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Furlan vs Argentina (II): El activismo se impone desde Costa Rica

By noviembre 5, 2012junio 9th, 2020No Comments

Referíamos en el primer post sobre el caso Furlan vs Argentina que la Corte Interamericana había desechado las tres excepciones preliminares interpuestas por la Argentina y veíamos allí una definición sobre el rol que ella pretende desempeñar vis a vis los tribunales nacionales. Como ya han señalado varios autores (vid. por ejemplo, C. Binder), el tribunal inter-americano se perfila como una Corte Constitucional latinoamericana y ello provoca disrupciones con el texto que la consagra como una instancia judicial que controla las obligaciones internacionales de los países firmantes. En ese tránsito de una función a otra es donde empiezan a mutar las concepciones sobre determinados institutos procesales, tal como vimos en el mail anterior. Pero, además, es analizando el fondo de asuntos en los que se revisa la actuación judicial de los países signatarios donde la CIADH fija lo que los jueces nacionales deben hacer (tanto respecto al plazo de duración del proceso como respecto a las normas que limitan la efectividad de la reparación). Ese parámetro, dirá la Corte, es el que no se ha cumplido en el caso Furlan y es el que hace responsable a la Argentina.

¿Un proceso kafkiano?

Relatamos en el post anterior que un día de diciembre de 1988, Sebastián Furlan había ingresado para jugar a un predio del Ejército, que no tenía cerco perimetral ni ningún alambrado, y que una vez allí se había colgado de un travesaño y se había golpeado en la cabeza, perdiendo el conocimiento. Fue internado en el Hospital Posadas y dado de alta el 23 de enero de 1989, padeciendo a partir de ese momento una serie de dificultades de aprendizaje y trastornos de conducta (entre ellos, un intento de suicidio y una agresión, con denuncia penal incluida, a su abuela).  Dos años después del accidente, su padre interpuso demanda a efectos de interrumpir el curso de la prescripción, haciendo reserva de ampliarla posteriormente. La misma estaba dirigida en contra del Estado Nacional Argentino. El fiscal dictaminó que la demanda entraba dentro de las previsiones de los Decretos 34/91 y 53/91, que suspendían por un plazo de 120 días las demandas y reclamos contra el Estado. El 16 de abril de 1991, Furlan integró la demanda inicial y pidió que se libre oficio al Registro de la Propiedad Inmueble de la Pcia de Buenos Aires para determinar la propiedad del predio donde Sebastián se había accidentado. En ese punto, hay un hiato hasta febrero de 1996 en el que se corre traslado de la demanda. En ese plazo, se entra en una etapa en la que los oficios se demoran, siempre hace falta una información adicional, el juzgado se pone un poco formalista y la abogada demandante tarda un poco más de la cuenta en la gestión de las cuestiones a su cargo.En 1997, Furlan cambia de abogado (lo cual genera algunas demoras adicionales por la regulación de honorarios de la anterior). Ese año hay también un intento de conciliación que se frusta por la falta de facultades legales en cabeza del Estado Mayor del Ejército para hacerlo en ese juicio.

Sigue el juicio, se abre a prueba, y aquí viene la segunda gran laguna: dos años tarda el sistema médico en darle a Furlan turno para la Resonancia Magnética Nuclear Encefálica que determinara su estado de salud. Ese peritaje es presentado a fines de 1999 y, luego de los alegatos, el juez dicta sentencia en septiembre de 2000, dando por probado que Sebastián Furlan “padec[ía] un desorden orgánico post-traumático y una reacción anormal neurótica con manifestación obsesiva compulsiva (con deterioro de su personalidad), lo que ha[bía] determinado un importante grado de incapacidad psíquica […] y trastornos irreversibles en el área cognitiva y en el área motora”. Sin embargo, el juzgado consideró que en el caso había mediado responsabilidad de Sebastián Furlan, quien “por su propia voluntad y consciente de los riesgos que p[odían] sobrevenir de la realización de juegos en sectores no habilitados y con elementos desconocidos y abandonados”, había desplegado una conducta que tuvo incidencia causal en el hecho dañoso. En virtud de ello, el juzgado atribuyó 30% de responsabilidad a Sebastián Furlan y 70% de responsabilidad al Estado.La Sala I de la Cámara Nacional en lo Civil y Comercial Federal confirmó, en noviembre de ese mismo año, la sentencia que fijaba el monto indemnizatorio en $ 130.000, más intereses y costas (en la proporción anterior, ello es, 70 y 30). En el marco de la Ley 25.344 sobre emergencia económica- financiera, que suspendía los plazos procesales, Furlan logró avanzar en la ejecución de sentencia. Esta, sin embargo, se vio comprendida en las previsiones de la ley Ley 23.982 de 1991 que daba la opción de un pago diferido en efectivo o, si no, en bonos a 16 años. Furlan optó por esto último, cobró los bonos, le pagó un 30% a  su abogado (en concepto de honorarios por pacto de cuota litis), pagó su 30% de costas y vendió los bonos sobrantes. El resultado: cobró 38.300$ de los 130.000$ de la condena.

