Hace unos días me crucé con una nota de «El País» en la que se comentaba el próximo estreno de «The Originalist», una obra de teatro sobre la vida del juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos Antonin Scalia (¿qué otro nombre cabría para una obra sobre Scalia? Bueno, tal vez «The Faint-Hearted Originalist», como él mismo se autodenominó en alguna ocasión, al explicar las concesiones que su teoría constitucional hace a consideraciones tales como precedentes consolidados o resultados moralmente aberrantes). La lectura rápida de la nota me recordó haber leído algo sobre la misma obra en medios estadounidenses y también sobre «Scalia/Ginsburg», una comedia con tonos de ópera que traza un contrapunto con la jueza Ruth Bader Ginsburg, colega de Scalia en el supremo tribunal estadounidense y, a pesar de diferencias jurídicas y filosóficas notables, amiga también.
Quizás sea cierto, como dice Cristina Pereda para «El País», que «[s]ólo en la capital del mundo de la política se podría estrenar una obra dedicada exclusivamente a retratar a un juez del Tribunal Supremo». Es difícil imaginar una obra teatral vernácula cuyo foco de atención sean Lorenzetti, Maqueda, Highton o Fayt. No obstante, me pareció un interesante llamado de atención sobre cómo otras democracias debaten, de forma franca y abierta y en diferentes registros, sobre los jueces que tienen y los que desean (o no) tener.
No es simplemente el estreno de este tipo de obras lo que refleja la mayor densidad del debate. Hay, claro, críticos de las obras también, que vierten sus ideas en ámbito del discurso público. Así por ejemplo, Mark Joseph Stern, en «Slate», cree que «The Originalist» es un trabajo que pinta a un Scalia que -si alguna vez fue- ya no es: un juez bravucón y conservador, pero íntegro en sus convicciones jurídicas; un gigante legal más allá de las influencias de la política. A juicio de Stern, el Scalia de la obra es diferente, y más atractivo como juez, que el verdadero. Por lo menos, más atractivo que el último Scalia, el contemporáneo. Por su parte Adam Liptak, en el «New York Times», presenta una visión más neutra de la obra, intentando mostrar al lector cómo se hizo y cuáles fueron las ideas que movilizaron a su creador y la interacción que tanto el director de la obra como el actor que interpretará a Scalia tuvieron con el juez.
En Argentina, que es en definitiva el ámbito institucional que me preocupa, hemos mejorado notablemente en los últimos años. El procedimiento generado por el Decreto 222/03 ha significado un avance indudable. También lo ha sido, a mi juicio, el cambio de orientación institucional de la Corte, más abierta –al menos formalmente– a una interacción que trasciende el tradicional «hablar a través de sus sentencias». No hay dudas de que la actual nominación de Roberto Carlés a la Corte Suprema ha generado cierta agitación de opiniones, en uno y otro sentido, como muestra la recopilación de materiales en la columna dedicada al tópico en este blog, entre otras reflexiones recomendables como la del amigo Patricio Nazareno.
Sin embargo, queda mucho camino por recorrer. El debate más o menos intenso que la nominación de Carlés ha disparado puede obedecer a factores coyunturales, vinculados con esta concreta nominación más que con una cultura política que abraza ese tipo de discusión. No es seguro que, en otro contexto, vayamos a discutir del mismo modo o con igual interés. Desde otra perspectiva, debe destacarse que la literatura especializada en la historia de la Corte Suprema no es abundante y menos aún lo es la reflexión sobre la actuación de las personas concretas que se han desempeñado en ese tribunal (por contraposición, el rico desarrollo de la disciplina de la historia constitucional en los Estados Unidos ha llevado a que existan trabajos no solamente sobre los jueces -la biografía judicial es un género relativamente poblado en aquellos pagos- sino incluso sobre los letrados que asistieron a los jueces de una época determinada, como es el caso de estos papers seriados de Barry Cushman –acá y acá-). Naturalmente, dado lo anterior tampoco existe abundancia de materiales que reflexionen sobre los tipos de jueces que hemos tenido.
