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Ser nazi hoy: uso expresivo complejo y simplificación jurídica

By noviembre 14, 2012junio 9th, 2020No Comments

El 5 de enero de 1996, en el programa conducido por Chiche Gelblung en Radio Libertad, Guillermo Cherasny afirmó que Norberto Quantin – en ese entonces, Fiscal General ante la Cámara Criminal- «pertenecía a la extrema derecha», que «es sabido que era un nazi confeso y conocido», que «tiene antecedentes nazis», que «tenía mucha fama de nazi» y concluyó que con el transcurso del tiempo «no cambió». Esas afirmaciones fueron pronunciadas luego de escuchar una conversación privada del funcionario, obtenida ilegalmente y provista por el ex-diputado radical Benedetti y el ex- concejal Eliseo Roselló. Quantin accionó por lesiones a su honor y a su intimidad, ganando en ambas instancias civiles. Luego de 4 años de tramitación en la instancia suprema ( de los cuales 3 años y 2 meses se los llevó el dictamen de la Procuración General), la Corte consideró únicamente los agravios al honor y determinó (por 4 firmas frente a ninguna) que los dichos de Cherasny se encuentran amparados por la Libertad de Expresión consagrada en nuestra Constitución Nacional.  A nuestro modo de ver, lo hace simplificando en extremo cuestiones sumamente complejas. Veámoslas.

Los argumentos de la Corte Suprema: ¿abandonando Patitó vs La Nación?

Las cuestiones que estaban en juego en este caso son dos: a) el hecho mismo del desvelamiento y puesta en conocimiento público de las conversaciones privadas de Quantin (lo cual motivó, en el proceso civil, una medida inhibitoria para impedir su difusión), y  b) el contenido de las afirmaciones de Cherasny respecto del «nazismo» del entonces Fiscal General. Ambas están íntimamente relacionadas, ya que el primer hecho es el fundamento sobre el que se edifica el agravio al honor posterior. Por otra parte, según surge de las constancias de la causa las partes reconocen que conocen que las mismas habían sido obtenidas de modo ilegal. Los recovecos formales del proceso hacen que esta causa verse sobre el punto b) y no sobre el punto a), a pesar de que la Procuradora Fiscal Laura Monti no se priva de emitir su opinión en el sentido de que ni la Libertad de Expresión ni el secreto de las fuentes periodísticas del art. 43 amparan la difusión de noticias obtenidas irregularmente. Esta cuestión, que formalmente podría quedar como un mero obiter dictum (ya que la Corte Suprema remite en este punto al dictamen de la PG), adquiere relevancia para analizar el derrotero argumental del Superior Tribunal.  En efecto, como ya sabemos y hemos analizado en otros posts, la CS tiene una serie de doctrinas que generalmente aplica para tratar los casos referidos a la colisión entre derecho al honor (principalmente, la Doctrina de la Real Malicia y Campillay). En este caso, no hace uso de ninguna de las dos. ¿Por qué?

Para entender esta decisión (y también algunas de las ausencias a la firma del fallo -Lorenzetti, Zaffaroni, Argibay), es conveniente recordar lo que la Corte había hecho en Patitó (vid. este post tardío). En ese caso, ante la afirmación de la Cámara de que la doctrina de la Real Malicia no se aplicaba porque estábamos frente a una opinión -se trataba de un editorial del Diario La Nación- y no a hechos, la mayoría (conformada por los tres jueces que no votaron en este caso más uno que sí lo hizo, Fayt) estableció que  había una mezcla de ambos. Respecto de las opiniones, dijo que «toda expresión que admita ser clasificada como una
opinión, por sí sola, no da lugar a responsabilidad civil o penal a favor de las personas que ocupan cargos en el Estado; no se daña la reputación de éstas mediante opiniones o evaluaciones, sino exclusivamente a través de la difusión maliciosa de información falsa». En referencia a estos hechos, afirmó que los actores no habían probado que esa difusión hubiera sido maliciosa y que por lo tanto, la DRM los protegía. Ergo, La Nación resultó exonerada. Como surge de la lectura de ese caso, la distinción entre hechos y opiniones era, en consideración de la mayoría, bastante difícil de realizar y como no le cabía el sayo de ninguna de las dos imputaciones -ya que no era una opinión insultante, que podría generar responsabilidad, ni tampoco un error maliciosamente difundido- la CS llegó fácilmente al resultado deseado.