Discutiendo culpas

Ya mencionamos en la primera parte de esta saga, que la CIADH cruza el análisis del plazo de duración del proceso y el hecho de que la reparación fuera sometida a las leyes de la Ley de Consolidación de Deudas del Estado con el hecho de Furlan era un niño primero y un discapacitado después, con lo cual sostiene que esos hechos deben contribuir -transversalmente- a la interpretación de esas cuestiones. Tomando en cuenta esos parámetros va a analizar la alegación de la Comisión de que Estado es responsable por la violación de los artículos 8.1 y 25.1 de la Convención por la “demora injustificada en el proceso por daños y perjuicios”. Ese plazo, según la CIADH, va a estar constituido por el juicio en sus dos instancias y también por la etapa de ejecución de sentencia, sumando un total de 12 años y 2 meses de proceso. Para determinar si es razonable o no, en los términos de la Convención, va a analizar cuatro elementos: «a) complejidad del asunto; b) actividad procesal del interesado; c) conducta de las autoridades judiciales, y d) afectación generada en la situación jurídica de la persona involucrada en el proceso». Respecto del primer punto, la Corte considera que este caso no era especialmente complejo (1 solo demandado y 1 solo actor) y que no había allí razones para una duración extendida. La parte referente a la actividad procesal del interesado, así como la relacionada con la conducta de las autoridades judiciales van a ser los puntos centrales en la argumentación de la sentencia.

La discusión es aquí  muy interesante, pero se apega a los hechos concretos y por ello obliga a una lectura detallada de la sentencia, so pena de caer en abstracciones.  La Comisión afirma que no encuentra “una base para atribuir la inactividad a la parte actora”. Los representantes, por su parte, señalaron que “la actora en todo momento impulsó el proceso” y que “no se observa ninguna evidencia que permita inferir falta de diligencia en su accionar”. El Estado Argentino concentra toda su artillería en este punto, que transcribimos en lo referente a la primera etapa del proceso -antes del traslado de la demanda- para ilustrar las cuestiones a las que se enfrentaba la CIADH en su decisión:

«Por su parte, el Estado argentino sostuvo que “el análisis detallado” del proceso demuestra que “la extensión del plazo […] es consecuencia directa de la falta de debida diligencia de los abogados particulares que patrocinaron a Furlan”. Para fundamentar esta aseveración señaló que “en la primera etapa del proceso” el accionante: i) demoró 2 meses después de dictada la competencia para integrar la demanda y más de un mes después, en presentar un escrito “en el que solicitó se continúen las actuaciones”; ii) “no surge del expediente constancia alguna [que demuestre] que [el] oficio [dirigido al Estado Mayor del Ejército para que informe sobre investigaciones en torno al caso de Furlan] fuera confeccionado y diligenciado por la abogada”; iii) el juez solicitó a la abogada que manifestara contra quien dirigía la acción, dadas “las […] contradicciones” en las que presuntamente había incurrido, pues “en la demanda atribuía la titularidad del predio donde había ocurrido el accidente al Ejército y posteriormente, al integrar la demanda […] ofrecía como prueba informativa que se libre oficio al Registro de la Propiedad Inmueble”. Agregó que la parte interesada, “[r]ecién cuatro meses después, […] manifestó que dirigía la acción contra el Ministerio de Defensa Nacional y solicitó, como medida previa, que se ordene la prueba ofrecida a tales efectos”; iv) tardó tres meses en confeccionar el oficio para el Registro de la Propiedad y cinco meses en el oficio a la Dirección de Catastro, y v) “[i]nexplicablemente la abogada […] presentó un nuevo escrito […], el 1 de noviembre de 1993», en el cual solicitó que se “libr[ara] un nuevo oficio al Registro de Propiedad” con los datos dados por la Dirección de Catastro. Dicho oficio fue confeccionado “al año siguiente, en marzo de 1994”. Concluyó que el Estado “no podría haber demorado en reconocer la titularidad de los terrenos durante [los] cinco primeros años dado que ni siquiera había sido notificado de la demanda” (parr. 162)

