Los datos, las razones y los argumentos que encontramos en la esfera pública son los mojones que guían el debate democrático. Sin ellos, como en medio de la niebla, perdemos referencia y ubicación. Como no vemos el camino, necesitamos señales alternativas: «si ves una sombra grande… ese es tal edificio… tenés que doblar a la derecha». Una sensación parecida es la que surge de la sentencia de la CS en Asociación de Magistrados y Funcionarios donde el Tribunal legitima las leyes 26372 y 26376 en su afirmación de que los secretarios judiciales no pueden subrogar a los jueces.¿Por qué no pueden serlo? Esta es la pregunta-niebla que la Corte elige no contestar-disipar. Antes bien, usa el criterio de las «categorías sospechosas» para guiarnos en la bruma pero no pone en cuestión su misma existencia y así nos lleva al destino por ella fijado sin que sepamos bien por donde estamos caminando. La metáfora, sin embargo, es engañosa ya que esta niebla no es un fenómeno natural, irremediable, sino algo evitable con el simple expediente de dar razones.
Juan Pablo sintetizó los dichos de este fallo en su post del miércoles así que allí nos remitimos para no hacer comentarios «in seriatim«. Recordemos, simplemente, el nudo argumental de la sentencia. Lo primero que nos dice la Corte Suprema es que, a pesar del art. 16 CN, no somos todos iguales:
«De ahí que se atribuya a la prudencia del legislador una amplia latitud para ordenar y agrupar, distinguiendo y clasificando los objetos de su reglamentación (Fallos: 320:1166, entre otros), en la medida en que dichas distinciones obedezcan a una objetiva razón de diferenciación y no a propósitos de hostilidad contra un determinado individuo o grupo de personas (Fallos: 229:428; 302:457; 306:195 y 1560), pues nada obsta a que se trate de modo diferente a aquellos que se encuentran en situaciones distintas por sus actividades específicas.»
A partir de este hecho -efectuar distinciones y crear categorías- viene la posibilidad de evaluarlas/controlarlas. Para ello, «debe recordarse que tales propósitos hostiles o la arbitrariedad en la distinción no se presumen, esto es, no serán tenidos por ciertos, según el criterio de esta Corte, hasta tanto sean probados por quien los invoca» y cita en su apoyo la doctrina recogida en el caso Videla de 1984, donde el acusado discutía por qué a algunos delincuentes se los amnistiaba y contra él se ejercía la acción penal. La Corte, justamente, le endilgaba a Videla que no se hacía cargo de las razones de política criminal y carcelaria que fundamentaban la distinción legal. Es decir que la «objetiva razón de diferenciación» a que hace referencia la Corte se encontraba en ese momento en la esfera pública y, por ello, la carga de la prueba estaba a cargo del impugnante. Ahora bien, ¿qué pasa cuando no tenemos justificaciones a las que oponernos? O, en otras palabras, ¿que sucede cuando no hay una expresión que demuestre que la diferenciación es objetiva?
Aquí es cuando el razonamiento de la Corte comienza a caminar por terrenos escabrosos. La sentencia nos dice que no todas las distinciones son iguales a los ojos de la Constitución, ya que hay una serie de tratados internacionales que obligan a considerar, prima facie, que determinadas diferenciaciones se presumen inconstitucionales. Ello es, ponen la carga de la prueba en cabeza del que la realiza. Son las famosas «categorías sospechosas», que harían la delicia de cualquier autor u oyente de melodrama: raza, color, sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social. En esos casos, dice la doctrina, debe aplicarse un escrutinio estricto. El caso de los secretarios judiciales, sin embargo, no entra dentro de este ámbito y, por lo tanto, es errado el criterio de la Cámara que declaró la inconstitucionalidad de las normas en juego:
«De ahí, que por apartarse de estos principios aceptados en la doctrina del Tribunal y trasladar las exigencias connaturales de los supuestos en que se exige un escrutinio riguroso, sean constitucionalmente objetables las premisas a partir de las cuales la cámara estructuró su control de constitucionalidad y su decisión descalificatoria de la norma, consistentes en atribuir al Estado la carga de demostrar que el fin perseguido «solo» podría alcanzarse mediante la exclusión de los funcionarios judiciales, que este medio era «necesario» para lograr el fin pretendido, y que el Estado debía aportar «fundamentos», «justificaciones» y «explicaciones» «objetivas y razonables» acerca del trato desigual que recibían los secretarios judiciales respecto de los abogados de la matrícula.»
No hay en la sentencia, como tampoco surge del trámite parlamentario ni de la defensa del Estado en la causa judicial, razones que avalen la exclusión de los secretarios de las eventuales listas de conjueces (extremo que, por otra parte, Argibay en su voto no considera todavía concretado). La sentencia de la Cámara Contenciosa hacía centro en este punto, realzando la necesidad de las razones en el ámbito público. Con numerosas citas de la Corte establecía que las distinciones legales debían basarse en causas objetivas o razones sustanciales y citaba en su apoyo el art. 23.1 inc c) de la Convención Americana que consagra el derecho «de tener acceso, en condiciones generales de igualdad, a las funciones públicas …», derecho que sólo podría ser reglamentado por cuestiones de «edad, nacionalidad, residencia, idioma, instrucción, capacidad civil o mental o condena, por juez competente en proceso penal». De lo que estamos hablando aquí, dice la Cámara, es de la idoneidad de los funcionarios y no hay ninguna razón que conecte ese requisito constitucional con la reglamentación intentada por las leyes en discusión. No es que al Tribunal de 2da instancia se le escapara la doctrina de las «categorías sospechosas», a la que considera inaplicable. Pero no se queda allí (como sí hace la Corte Suprema):
«Sin embargo, ello no libera a la demandada, a la luz del test de razonabilidad, de proporcionar una justificación objetiva y razonable que explique por qué razón los funcionarios judiciales a los que se refiere la entidad actora, y los abogados de la matrícula federal deben recibir un trato desigual a los fines de ocupar funciones transitorias como lo son la de magistrados subrogantes. Toda vez que ambas categorías (abogados de la matrícula federal o funcionarios judiciales letrados) se encuentran en una sustancial igualdad de circunstancias (en cuanto a la formación universitaria requerida y experiencia profesional), la omisión de proporcionar una justificación para el trato diferenciado efectuado por el legislador no resiste el examen de razonabilidad.»
Volviendo a la sentencia de Corte, ésta pone sobre las espaldas del impugnante una carga cuasi-diabólica: probar la irrazonabilidad de un criterio que no surge ni de la ley ni de las actuaciones judiciales posteriores. En este sentido, la Corte se saca de encima el caso con un pase mágico y culmina hablando sola, al afirmar que «en el caso planteado no se trata de considerar en forma desigual a los iguales sino de tratar distinto a lo que es diverso, con asiento en un criterio objetivo y razonable». Uno lo busca y lo busca pero este criterio no aparece por ningún lado. Lo que surge más bien es una defensa de la discrecionalidad legislativa que la exime de dar razones de peso y sienta un precedente sumamente peligroso para el diálogo público. En el mismo día en que consagró el derecho a la información pública, la Corte le da un bill de indemnidad al Poder, siempre y cuando no hablemos de categorías sospechosas. En la oscuridad, dicen, todos los gatos son pardos y la Corte establece un sistema -válido o no, habría que discutirlo- para distinguirlos. La Cámara había sostenido, en cambio, que había una respuesta más sencilla: prender la luz. Y nosotros coincidimos.