En el caso de Quantin vs Benedetti (que llega a la Corte promovido por uno de los co-demandados, Guillermo Cherasny), la distinción entre hechos y opiniones vuelve a estar en el centro de atención. Las dos instancias civiles, más el dictamen de Monti, sostienen que lo que hizo Cherasny fue afirmar hechos, no emitir opiniones. En el dictamen de la Procuración, se afirma además que esos hechos son falsos, según surge de las constancias de la causa y de las pruebas aportadas por el actor. Allí se detiene el dictamen, al decir que como la recurrente no invocó la aplicación de la Doctrina de la Real Malicia no cabe introducir la cuestión por el carácter limitado del REX. Aquí, a nuestro entender, es donde se produce el dilema de la Corte: o considera las cuestiones como pura opinión (y se admite que las mismas no serían pasibles de responsabilidad, en tanto no insultantes) o se las considera como hechos y se les aplica la DRM. Claro que hacer esto último no sería tan fácil como en Patitó, ya que aquí se ha probado la falsedad de los hechos y la circunstancia de que los periodistas supieran el origen de la grabación podría claramente considerarse como un factor de atribución de «malicia» que generaría responsabilidad. Ello hace suponer que esa puede ser la razón que haya hecho que Lorenzetti y Zaffaroni, que tuvieron el expediente algunas semanas en sus secretarías, no se hayan pronunciado en la mayoría, pero tampoco hayan esbozado una disidencia (hecho que, claramente, consideramos nocivo para el debate público y surgido de un mal entendimiento de la función de un tribunal colegiado, pero dejamos esa discusión para otra ocasión…).

Palabras, no hechos

La solución que le quedaba a los firmantes era entonces recorrer el camino de la opinión. Frente a la afirmación que había generado consenso en las dos instancias civiles y en la Procuración de que lo dicho por Cherasny «configuran verdaderas «imputaciones de hechos» de carácter asertivo, relativas a que el actor, tanto en un tiempo pretérito como en el momento de efectuarse las manifestaciones, había adoptado conductas que podrían ser calificadas de discriminatorias en relación con personas que profesan una determinada religión» (dictamen PG, ap. V, pág. 7), la mayoría va a sostener que:

«Нап sido expresiones muy generales, que по imputan ningún hecho ilícito concreto аl fiscal Quantin у que, por lo tanto, по deben someterse аl test de veracidad, por cuanto se limitan а adjudicarle determinada ideol0gía. Deben haber sido muy dolorosas para еl actor -lo que esta Corte comprende- pero саbе recordar lo que уа transcribimos del TEDH еn cuanto а que «lа libertad periodística comprende еl posible recurso а una cierta dosis de exageración, hasta de provocación» (ver supra,considerando 9), соmo así también lo establecido por la Corte Interamericana cuando dijo que «las expresiones concernientes а lа idoneidad de una persona para еl desempeño de un cargo рúblico [ … ] gozan de mayor protección, de manera tal que se propicie el debate democrático»… (cons. 15)

