Todos tenemos nuestros fantasmas, nuestras cuestiones no resueltas. Psiquiatras y psicólogos edifican sus carreras a partir de este dato. Las naciones y los sistemas institucionales no son menos y el lugar de analista lo asume, muchas veces, su órgano más reflexivo, el que puede hablar desde detrás del diván y rememorarnos, por encima de nuestra coyuntura agonal, una voz arquetípica que la trasciende. Esa voz que no es otra que la de Ley y la Constitución se encarna en la figura institucional de los jueces y, eminentemente, en los jueces de jueces, la Corte Suprema. Los estadounidenses, en este sentido, hace más de dos siglos que debaten sobre la elección de los jueces. Hamilton creía que darles estabilidad a los jueces a través de un nombramiento vitalicio favorecía su independencia; Jefferson, en cambio, creía que esa autonomía iba contra el principio del gobierno popular. La Constitución Federal siguió al primero, las Constituciones Estaduales -al menos, 39 de ellas- optaron por la elección popular de jueces.
La Corte Suprema, como el psicólogo que nos dice » seguimos en la próxima», no se mete en esta cuestión espinosa aunque toma nota del elefante en la habitación. Se ocupa, antes bien, de una cuestión derivada: los límites que pueden poner los Estados a las campañas judiciales de los candidatos a jueces y si esos límites afectan la Libertad de Expresión. En concreto, en Williams Yulee v. Florida Bar del pasado 29 de abril la Corte Suprema de EEUU estableció que no es inconstitucional la limitación impuesta por el Estado de Florida a los candidatos a la judicatura para pedir, personalmente, fondos para su campaña. Para hacerlo, debió medir, frente a frente, dos bienes constitucionales: la libertad de expresión y la confianza de la ciudadanía en la acción de la judicatura. ¿Es legítimo que un Estado limite la Libertad de Expresión de un candidato a juez -las campañas electorales se engloban dentro de esta problemática- en aras de la confianza pública que el mismo debe despertar? Nos damos cuenta así que el caso no va a responder la diálectica elección indireca vs elección directa, pero si la va a trascender para hablarnos de la función judicial y de las condiciones para que esos «hombres de negro» nos puedan seguir escuchando y guiando cuando, de espaldas, nos sentamos en el diván de los grandes debates legales y constitucionales.
En este contexto, ¿qué es lo que dice el fallo? De primera intención, el caso trata sobre los cotos que se le pueden imponer a la Libertad de Expresión, cuestión que se concentra en el tipo de escrutinio que debe utilizarse para evaluarlo. Coinciden mayoría y minoría en que las limitaciones a la Libertad de Expresión deben medirse con el criterio más restrictivo posible, el «escrutinio estricto«. Ello obliga a un examen muy minucioso de la normativa, que Roberts realiza de manera sumamente persuasiva. El primer paso que toma es el de diferenciar a los políticos de los jueces, morigerando así su carácter electivo. Dice don Roberts que
«de los políticos se espera que respondan apropiadamente a las preferencias de sus seguidores. Es más, esa «responsividad es central para el concepto de auto-gobierno a través de oficiales públicos electivos» (McCutcheon v. Federal Election Commission (2014) (plurality opinion) (p. 39). Eso no es igual para los jueces. Al decidir controversias, un juez no debe seguir las preferencias de sus seguidores o darle ningún tipo de consideración especial a sus donantes de campaña. Un juez debe, en cambio, “observar la más perfecta ecuanimidad», luchando para ser «perfecta y completamente independiente, con nada que lo influencia o controle más que Dios y su conciencia» (discurso de John Marshall, en Proceedings and Debates of the Virginia State Convention of 1829–1830, p. 616, 1830)