El actor propone, el juez dispone

¿Qué dice la Corte respecto de estas alegaciones? En concreto, expresa que «no encuentra que exista evidencia suficiente que permita concluir que la parte interesada haya propiciado una confusión tal, que no permitiera identificar al propietario del bien inmueble y que, por tanto, justificara la dilación del proceso durante 3 años, 11 meses y 24 días, antes de correr traslado de la demanda» (parr. 168). El punto esencial para entender el tratamiento de la CIADH en este punto está en el parámetro que fija en el párrafo siguiente, el 169. Dice allí que «el Estado, en ejercicio de su función judicial, ostenta un deber jurídico propio, por lo que la conducta de las autoridades judiciales no debe depender exclusivamente de la iniciativa procesal de la parte actora de los procesos». Llevado a la realidad concreto, ese principio se traduce en una inversión del principio dispositivo que rige en el derecho argentino desde la sanción de la Ley 27 (vid. art. 2) y se encuentra presente en la estructura misma del Código Procesal Civil y Comercial respecto a la iniciativa procesal, al impulso del proceso, a la delimitación del thema decidendum o a la aportación de los hechos y de la prueba. Veamos lo que dice el tribunal inter-americano:

«Al respecto, el Tribunal considera que el Estado no ha argumentado de qué manera la conducta del demandante, respecto de cada tipo de actuación, contravino o excedió el límite legal establecido sobre plazos procesales. Por el contrario, el Estado se limitó a enumerar los tiempos anteriormente reseñados (supra párrs. 162 y 163), sin brindar una explicación respecto a por qué se estarían excediendo los plazos que la legislación argentina otorga para que las partes realicen este tipo de actuaciones, como por ejemplo, para elaborar un oficio o para efectuar traslado a las partes».(parr. 172)

«En este sentido, el Estado tampoco ha argumentado en qué medida y cuáles eran las posibilidades reales de que el proceso se hubiera resuelto en un plazo razonable si la parte demandante hubiera actuado de otra manera, más aun teniendo en cuenta que el proceso total tardó más de 12 años en ser resuelto, cuando según el perito Moreno no debió durar más que entre dos y cuatro años, y el tiempo dilatorio que presuntamente es atribuible a la parte actora es de aproximadamente un año y 11 meses. De manera que el Estado no ha justificado en qué forma la actuación de la parte interesada terminó dilatando los otros 10 años que el proceso duró». (parr. 174)

La frase que antes citamos respecto a que el impulso no debe depender «exclusivamente» de la iniciativa procesal se transforma en  lo concreto en que el deber de impulsar el proceso es de los jueces. Nótese, en este sentido, como la CIADH no trata de probar la arbitrariedad o desidia de la conducta de los órganos judiciales, sino que solamente se limita a decir que la actora no incumplió plazos (desconociendo que el único límite al impulso es la caducidad procesal, no existiendo plazos específicos para esas conductas justamente porque se presupone que las guía su propio interés en el avance del proceso). Lo mismo sucede con la segunda transcripción, en donde el principio pareciera ser: restemos al tiempo del proceso lo que es culpa específica de la actora y lo que queda es responsabilidad del Estado. ¿Es razonable esa regla? Solamente lo es si consideramos que rige un principio instructorio en lugar de uno dispositivo. Esa parece ser la matriz no expresada de la Corte: la defensa de los derechos humanos (en este caso, agravados por la condición de niño y discapacitado) obliga al juez a dirigir el proceso, dejando de lado su «supuesta» neutralidad procesal que lo hace un tercero entre dos contendientes. Esta obligado así a dejar de lado su actitud pasiva (parr. 182) y a mostrarse diligente (parr. 186), por ejemplo, tomando medidas para evitar la paralización del juicio, ejerciendo la dirección del proceso y confiriéndole a la causa preferente despacho (cf. parr. 202)

Bonos y otras cuestiones

Danilo Furlan, padre de Sebastián, cobró los bonos a un precio del 33% de su valor nominal. Frente a este hecho, lo que dice la CIADH es que «a la hora de aplicar la Ley 23.982 de 1991, las autoridades administrativas debían tener bajo consideración que Sebastián Furlan era una persona con discapacidad y de bajos recursos económicos, lo cual lo ubicaba en situación de vulnerabilidad que conllevaba una mayor diligencia de las autoridades estatales». Lo que no queda claro de la sentencia es si hubo alguna petición en este sentido, denegada por el Estado, o si motu propio, la Administración debía haber aplicado esa normativa en forma diferencial. Paradójicamente, cita en el parr. 218 la doctrina de la Corte Suprema de Justicia argentina que habla de la necesidad de realizar una ponderación entre los valores en juego, en el caso de que la normativa de la Ley 23982 se aplique a personas en situación de vulnerabilidad. Decimos «paradójicamente» porque fue justamente ante la Corte Suprema ante la que Furlan eligió no concurrir en apelación extraordinaria, como vimos ya en el post anterior. La CIADH se cuida de no echar por tierra el régimen de Consolidación, sino simplemente de expresar la necesidad de realizar una aplicación ponderada del mismo:

