El diario La Nación da cuenta hoy, en su primera página, del proyecto del diputado Jorge Yoma de crear un Tribunal Nacional de Casación por Arbitrariedad. Titula su nota con un sonoro «Proponen quitarle funciones a la Corte«, mientras la volanta expresa «Polémica iniciativa» y el copete, «Se aduce que es para aliviarle la actividad». Es decir que el encuadre de la noticia es que pretende quitársele a la CS algo que le pertenece y que ello se hace con la intención política de debilitarla. En lugar de adoptar esta perspectiva del «más es mejor», tan cara a nuestra cultura política de construcción del poder, les propongo que analicemos el proyecto desde el prisma de la organización del sistema judicial. Así, comencemos diciendo que nos parece una iniciativa muy valiosa, por varias razones.
En primer lugar, y más allá del contenido específico del proyecto, expresa un movimiento hacia la recuperación del rol del Congreso como organizador de la Justicia. Es el órgano deliberativo donde debe debatirse y proyectarse el rol del Poder Judicial, si es que queremos verdaderamente que este sea una rama democrática y no una isla corporativa, de dudosa accountability. Así lo establece la Constitución en sus arts. 108 y 117y es razonable (aún tardíamente) que el Poder Legislativo se haga eco de los desarrollos jurisprudenciales derivados de la aplicación interpretativa de la Constitución y trate de darle un cauce organizacional. Por otra parte, ¿hay algún lugar en el que la Carta Magna le atribuya a la CS las decisiones por arbitrariedad de sentencia? Definitivamente, no. Ello entra en el plano de las cuestiones decidibles y es el Congreso el que debe hacerlo.
En segundo lugar, el proyecto trata de dar cuenta de un problema real que sobrecarga la actividad de la Corte Suprema. Conforme expresan los fundamentos del Proyecto la admisión de los recursos por arbitrariedad de sentencia, prudente a partir de la causa Rey del año 1909 (Fallos 112:384), se flexibiliza a partir de la década de 1960. Está claro que no es cuestión de dar pasos atrás en la evolución del Derecho y en el control que deben tener sentencias que, propiamente, no merecerían el nombre de tales. Más bien se trata de intentar racionalizar, desde la mirada sistémica que puede tener el legislador, el ejercicio de esa revisión jurisdiccional y atribuírselo a un órgano especializado.
Finalmente, la iniciativa es valiosa porque -a diferencia de lo que sugiere la noticia que encabeza este comentario- la definición institucional implica limitación. No nos queremos poner filosóficos, pero en la medida en que queremos ser todo terminamos no siendo nada. Las instituciones encuentran su identidad en los límites, que son, justamente, los que dibujan sus contornos. Nuestra Corte debe dejar de ser un tribunal «catch-all» y concentrarse, como lo hacer su par norteamericana, en los asuntos estratégicamente relevantes. Aunque ello le signifique perder algo de poder inmediato. Porque, digámoslo frontalmente, aquí hay una cuestión de poder: tener la capacidad de decidir sobre más asuntos, significa tener posibilidades de injerencia mayores que ante una competencia más limitada. Máxime cuando las normas por medio de las cuales yo puedo decidir entender o no son flexibles y, sobre todo, las construyo yo mismo a través de mi actividad jurisdiccional. En un esquema de frenos y contrapesos, la lógica indica que los órganos no pueden ser los jueces últimos e irrestrictos de su propia competencia. La definición legislativa contribuye a delinear el terreno de juego, sobre todo en ámbitos en los que la Corte no ha dado excesivas muestras de auto-limitarse.