Con este simple movimiento de cintura, Roberts hace pasar de largo toda la jurisprudencia sobre Libertad de Expresión en campañas políticas y sitúa la cuestión en el lugar elegido de la cancha: la integridad judicial. Porque, ¿cuál es el fin perseguido por Florida y otros 30 estados con una legislación semejante? La letra del Código de Etica Judicial no deja lugar a dudas: su objetivo es «mantener la confianza pública en un Poder Judicial imparcial». El razonamiento
«… es fácil de entender: los jueces, debiendo ejercitar su función con estricta neutralidad e independencia, no pueden implorar a los donantes de campaña sin disminuir la confianza pública en la integridad judicial. Estos principios van tan atrás como 8 siglos, hasta la Carta Magna, que proclamó: «A nadie venderemos, a nadie negaremos o retardaremos, derecho o justicia». El mismo concepto está incluido en el juramente judicial del common law, que obliga al juez «a hacer justicia a toda la gente… sin miedo o favoritismo, afecto o animadversión», y ese juramento que cada uno de nosotros tomó para «administrar justicia con respeto hacia las personas, y aplicar el derecho igulamente a los pobres y a los ricos». Dicho simplemente, Florida y otros estados han entendido que la ciudadanía podría perder la confianza en la capacidad del juez para administrar justicia sin miedo o favoritismos si adquiere el cargo pidiendo favores.»
La cuestión nos puede parecer un poco lejana y evidente, tomando en cuenta nuestros criterios de organización judicial y el modo de elección de los jueces pero, sobre todo, la diferente concepción de la Libertad de Expresión y el respeto al federalismo. Aquí, la declaración que hacen Roberts y la mayoría de la Corte Suprema de EEUU debe leerse frente al principio de máxima -casi irrestricta- protección de la Libertad de Expresión, que es lo que provoca las disidencias -algunas hiperbólicas, como la de Kennedy- del resto de los Ministros. En efecto, hay que esforzarse mucho para limitar el derecho a expresarse y es muy difícil pasar el escrutinio estricto. El detalle argumental para analizar los agravios de la peticionante y revertir las críticas de las disidencias son así de una gran fineza dialéctica y muestran que estamos ante una cuestión estructural del sistema americano de derechos. Que si se prohíbe todo tipo de pedido de fondos o solo los encabezados por el candidato a juez; solo los interpersonales o también los generales, todo es sometido a un minucioso examen para demostrar que no hay desvíos, por más o menos, en la limitación a la Libertad de Expresión de la candidata. El resultado es siempre el mismo: el interés estatal en la preservación de la integridad judicial es relevante y la regulación concreta, razonable.
Al estar sobre el tapete la Primera Enmienda -que consagra constitucionalmente la libertad de expresarse- ha llamado la atención que John Roberts –después de 3 años– se haya alineado con la denominada ala liberal del Tribunal -Ginsburg, Breyer, Kagan y Sotomayor-. ¿Cuáles han sido sus razones? Para él, dice The Economist, «es una prioridad mantener la ecuanimidad de los jueces ante la mirada pública. Durante las audiencias de nominación en el 2005, hizo una comparación famosa en la que el trabajo del juez es similar a de un árbitro de beisbol, que canta «balls» y «strikes» sin desvíos ni favoritismos. Y en el caso de la Affordable Care Act del 2012, el Presidente evitó un voto de 5-4 que respondiera a encuadres ideológicos para bajar el mayor logro legislativo de Barack Obama, cruzándose al lado liberal. Mientras elucubra cómo votar en los casos más disputados de este año – matrimonio homosexual y, otra vez, la Obamacare, los cuales van a tener un alto y profundo impacto en la vida de millones de americanos- el Presidente de la Corte Roberts está, claramente, considerando cuál va a ser el legado de su Corte. La opinión de la mayoría en Williams-Yulee es, antes que nada, un signo de su deseo ferviente de cultivar la imagen de imparcialidad en el Poder Judicial americano, incluyendo -especialmente- su Corte Suprema»
Foto: baob555555 / Bobs Furniture / CC BY-NC-ND