Se trata de un debate de importancia, desde una multiplicidad de perspectivas, de entre las cuales aquí quiero rescatar una relativamente obvia: del tipo de jueces que tengamos dependerá la fisonomía del tribunal y, en última instancia, la posibilidad de su independencia. No me refiero únicamente a la trivial observación de que si se nombran jueces partisanos o sumisos al poder que los designa, el tribunal carecerá de independencia. Aquí apunto a la influencia que los distintos perfiles de jueces que se nombren pueda tener en la construcción de un tribunal que, como institución y más allá de la presencia de esos jueces entre sus integrantes, goce de una posición institucional que le permita operar con efectividad. Me refiero, en suma, a la construcción institucional y no solamente al resultado de las contiendas concretas que toque resolver a los jueces (claro que esto último tiene un impacto directo sobre lo primero).
La observación hamiltoniana respecto de la debilidad institucional del Poder Judicial encuentra evidencia bastante en la práctica argentina (baste «Sosa, Eduardo Emilio», para botón de muestra, pero hay varios ejemplos más). Los jueces argentinos lo viven en carne propia, imagino, con cierta frecuencia, y ocasionalmente lo expresan en sus sentencias (Petracchi, solo -en «Sejeán»- y con Bacqué -en un caso menos conocido, «Troiani c/Ford Motor Argentina S.A.»-, lo puso con cierta elegancia en algunas sentencias de los años 80: «El efecto perdurable de las decisiones judiciales depende de las argumentaciones que contengan y de la aceptación que encuentren en la opinión pública, con la que los jueces se hallan en relación dialéctica distinta que la que mantiene el legislador. Esa relación es también relevante, pues no poseen otro medio de imposición que el derivado del reconocimiento de la autoridad argumentativa y ética de sus fallos, y del decoro de su actuación»). Una salida posible a esa situación es, justamente, la construcción de un capital político suficiente, tal que desoír al tribunal sea políticamente costoso. En suma, se trata de construir legitimidad. Aunque este es un término que presenta cierta ambigüedad, puede decirse que supone la creencia en el carácter apropiado y justo de ciertas instituciones, prácticas sociales o decisiones y la aquiescencia voluntaria respecto de ellas. Por supuesto, la legitimidad puede ser definida desde diversas perspectivas y es posible distinguir, en lo que aquí interesa, entre legitimidad legal, sociológica y moral, variantes que guardan entre sí relaciones complejas
Es relativamente sencillo apreciar que, en un país azotado por constantes interrupciones institucionales, donde la Corte Suprema fue objeto de manipulaciones y cambios diversos en su composición con una frecuencia tal que el ex presidente Menem se preguntó públicamente en alguna ocasión por qué él no podía tener «su» Corte, si todos los presidentes argentinos la habían tenido (lo cual si bien no es rigurosamente cierto, tampoco es un tiro a la tribuna), la Corte Suprema no sea apreciada públicamente como un árbitro institucional independiente. Su legitimidad sociológica sufrió profundamente y, arriesgaría, lo propio cabe decir de su legitimidad legal (y, posiblemente, también la moral). Una Corte que, más allá del mayor o menor acierto del calificativo, es conocida popularmente como «la Corte de la mayoría automática» tiene poco para mostrar en términos de legitimidad sociológica. En consecuencia, tampoco tiene mucha espalda para resistir eventuales desobediencias ni para imponer soluciones constitucionales, por razonables que fueren, si estas contrarían los intereses de actores poderosos. La dinámica en cuestión es peligrosa, por cuanto a menos capital político y margen de acción, más posibilidades de que el tribunal sea un legitimador automático de las decisiones del gobierno de turno. La falta de legitimidad legal es también problemática: un tribunal que decide en base a argumentos que no son reconocibles como básicamente jurídicos es un tribunal impredecible y en consecuencia, como sostenía Jonathan Miller, se vuelve presa casi obligada para Ejecutivos con la determinación suficiente.
