En el año 2007, Xavier Alvarez, miembro del Comité del Agua del Distrito Municipal de los Tres Valles (Pomona, California) afirmó en una reunión pública que era un ex-marine, que había sido herido en reiteradas oportunidades y que había recibido la Medalla de Honor del Congreso de los EE.UU. -máxima condecoración de las Fuerzas Armadas estadounidenses- en 1987. Nada de eso era cierto. Lo grave es que su conducta no estaba únicamente sujeta al demérito social, sino que en el año 2006 el Congreso había dictado la Stolen Valor Act que penaba con multa y prisión de hasta 1 año a quien «falsamente se adjudicara, verbalmente o por escrito, haber sido premiado con una medalla del Congreso del EE.UU.». Alvarez se declaró culpable, pero se reservó el derecho a impugnar la ley por ser contraria a la Primera Enmienda, que garantiza la Libertad de Expresión. La Corte Suprema le dio la razón en US vs Alvarez (por una mayoría de 6 a 3), expresando sus ministros tres posiciones distintas, que aquí revisaremos.Una primera mayoría de 4 Ministros se encolumna detras del voto redactado por Kennedy (Ginsburg, Sotomayor y Roberts -nótese que ese mismo día, el Presidente Roberts se había sumado a la mayoría «liberal» para sostener la Reform Care Act). Esta posición representa un modelo de un escrutinio estricto respecto de la posibilidad de restringir la libertad de expresión y pone toda la carga de argumentación del lado del Gobierno. La cuestión es así: la postura tradicional, expresada en Ashcroft v. American Civil Liberties Union, dice que se presumen inválidas las limitaciones a la libertad de expresión basadas en el contenido del mensaje y que el Gobierno «debe probar su constitucionalidad». El voto analiza así toda una serie de restricciones de ese tipo que ha ido incorporando en su historia jurisprudencial (obscenidad, difamación, discurso que incite al odio, apología del delito, etc.) y encuentra que el discurso «falso» no se encuentra entre ellas. Una victoria de la libertad de expresión siguiendo, párrafo a párrafo, el manual de instrucciones.
Sin embargo, el voto entiende que no se puede quedar aquí (y hay en esto una diferencia importante con la estrategia de argumentación de nuestra Corte). Los valores en juego son altos y la sentencia se ocupa de resaltar la importancia del bien jurídico protegido por la Ley: muchas líneas se dedican a destacar el valor que para el Ejército tiene la preservación de la reputación de ese honor, así como el daño que se le puede causar a los verdaderos receptores de la condecoración por mentiras como la de Alvarez. No se queda corto en esas simpatías, relatando casos como el de Dakota Meyer a quien la medalla al honor le fue otorgada por su conducta heroica en Afganistán. Lamentablemente, nos dicen Kennedy y sus adherentes, esto no es suficiente: «es necesario que haya un vínculo causal directo entre la restricción impuesta y el daño que se quiere evitar». Amén de algunas críticas a la excesiva latitud del tipo penal consagrado en la ley, dice el voto que:
«El Gobierno no ha mostrado, y no puede hacerlo, por qué el contra-discurso no sería suficiente para alcanzar su objetivo. Los hechos de este caso indican que las dinámicas de la libre expresión, del contra-discurso, de la refutación, pueden superar la mentira (…) El remedio para el discurso falso es el discurso verdadero. Este es el curso ordinario en una sociedad libre. La respuesta a lo irrazonable es lo razonable; a lo desinformado, lo iluminado; a la mentira directa, la pura verdad… La libertad de expresión y pensamiento no derivan de la beneficencia del Estado sino de los derechos inalienables de la persona. Y la supresión de la expresión por parte del gobierno puede hacer que la exposición de la falsedad seas más difícil, no más fácil. La sociedad tiene el derecho y el deber cívico de comprometerse en un abierto y dinámico discurso racional. Estos fines no se encuentran adecuadamente servidos cuando el Gobierno busca orquestar la discusión pública a través de mandatos basados en el contenido».
Breyer y Kagan descartan el análisis restrictivo y se internan en lo que nosotros conocemos como control de razonabilidad (arts. 14 y 28 CN), es decir la relación entre los fines de la legislación y los medios utilizados. Algo de esto ya está en el voto anterior, pero como un argumento coadyuvante (ya que el principal es que la falsedad no un requisito admisible para limitar la expresión). De hecho, Kennedy y compañía anunciaban algunas medidas alternativas para conseguir los mismos fines, como ser la publicación actualizada de los recipendarios de las medallas para que públicamente pudiera constatarse y dejar en evidencia a los «mentirosos». Pues bien, el voto de Breyer & Kagan va a ir por estos derroteros y, al hacerlo, va a ser más benigno con la ley. Tanto, que su posición puede ser interpretada como una bisagra entre la mayoría y el disenso. Lo que ellos dicen es que mentir, aún cuando puede tener, en algunas circunstancias, algún provecho social (v.gr: palabras de contención para preservar el orden ante una inminente catástrofe) en general no es considerado beneficioso por el Derecho. En concreto, ellos asimilan este caso con el Derecho de Marcas y la protección que ellas obtienen frente a la mentira.
