Así podría comenzar a llamarse esta Corte Suprema, sobre todo luego de la renovación del mandato de Ricardo L. Lorenzetti para un tercer período como Presidente (si completara su mandato, sería el quinto período presidencial más extenso, luego de Bermejo, Repetto, Paz y Gorostiaga). Seguiríamos así la tradición de los EE.UU. donde los distintos períodos jurisprudenciales son nombrados según el apellido de su Presidente, que es designado por el Jefe del Poder Ejecutivo con acuerdo del Senado. Así era también aquí hasta 1930 -nombramiento por el Presidente de la Nación, aunque sin acuerdo del Senado- y así fueron conocidas las Cortes de Bermejo o Repetto. Hacernos la pregunta que ponemos en el título implica definir un perfil de tribunal y, para ello, uno de su presidente. ¿Está la presidencia de la Corte Suprema destinada a influir decisivamente en el derrotero institucional de la misma? Si la respuesta es sí, ¿qué esperamos de su Presidente? ¿Qué elementos deben tenerse en cuenta en su elección? Es más, ¿cuál son las alternativas institucionales para decidir quien presidirá la Corte Suprema?
La figura del Presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación está presupuesta en el texto constitucional. Por ejemplo, en el actual art. 112 establece que en la primera instalación de la CS, prestarán juramento frente al Presidente de la Nación, pero «en lo sucesivo, lo prestarán ante el Presidente de la misma Corte». Asimismo, dispone el art. 59 que en caso de que se realice un juicio político contra el Presidente de la Nación, el Senado será presidido por el Presidente de la Corte Suprema. Nada dice, sin embargo, la Constitución sobre su nombramiento ni sobre sus otras funciones. Ello hizo que, en sus inicios, se siguiera el modelo norteamericano y así, el 6 de enero de 1863 Bartolomé Mitre nombró al Primer Presidente de la CSJN efectivo (Francisco de las Carreras) ante la falta de aceptación del cargo por parte de Valentín Alsina. En esta metodología pesaban las funciones institucionales que esa figura debía cumplir. A la ya mencionada del juicio político, se suma su vocación de sucesión en caso de acefalía (vid. Ley 25716) y la representación protocolar del Tribunal ante los demás poderes públicos.
Esta modalidad de designación presidencial se quiebra en el año 1930. El gobierno de Uriburu, resultante del golpe, se dirige a la CS en estos términos: “Tengo el honor de comunicar a V.E. que el Gobierno que presido, considerando que la designación de Presidente de la Corte Suprema es facultad que está comprendida en la primera parte del art. 99 de la Constitución, ha decidido prescindir de hacer tal designación, con lo que afirma el respeto que le merece”. La CS responde y dice que en realidad esa facultad nunca le correspondió al Ejecutivo, sino que sus designaciones se aceptaron por motivos de conciliación y armonía y nombra Presidente a José Figueroa Alcorta, en forma vitalicia. En 1932 muere F. Alcorta. El Presidente Justo está dispuesto a retomar su potestad de nombramiento y la CS no cede, así que el primero nombra a Repetto por decreto y la CS hace lo propio por medio de Acordada. En 1946, Repetto renuncia por razones de salud. La CS dispone que, partir de esa fecha, el cargo será por tres años y rotativo en base a la antigüedad.
La misma Corte Suprema, por acordada que establece el Reglamento para la Justicia Nacional, dispone que «El presidente de la Corte Suprema y vicepresidente serán elegidos por mayoría absoluta de votos de los ministros del Tribunal y durarán tres años en el ejercicio de sus funciones». El Decreto-Ley 1285/58 en su redacción original -vid. art. 21- dejaba más opciones abiertas, ya que simplemente establecía que la Corte Suprema «designaba a su Presidente» pero no especificaba bajo que metodología. En cualquier caso, el método actual y que se ha empleado en la reciente Acordada 19/12 es el de la votación por mayoría (en este caso fue unanimidad, salvando la ausencia de Petracchi al acuerdo). Tenemos así que ha habido tres modos distintos de designación: por el Presidente de la Nación, por la propia Corte a través de un sistema de rotación y por la propia Corte a través de un sistema de votación de sus miembros (este último nombramiento ha sido realizado, a su vez, de modo vitalicio o por períodos de tres años).