Es decir que para Highton, Petracchi, Maqueda y Fayt, Cherasny emitió una opinión sobre la ideología de Quantin. Según venimos viendo, la operación que los jueces aquí realizan presupone una distinción clara entre hechos y opiniones, cuestión que había sido relativizada por la mayoría de Patitó. En realidad, lo que aquí resurge es una cuestión que Patitó había silenciado porque resolver esta distinción no le resultaba decisivo para resolver aquel caso. Aquí sí lo es, y se empiezan a notar (por ahora, silenciosamente) las distintas posturas existentes en la Corte Suprema. En el considerando 12 de la causa que aquí estamos comentando, se hace referencia a estas diferencias y se recuerda como, en el caso Patitó, Highton, Petracchi y Maqueda habían adherido al precedente Amarilla (1998) que pregonaba una separación estricta entre hechos y opiniones. A estas últimas no se les aplica la Doctrina de la Real Malicia, sino que solamente son pasibles de reproche jurídico cuando se «utilizan palabras inadecuadas, esto es, la forma de la expresión y no su contenido pues éste, considerado en sí, en cuanto de opinión se trate, es absolutamente libre» (cons. 13 de Amarilla, voto de Petracchi y Bossert). La sentencia de la Corte cierra el círculo argumentativo con una petición de principios que, como veremos luego, merecería algún argumento adicional. Afirma en el considerando 17 que «resulta claro que las expresiones de Cherasny tampoco pueden ser encuadradas como «insulto» 0 «vejación gratuita o injustificada» y que por ello el periodista no ha traspasado el límite de la protección constitucional a la libertad de expresión.

¿Alguien regula a los periodistas?

En un país en el que los referís de fútbol pueden parar un partido de fútbol si escuchan en las tribunas cantitos discriminatorios, ¿hay en la esfera pública alguien que ejerza la misma función? Dicho en otras palabras, ¿hay alguien que regule el ejercicio de la libertad de expresión, especialmente en el caso de los periodistas? Esta es una pregunta de una actualidad palmaria, que ha movilizado recientemente a todo un país, como es el caso de Gran Bretaña. Efectivamente, a partir del escándalo de las escuchas telefónicas a famosos (cualquier parecido con este caso es pura casualidad) por parte del News of the World del mega-magnate Murdoch, se constituyó una comisión liderada por el Juez Leveson que está evaluando la forma de regular la actividad periodística (ampliar aquí). Allí lo que se está debatiendo con amplia participación de la industria de medios, organizaciones civiles, políticos y académicos es la forma en que debe regularse la actuación periodística a efectos de que la misma se adecue al funcionamiento de una sociedad democrática pero, al mismo tiempo, no se vea limitada la libertad de expresión. En concreto, lo que está en discusión es el modelo de auto-regulación de la industria, por la cual esta se veía gobernada por un cuerpo (Press Complaints Comission) formado por miembros de la sociedad civil y de los propios medios, que atienden los reclamos de los ciudadanos y buscan darle cauce institucional. En nuestro país, no existe un cuerpo igual, pero tampoco existen normas que los propios actores se autoimpongan o instituciones que den cauce a los reclamos de los lectores (v.gr: el Defensor del Lector). Más bien, pareciera que en nuestro país, la Libertad de Expresión supone la no-regulación.

Este estado de situación es el que otorga una relevancia superlativa a los casos judiciales en los que se dilucidan los límites de ese derecho y la posible afectación de otras libertades y títulos por parte de la prensa. En efecto, ante la falta de regulación específica y de instituciones que sirvan de canal de control de la sociedad respecto a los medios, la actividad de los jueces es la que va a fijar la regla de actuación, el estándar futuro al que deberán someterse los actores. En este sentido, más que nunca, es que cobra relevancia la resolución de un caso a 15 años de su acaecimiento. Por ello, la pregunta a hacerse es: ¿qué tiene la Corte Suprema para decirle hoy a los actores de la esfera pública argentina?

