromiso”, (3) el derecho a casarse está conectado con el derecho a hacer decisiones en materia de familia, procreación y crianza de los hijos, y (4) el matrimonio es una “piedra angular del orden social de esta Nación”.
Este razonamiento reclama la legitimidad de un indiscutido leading case del derecho estadunidense: Loving v. Virginia. En aquella decisión, una Corte unánime declaró la inconstitucionalidad de las leyes que criminalizaban los matrimonios interraciales. Aunque suene paradójico, Kennedy apela a la naturaleza del hombre y de la institución para fundar su caso, y por el mismo precio, distinguirlo de la poligamia. Dice al respecto, “la naturaleza del matrimonio es tal que, a través de un vínculo perdurable, dos personas pueden encontrar otras libertades, tales como la expresión, intimidad o espiritualidad. Esto es cierto para todas las personas, cualquiera sea su orientación sexual”.
En mi opinión este es el punto más flojo de su argumentación, y así lo hicieron saber las disidencias, en particular la de Thomas. En lo esencial, afirma este juez que el reconocimiento legal del matrimonio no es una forma de “libertad” protegida por la Enmienda XIV, sino un “beneficio estatal”. Se abunda en citas que, correctamente, demuestran que en la tradición angloamericana esta cláusula apunta a evitar la interferencia estatal en el ejercicio de libertades individuales. No es este, por tanto, un mecanismo para exigir la concesión del conjunto de beneficios estatales que derivan de una unión entre personas. La misma idea es resumida por Scalia, quien se burla cínicamente de la mayoría diciendo que la libertad personal “es restringida en vez de expandida por el matrimonio. Consulte al hippie más cercano”.
A su vez, la idea de afincar nuevos derechos en la doctrina del debido proceso sustantivo ha sido duramente criticada por la doctrina contemporánea, por su maleabilidad y límites difusos. La disidencia de Roberts se encarga de dejarlo claro citando 16 veces la disidencia de Holmes en el controvertido caso “Lochner”.
Esto nos deja con la segunda línea argumental, más sólida, referida a la igualdad ante la ley. Aquí lo que debía resolverse son dos cuestiones: (1) si existen razones válidas para que el Estado distinga entre categorías de ciudadanos, negando a un grupo determinado ciertos beneficios, y (2) si es que está comprometida la igualdad ante la ley, determinar cuál es el grado de “escrutinio” correspondiente para estos casos.
En cuanto al primer punto, el voto de Kennedy debía rebatir los argumentos más potentes esgrimidos por los demandados. El más serio, quizás, el que sostiene que la distinción estatal es razonable en la medida en que las uniones de distinto sexo están abiertas a la procreación, aún no querida, y que por ello merecen una protección mayor y diferenciada. Aquí, la respuesta es formal, en tanto afirma que “los precedentes protegen el derecho de una pareja casada a no procrear, de modo que el derecho a casarse no está condicionado a la capacidad o compromiso de procrear”. Parco pero suficiente, ya que las disidencias no tuvieron más respuesta que insistir sobre la lectura originalista e histórica de la definición de matrimonio. Una pena, ya que en otros casos, como en “Goodridge”, resuelto por la Corte de Massachusetts, este tema ha sido tratado con un rigor que en el caso está ausente.
Ahora bien, en este plano Kennedy buscó darle mayor relevancia a otro argumento, que gira en torno a una idea originalmente defendida en un fallo elaborado por Richard Posner. Sorpresivamente para muchos, pone a los niños en el centro del debate sobre igualdad, afirmando que “sin el reconocimiento, estabilidad, y previsibilidad que ofrece el matrimonio, los niños sufren el estigma de saber que sus familias son de algún modo inferiores. Ellos sufren además el significativo costo material de ser criados por padres no casados, relegados sin que exista culpa de su parte a una vida familiar más difícil e incierta. Las leyes matrimoniales en cuestión dañan y humillan a los hijos de las parejas del mismo sexo”.
En lo que hace a la segunda cuestión, referida al tipo de “escrutinio” en juego, el voto se destaca por lo que no dice ni aclara. No queda resuelto cuál es el grado de “test” aplicable frente a este tipo de discriminación, dejando la puerta abierta para que sigan en vigor prácticas y leyes que afectan a las minorías sexuales en otros contextos. Quizás esto ha sido dejado en el vacío ex professo, para sortear cuestionamientos como los de Alito, referidos a los posibles conflictos de esta decisión con la libertad religiosa.
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Fuera del marco anterior, los votos disidentes canalizan su frustración poniendo todo su énfasis en que el fallo implica un serio daño a la forma de gobierno democrática, en tanto queda a discreción de una exigua mayoría de jueces dar por terminado el debate social que existe sobre el tema. Es así que Scalia imputa a la mayoría el síndrome de “Hubris”, y Roberts invita a todos a celebrar “el resultado” de la decisión, pero aclarando que ello se debe exclusivamente a la arbitraria decisión de los jueces, dado que “nada ha tenido que ver la Constitución”.
En este punto, caben los análisis teóricos habituales sobre la objeción contra-mayoritaria, la justificación del judicial review o las críticas a la judicial supremacy. Nada nuevo hay que agregar. Salvo hacer notar que —una vez más— la rueda gira y el fallo beneficia la agenda de los liberals, que hasta ayer deploraban el inadmisible “activismo” de la Corte que había resuelto “Citizens United”.
Para terminar, conviene hacer una breve reflexión sobre el significado político del fallo. Creo yo que no se debe leer la sentencia como una victoria de la izquierda radical o de un movimiento que promueve un cambio profundo de estructuras. Por el contrario, se trata de un fallo elaborado por un libertario de raíz católica que, apelando a las nociones de los derechos fundamentales y el orden social, está en línea con la conducción del partido Demócrata y buena parte del electorado del partido Republicano. Tanto es así que la decisión fue aplaudida por figuras como Posner o el Cato Institute y celebrada en las escalinatas del tribunal con una versión muy prolija del “Star-Spangled Banner”. ¿Ganó el amor? Quizás. Quien ganó seguro fue el sistema.
Excelente artículo, Martín. Coincido plenamente en que el caso refleja la opinión pública mayoritaria sobre el tema, lo que no debería sorprendernos a la luz de la rica bibliografía surgida en los últimos años que cuestiona (en un sentido diferente al que lo hacía Robert Dahl hace algunas décadas) la idea de que la SCOTUS es una institución contramayoritaria en el sentido literal de la expresión, pace Alexander Bickel (quien, claro, no estaba pensando la dificultad contramayoritaria en términos literales sino institucionales). A la evidencia que aportás en el texto principal, sumo esta breve columna de Cass Sunstein: http://www.bloombergview.com/articles/2015-06-26/gay-marriage-shows-court-at-its-best. Saludos.
Excelente nota. No lei la sentencia x la barrera idiomatica q me lo impide.
En cuanto al segundo argumento, si bien es claro, creo q los que crean en la poligamia o poliandria, en algun momento plantearan que ellos son discriminados y se viola su igualdad. Sino el patron para diferenciar es meramente ideologico y no juridico. Pero es discutible.
Quiza la CS ya tuvo un tema sumilar cuando resolvio Sejean, que ya paso a la historia.
Saludos