O sea, el derecho condena, en varios terrenos, a la mentira y la falsedad. Pero las leyes siempre lo hacen, dicen Breyer y Kagan, añadiéndole una motivación, una intencionalidad, un daño que califican esa mentira más allá del mero hecho objetivo. Esto es lo que le falta a la Stolen Valor Act ya que la formulación excesivamente abierta abre el camino a peligros concretos para la libertad de expresión. En sus propias palabras:
«La persecución criminal por realizar una afirmación falsa puede inhibir al que habla de realizar afirmaciones verdaderas, paralizando así un tipo de discurso que está en el corazón de la Primera Enmienda (vid., por ej., Gertz, supra, at 340–341). Por lo tanto, la Corte enfatiza los requisitos de culpabilidad (mens rea requiriments) que proveen espacio para un discurso más valioso al reducir el miedo de un honesto orador a que sea accidentalmente responsable por hablar.
Más aún, la omnipresencia de las falsas afirmaciones, hechas por mejores o peores motivos, hechas sin pensar o deliberadamente, hechas produciendo o no daño, proveen un arma a un gobierno con poderes para perseguir falsedades sin mayores requisitos. Y aquellos que son impopulares pueden temer que el Gobierno use esas armas de modo selectivo, por ejemplo, persiguiendo a un pacifista que apoya su causa diciendo (falsamente) que es un héroe de guerra, ignorando a otros miembros de grupos políticos que pueden hacer afirmaciones semejantes».
La postura no es aquí tan extrema como en el voto anterior: no se discute la posibilidad de que la falsedad y la mentira puedan ser limitantes a la libertad de expresión ni de que el instrumento penal sea constitucionalmente inválido. Mientras en el voto de la mayoría, el remedio previsto para estas situaciones es el contra-discurso y el «libre mercado de las ideas y expresiones», Breyer y Kagan habilitan la regulación estatal. No ésta, pero sí una que evite los problemas que ellos describen como el «efecto paralizante». En síntesis, para la primera mayoría cualquier limitación en base el contenido de la expresión tiene ese efecto (chilling), no así para estos dos jueces.
De modo interesante, la disidencia de Alito, Scalia y Thomas dialoga mayormente con el que acabamos de reseñar y se estructura como una especie de refutación de sus argumentos. Lejanos del voto de Kennedy et al que negaban la posibilidad de intervención estatal, la disidencia trata de argumentar sobre las bases que proponen Breyer y Kagan, en el sentido de demostrar por qué la Stolen Valor Act resguarda adecuadamente la libertad de expresión. Afirman así que una interpretación adecuada de la norma neutraliza muchos de los peligros que ellos sugerían (conocimiento de la falsedad, intencionalidad, contexto del discurso, ausencia de carga ideológico/política, etc.). Asimismo, su voto se ocupa de discutir las eventuales alternativas a la ley, expresando los hechos que dieron motivo a la misma y la existencia de algunos remedios propuestos (listado de las medallas otorgadas) y su efectividad para prevenir los hechos. En sustancia, su pensamiento es el siguiente:
«… hay amplias áreas en las que cualquier intento del Estado para penalizar un supuesto discurso falso presentaría un grave e inaceptable riesgo de suprimir expresiones veraces. Las leyes que restringen falsas afirmaciones sobre filosofía, religión, historia, las ciencias sociales, las artes y otras materias de interés público presentarían ese riego. El punto no es que, en esas áreas, no haya algo que podamos calificar como verdadero o falso o que la verdad sea siempre imposible de afirmar, sino de que es peligroso que el Estado sea el árbitro de la verdad (…) la Stolen Valor Act no presenta riesgos de que expresiones valiosas vayan a ser suprimidas. Las expresiones penadas por la ley son, no solo verificablemente falsas y carentes por entero de valor intrínseco, sino que no cumplen con ningún objetivo instrumental que la Primera Enmienda podría proponer.»
En suma, una muy interesante sentencia de la Corte Suprema americana donde se muestra la enorme riqueza del diálogo jurisprudencial. Si bien la postura más clásica y restrictiva termina triunfando, lo hace en alianza con un voto que podría haberse inclinado hacia el otro lado. Las mayorías son finitas y es difícil establecer para donde caerá la moneda la próxima vez. Queda como tarea para el hogar el análisis de los fundamentos más profundos que aquí se sostienen: la esfera pública como un mercado de ideas y su relación con los principios de liberalismo económico, la dilucidación de los términos reales que estas restricciones tienen sobre la libertad de los que emiten mensajes (el chilling effect que se viene suscribiendo desde NYT vs Sullivan), entre otras cuestiones. Un amplio espectro de las opiniones posibles sobre el tema queda expuesto en esta decisión del Tribunal, en un esfuerzo argumentativo que enfáticamente elogiamos.