La Corte actual ha iniciado un camino que, según señalan algunos observadores, la ha llevado a una posición bastante mejor que la que gozaba antes del inicio de su etapa «posmenemista». En este contexto, es fundamental debatir sobre qué tipo de jueces queremos para nuestros tribunales. De ellos dependerá, en buena medida, la posibilidad de un Poder Judicial independiente, que pueda jugar con cierta efectividad su rol de contrapeso institucional de los poderes electivos. En otras palabras, de ellos dependerá si superamos una etapa institucionalmente complicada y avanzamos hacia el futuro consolidando instituciones sanas o si continuamos repitiendo una historia que ha demostrado tener resultados desafortunados. Sin teatro y sin comedias operísticas quizás, pero con discusión racional y de buena fe, mirando hacia el pasado y, sobretodo, hacia el futuro.
Foto: www.historictheatres.org
Hola Valentín, muchas gracias por el comentario, que echa luz sobre algunos aspectos omitidos en mi análisis y que, en gran medida, comparto. No había reparado especialmente en algo que creo que es muy cierto: en alguna medida, la Corte parece tener dificultades en «pasar a otra fase», luego de la muy apreciable inversión de energías en reconstrucción institucional. Aunque es difícil afirmar si la Corte actual es particularmente sólida en lo jurídico sin un análisis exhaustivo, tiendo a compartir tu diagnóstico. Ha tenido algunas cosas muy buenas, pero hay altibajos. Pienso que es difícil exigir otra cosa de la Corte hoy, ya que está en otra fase de transición, pasada la cual sí estará en condiciones de afirmarse (o no) en la construcción jurídica.
En cuanto a la legitimidad sociológica del tribunal, es indiscutible que ha acumulado un capital apreciable, aunque me permito dudar de que el camino haya llegado a su fin, o de que la Corte haya alcanzado un nivel suficiente de capital simbólico. Aunque esta tarea no puede dominar (u oscurecer) toda la actividad del tribunal, pienso que todavía resta mucho camino para recorrer. ¿Sabemos cuál es el nivel de acuerdo con que cuenta la Corte más allá de los círculos de «court-watchers» en los que estamos normalmente insertos? ¿Tiene «apoyo difuso» (Gibson-Caldeira) o depende de la eventual aceptación de sus decisiones caso por caso? No tengo respuestas precisas para esas preguntas, pero me parece que quizás haya un sesgo en nuestras impresiones, por el tipo de muestreo que normalmente manejamos. En todo caso, «Sosa» muestra que el peso institucional de la Corte está todavía a años luz de su par estadounidense. Recordemos que el entonces ex presidente Kirchner, aplaudido a su lado por el actual pre-candidato presidencial Scioli y el entonces gobernador Peralta, realizó un acto público para repudiar la decisión del Tribunal, decisión que sabemos cómo terminó colgada en un cuadro (no vamos a entrar a analizar aquí las complejidades que su ejecución material habría supuesto). El Congreso discutió dos días el tema y lo olvidó. Cuando un tribunal tiene verdadero respaldo, sus decisiones se cumplen, aun a disgusto de quienes tienen a su cargo hacerlas cumplir. Si no, podemos preguntarle a Eisenhower cuánto gusto le dio mandar las tropas a Little Rock en el ’58 y cuánto acuerdo personal tenía con las decisiones desegregacionistas de las Corte (disparadas por «Brown I» y «Brown II»). O a Gore cuánto agrado le causó la decisión de la Corte que puso la presidencia en manos de Bush. En todo caso, y más allá de que sería interesante contar con mediciones más precisas respecto del tema, creo que todavía queda camino para recorrer.
En lo que hace a la definición del papel de la Corte y el trabajo de sus integrantes, creo que también acertás. Es algo a debatir. A mi juicio, lo principal para un ministro (más allá del presidente del tribunal) es lo que tiene que ver con sentenciar (incluso si esto es poco), más que con el aspecto de dirección del Poder Judicial (no digo que no sea importante, solamente que a mi juicio tiene posiblemente un lugar inferior respecto de la cuestión adjudicatoria). Estoy totalmente de acuerdo en que debemos mirar más hacia el futuro de los candidatos que hacia el pasado, pero el pasado es, posiblemente, el mejor proxy que podemos tener. Un abrazo.