El nombramiento vitalicio, sea por el Presidente de la Nación o por la propia Corte, dota de estabilidad al cargo y a la institución. Podría aducirse una cierta dependencia de la persona o de los miembros de la Corte que lo nombran en una primera instancia pero la duración de su cargo hace que, necesariamente, el Presidente de la CS trascienda a las otras figuras institucionales. Pensemos, en este sentido, que EE.UU. ha tenido solamente 17 Chief Justices a lo largo de su historia. Quien realiza el nombramiento, sin embargo, no parece ser una cuestión banal y consideramos que si bien la Constitución nada dice al respecto, la idea de autonomía judicial se conjuga mejor con el hecho de que la decisión quede en manos de la propia Corte, incluida en su potestad de dictar su reglamento interior (art. 113 CN). Ahora bien, la cuestión más difícil es decidir si la elección debe ser por votación o rotativa. Se dice que las votaciones -no parece haber sido el caso aquí, pero sí en la década del 90- puede provocar heridas internas, difíciles de curar luego. Un contraargumento es que la capacidad de elección permite elegir a la persona adecuada para el tiempo que la Corte cree que enfrenta. No todos los Ministros tienen las mismas dotes negociadoras, comunicacionales o administrativas.
Todo lo cual nos lleva de nuevo a la pregunta sobre el perfil que se busca. Esto no está claro. Adrián Ventura conjeturaba sobre las razones políticas que, hace un par de semanas, habrían decidido a Lorenzetti a dar un paso al costado respecto de su tercer período. Más allá de los pronósticos errados, ¿cuáles son las razones que guían la elección? Según se deduce de la situación actual, no parece haber muchos Ministros dispuestos a cargarse el sayo de la administración cotidiana de la Corte Suprema ni de la representación de la institución ante otros actores, tareas que insumen mucho tiempo y esfuerzo. Los roles institucionales respecto del juicio político y la acefalía no han sido ejercidos a lo largo de la historia y es dudoso que se comience ahora. Tampoco parecen ser relevantes -como sí lo es en los EE.UU.- las funciones del Presidente respecto de la distribución de causas para el estudio y proyectos del resto de los ministros (art. 84 del Reglamento para la Justicia). Sí parecen serlo, en la actual política de la CS, la representación institucional del Tribunal ante la opinión pública, tarea a la que Lorenzetti le ha dedicado ingentes esfuerzos en los últimos años, y la capacidad de gestión. Estas son las funciones preponderantes que lista el Reglamento para la Justicia Nacional: a) representación protocolar (art. 80); b) firma de disposiciones (art. 81); c) despacho de trámite (art. 82); d) preside las audiencias públicas (art. 83); e) instrucción del sumario en las causas penales originarias (art. 84 bis); f) licencias y sanciones a empleados (art. 85); y g) policía del Palacio y funciones de Superintendencia (art 86).
Poca -casi nula- es la literatura existente respecto de la Presidencia de la CS (4 artículos en la base de la Biblioteca de la CSJN) e inexistentes las razones que el mismo Tribunal da para la elección -más allá de especificar los votos logrados-. Vemos que el Presidente actúa, administra y decide pero no contamos con una idea cierta de su influencia en los procesos de distribución de causas o en las cuestiones administrativas. Lo que sí tenemos claro es que la gestión de Lorenzetti -por acción (estar contentos) u omisión (falta de alternativas)- goza del consenso de sus colegas Ministros. Se consolida así un modelo de gestión que a la Corte Suprema le ha permitido recuperar gran parte de la legitimidad perdida a comienzos de este segundo milenio. ¿Es esta la situación ideal? Empezamos a notar signos de cansancio en el ímpetu reformista de la Corte: ministros envejecidos o enfermos, otros con estrategia de salida a mediano plazo, algunos con proyectos alternativos que le llevan gran parte de su tiempo. La situación no es halagüeña y, con esta perspectiva, la CS ha elegido la vieja receta que nunca falla: no cambies de caballo en el medio del río.