«…la Corte observa que en este caso existe una interrelación entre los problemas de protección judicial efectiva y el goce efectivo del derecho a la propiedad. En efecto, al aplicar un juicio de proporcionalidad a la restricción del derecho a la propiedad ocurrida, se encuentra que la Ley 23.982 cumplía con una finalidad admisible convencionalmente, relacionada con el manejo de una grave crisis económica que afectaba diversos derechos de los ciudadanos. El medio escogido para enfrentar dicho problema podía resultar idóneo para alcanzar dicho fin y, en principio, puede aceptarse como necesario, teniendo en cuenta que en ocasiones puede no existir medidas alternativas menos lesivas para enfrentar la crisis. Sin embargo, a partir de la información disponible en el expediente, la restricción al derecho a la propiedad de Sebastián Furlan no es proporcionada en sentido estricto porque no contempló ninguna posibilidad de aplicación que hiciera menos gravosa la disminución del monto indemnizatorio que le correspondía. No se encuentra en el expediente algún tipo de previsión pecuniaria o no pecuniaria que hubiera podido moderar el impacto de la reducción de la indemnización u otro tipo de medidas ajustadas a las circunstancias específicas de una persona con varias discapacidades que requerían, para su debida atención, del dinero ya previsto judicialmente como derecho adquirido a su favor. En las circunstancias específicas del caso concreto, el no pago completo de la suma dispuesta judicialmente en favor de una persona pobre en situación de vulnerabilidad exigía una justificación mucho mayor de la restricción del derecho a la propiedad y algún tipo de medida para impedir un efecto excesivamente desproporcionado, lo cual no se comprobó en este caso». (parr. 222)

Ahora bien, repetimos nuestra pregunta: ¿esta ponderación debe realizarse de oficio? Pareciera que eso es lo que sostiene la CIADH, y aquí es donde nos pica el bichito de la duda, en dos sentidos. El primero se refiere al tema que venimos tratando respecto de los límites de la actuación judicial, sobre todo respecto de la neutralidad que deben tener respecto a las peticiones de las partes. El segundo refiere a la necesidad de que las causas que llegan a la CIADH tengan una cierta coherencia interna y que las cuestiones que allí se plantean hallan sido objeto del proceso judicial ante los jueces nacionales. En concreto, el pago con bonos no fue discutido en el proceso nacional, sino que es una cuestión que surge en instancia americana. ¿Cuál es entonces la posibilidad interna que tiene el Estado de corregir sus modos de actuar, si las peticiones no se plantean ante sus estrados? Esta pregunta puede parecer fuera de lugar, pero me parece que lo que estamos discutiendo en estas páginas es el modo en que el sistema inter-americano detecta pautas estructurales violatorias de los derechos convencionales y se van diseñando mecanismos que las eviten. La actuación de la Corte debe ser evaluada desde esta perspectiva y es allí donde su intervención debe hacerse estratégica, ello es, resguardando su poder de influir en los sistemas nacionales a partir de los casos que verdaderamente pueden hacer una diferencia estructural.

Concluyendo

El compromiso que se le pide al juez en la dirección del proceso y la actuación de oficio que se le requiere en muchas situaciones encuentra su cobertura doctrina en la más relevante creación reciente de la CIADH: el control de convencionalidad. En efecto, es en virtud de él que los jueces nacionales deben actuar, aún en contra de los principios más acendrados que rigen su actuación procesal, para poner en acto los derechos protegidos por la Convención. Este es el cheque en blanco que la Corte pone en sus manos. Frente a una maraña de normas que las autoridades nacionales -bien o mal- dictan y corrigen a través de procesos que requieren de legitimación democrática, la CIADH ofrece a los jueces el todopoderoso remedio de la interpretación conforme a la Convención, que los dotaría de poderes eximente de las sordas cadenas de la obediencia reglamentaria. Esto podrá sonar muy bien para los oídos que quieren una vigencia más extendida de los derechos (me incluyo entre ellos). Pero, ¿es un sistema factible? A mí me da la impresión de que la Corte Interamericana, como denunciaban los maestros del realismo jurídico norteamericano, hace un «derecho en los libros» (law in the books), que resulta muy entusiasmante pero no se toca demasiado con las limitaciones de la realidad que nos toca vivir. En este sentido, el caso Furlan vs Argentina adolece de análisis en los que se mencione el contexto estructural en que se desarrollan las actividades judiciales y, de esa forma, delinea una figura del juez ideal, que puede dirigir el proceso, sin preocuparse demasiado de si tiene los recursos para, efectivamente, poder hacerlo en la práctica. En este sentido, no somos originales al señalar, la carencia que tiene la CIADH para diseñar una estrategia que lleve a la aplicación en la realidad (law in action) de lo que diseña en sus sentencias (vid. por ejemplo, Cavallaro)

 

Foto: timsackton / Foter / CC BY-SA

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