Para poder contextualizar mejor esta pregunta, quizás sería necesario recordar que la utilización de la palabra «nazi» dista de ser un evento extraordinario en nuestra vida política. Sin ir más lejos, eso es lo que el periodista Osvaldo Granados le espetó a Mauro Viale en TV, hace unos pocos días, mientras discutían sobre la interpretación de la marcha del 8N. Esa fue también la opinión que a la Presidenta le mereció una nota periodística en marzo de este año o como el Ministro de la propia Corte, E. R. Zaffaroni, calificó al Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. También Castells se refirió así respecto a Hebe de Bonafini, en un conflicto por la ocupación de la Plaza de Mayo en 2009. En fin, la enumeración podría seguir pero lo que me interesa destacar es que la cuestión que está resolviendo la Corte Suprema es actualísima y que lo que ella establezca funcionará como una regulación de este tipo de discursos. Esto se proyecta en dos sentidos relevantes para la resolución de la causa: 1) la complejidad del entramado comunicativo sobre el que la Corte debe actuar, que se expresa en la variedad de los ejemplos que hemos apuntado; y 2) en la función que la Corte entenderá que debe desempeñar al respecto, asumiendo o no ese rol regulador que la realidad le propone.

En este caso, para la Corte «nazi» es un calificativo político que se apoya en una «lamentable costumbre», que no está en sus manos remediar:

«Que los dichos de Cherasny pueden haber incurrido en una gran hipérbole pero -en ese caso- no traducen sino una lamentable costumbre según la cual se califica rapidamente de fascista («facho»), comunista («bolche») 0 trotskista («trotsko») a quienes solo demuestran inclinaciones derechistas 0 izquierdistas, según el caso, pero se hallan muy lejos de esos extremos del arco ideológico. De todos modos, es mejor para la vida democrática tolerar ese exceso que caer en el contrario, que consistiría en convertir a los jueces en especialistas en ciencia política que -biblioteca en mano- deberían pronunciarse sobre la exactitud de las calificaciones políticas que los participantes en el debate social se enrostran mutuamente. No solo la tarea sería impropia de los tribunales sino que la libertad del debate público se restringiría peligrosamente.» (cons. 16)

Creo que no es esto lo que se le estaba pidiendo a la Corte -que califique la adecuación de una categoría política- sino que resuelva un caso judicial, en el que se discutían los límites de la expresión pública. Entonces, podríamos decir, no pretendemos que la Corte fije las reglas que ella crea mejores, sino que interprete la Constitución de acuerdo con la complejidad del mundo simbólico que se le presenta. Realizar la función judicial en el mundo actual requiere de un análisis que contemple las múltiples variables en juego y, sobre todo, la evolución vertiginosa que la esfera pública experimenta. En este sentido, nos animamos a decir, no es igual la utilización de la palabra «nazi» hace 20 años que actualmente, como no lo es tampoco en una y otra circunstancia, ni en distintas culturas (v.gr: pensemos en la mayor gravedad que puede tener el término en su país de origen o utilizada en un contexto judío). Esta complejidad es lo que la sentencia que estamos analizando rehuye, al resolver la cuestión con una brevísima descripción de las circunstancias del caso, una sucesión de precedentes jurisprudenciales de distintas latitudes y dos considerandos en los que concluye que la situación de Quantin y Cherasny se asemeja a los casos que acaba de reseñar. No estamos diciendo con ello que la resolución real sea errada (no contamos con todos los elementos para hacer ese juicio), pero sí para afirmar que el razonamiento que utiliza la Corte Suprema es simplificador. A un aspecto de esto ya nos hemos referido antes: la mayoría deslinda tajantemente opinión de hecho, cuando es algo que merecería un análisis muchísimo más detallado, ya que el significado mismo de la expresión depende de una pluralidad de elementos simbólicos y, por ello mismo, «interpretables» (sobre la dificultad de separar hecho de opinión en la doctrina de la Libertad de Expresión, puede consultarse este artículo de Sanders)

Usos de la palabra «nazi»

Como Humpty Dumpty le dijo a Alicia en «A través del Espejo», de Lewis Carroll, «cuando yo uso una palabra quiere decir lo que yo quiero que diga, ni más ni menos». Alicia le respondió que «la cuestión era saber si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes», a lo que Humpty, con un dejo precursor de Bourdieu, replicó que todo depende de quien mande (pag. 108, A través del espejo). No cabe duda que aquí, quien manda es la Corte Suprema, pero tampoco la hay de que el elemento subjetivo de la enunciación tiene una gran importancia en la expresión, más allá de la mera literalidad, así como también de que las palabras significan muchas cosas, justamente dependiendo de la intención, del contexto, de la intensidad de la situación. Estos elementos tienen una importancia superlativa en referencia a expresiones como «nazi», que tienen una carga emotiva muy fuerte y, por ello mismo, pueden expresar un hecho (v.gr: «El Partido Nuevo Triunfo utiliza simbología nazi»), una opinión (v.gr: «tal actitud me parece propia de un nazi») o hasta un insulto. No cabe duda de que la utilización del vocablo por parte de Granados o de Castells, en los ejemplos arriba citados, hacen pensar más en un insulto que en una opinión sobre la ideología que sustenta. En cambio, la expresión de Cristina Kirchner respecto a los dichos de dos periodistas sobre el hecho de que algunos militantes de la Cámpora eran hijos de Montoneros («Me sonó a [Josef] Menguele. Esto de creer en la identificación genética. Qué es esto que alguien nace predeterminado; me pareció muy nazi») parece claramente una opinión sobre una determinada actitud. Lo de Zaffaroni respecto a Macri, en cambio, podría englobarse en la falacia que se denominó Reductio ad Hitlerum, que busca la condena de algo que se emparenta en algún aspecto con lo nazi y por eso se lo asimila in totum a él.

Con ello queremos decir, con todas las matizaciones que se podrían realizar sobre cada uno de los ejemplos, que el término «nazi» no es algo meramente académico, como podría deducirse de las afirmaciones de la Corte Suprema respecto a que obedece a un intento de categorización relacionado con la ciencia política. Más bien, podríamos decir, que el uso del término es retórico y, a veces, puede ser un insulto y a veces, no. Depende. Veamos por ejemplo lo que pasó en España recientemente. Un político del Partido Popular, Miguel Ángel Rodríguez  -ex-Secretario de Comunicación del Gobierno de Aznar-  llamó «nazi» a un  ex-coordinador de Urgencias de un Hospital de las afueras de Madrid, Luis Montes, quien había sido imputado de realizar sedaciones masivas a pacientes. En el marco de un debate sobre la eutanasia, Rodríguez adujo que trató de darle viveza al debate, ya que esa es la costumbre en los programas de TV en los que se debaten esos temas. El juez lo condenó penalmente por injurias, entendiendo que nazi es «un epíteto injurioso» que «aporta una grave descalificación hacia la persona del querellante» y recuerda que «el uso del término nazi en lenguaje coloquial ha adquirido un inequívoco sentido de descalificación».

O sea que nazi puede usarse como un insulto, así como también puede hacerse como un recurso retórico (a través de una falacia o de una hipérbole) y también puede ser una descripción (o sea un hecho), como dice Rodríguez respecto de Montes por su defensa de la eutanasia. Ahora bien, el uso de estos recursos no da lo mismo. La Corte califica el uso de estas hipérboles como «una lamentable costumbre», para sostener inmediatamente que ella no puede hacer nada al respecto porque no entra dentro de sus funciones. Me permito disentir: me parece que la Corte tiene la obligación de sentar las bases para un diálogo institucional sano y que debe limitar las expresiones que no están orientadas al intercambio, sin más a interrumpirlo. En el ámbito de las redes, por ejemplo, Godwin enunció una ley –conocida con su nombre– que establece que a medida que avanza una discusión es cada vez más probable que alguién utilice el epíteto «nazi» y que este sea utilizado como una forma de cerrar el diálogo (vid. un test de esta ley en nuestra  propia realidad, acá). Negar el potencial insultante que tiene la palabra y darle un cariz de mera opinión me parece que resulta una simplificación. Ello no quiere decir, necesariamente, que Quantin tuviera toda la razón. Pero la Corte Suprema ha estado muy lejos de convencernos y, sobre todo, de aportarnos elementos para movernos en este complejo mundo simbólico, día tras día.

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