El proyecto de ley crea un Tribunal de 7 miembros, con sede en la ciudad de Córdoba. Los integrantes serán designados previo estudio de antecedentes y proceso de selección por el Consejo de la Magistratura, según el procedimiento de los arts. 114 y 99 inc. 4 CN. Luego de algunas redundancias (v.gr: declarar aplicables a los nuevos jueces las garantías de inamovilidad e intangibilidad del art. 110 CN), el proyecto entra en terreno propio y establece que los recursos se interpondrán directamente ante el nuevo Tribunal (obviamente, ¿qué juez va a otorgar un recurso sobre una sentencia propia a la que acusan de arbitraria?). Luego de corrido traslado a la otra parte, el Tribunal decide sobre la admisibilidad del recurso y si va a tomar conocimiento, cuenta con 100 días hábiles judiciales para resolver. El art. 9 fija los límites de su decisión: «Si el recurso es declarado procedente, el Tribunal indicará en la sentencia los motivos por los cuales se descalifica el fallo apelado, remitiendo la causa al tribunal de origen a fin de que se dicte nueva sentencia». Es decir, que la propuesta es que el nuevo Tribunal no tome la decisión por sí sino que devuelva la causa para una nueva decisión. El único recurso posible contra esta sentencia es el de aclaratoria. Respecto del REX, el proyecto establece que la interposición del recurso por arbitrariedad no suspende el plazo para la interposición del REX (art. 12). Si se admite la causa para el análisis del nuevo tribunal, la tramitación del REX se suspende hasta la resolución final.
Esta breve síntesis deja muchas cuestiones por el camino pero entendemos que vale para tener una idea de los lineamientos de la propuesta. ¿Qué nos parece, ahora ya en particular? A nuestro entender, el proyecto está bien encaminado pero tiene dos áreas de indefinición que podrían hacer que toda la propuesta -si se concretara- fracase. La primera es la amplísima remisión al concepto existente (y al «a formarse») de lo que es una causal de arbitrariedad. En concreto, el proyecto solamente menciona su existencia como base del recurso que se presente y como objeto de la primera definicion del Tribunal sobre la adminisibilidad de la acción. Nada más dice sobre ella. En la exposición de motivos nos explica esta estrategia:
«Detallar la casuística que se engloba bajo el supuesto de arbitrariedad de sentencias, desarrollada a lo largo de un siglo por la Corte Suprema, importaría limitar y encorsetar al nuevo Tribunal Nacional de Casación por Arbitrariedad. Es conveniente que su competencia se precise sobre la marcha con la centenaria doctrina elaborada por el Máximo Tribunal, y con la que surja de su propio accionar en el futuro.»
Entendemos que esta proposición es incorrecta, porque si hay una larga historia jurisprudencial previa es el trabajo del legislador el dotar de sistematicidad a ese principio, hacerlo racional, limar las inconsistencias, preveer posibles lagunas. Lo cual no significa, como es obvio, pretender tener una regla general al modo de la legislación decimonónica, que englobe todos los casos y que colonice la capacidad decisional del juez. No es ello lo que proponemos. Sí, en cambio, que haya reglas claras que tiendan a limitar la ecuación entre arbitrariedad de sentencia y simple diversidad de opiniones, tal como fue expresada aquí por Carmen Argibay.
La segunda área de relativa indefinición -terreno que reconocemos como peliagudo- es el de las relaciones entre el nuevo Tribunal y la Corte Suprema de Justicia de la Nación. No es que el proyecto no diga nada. Dice, por ejemplo, que los miembros del Tribunal jurarán ante el Presidente de la Corte (art. 3) o que el único recurso posible contra la sentencia de Casación es el de aclaratoria (art. 12). Una lectura bienintencionada haría pensar que la Corte, por ejemplo, no podría en ningún caso revisar lo que hace el Tribunal de Casación. Pero nuestra experiencia institucional es pródiga en recelos y el reconocimiento -que merecería un montón de matizaciones que ya hicimos en otros lugares– de la Corte como cabeza del Poder Judicial puede llegar a resultar en este tribunal como una instancia intermedia más y no como una verdadera instancia de Casación. Lo que decimos es que la norma debería estar redactada mirando las lógicas institucionales sobre las que va a actuar, para así diseñar instrumentos que sean efectivos y no que sean neutralizados a través de interpretaciones posteriores de los mismos actores que juegan el partido.
Volvemos con ello al punto de que, en nuestra opinión, esta ley requeriría una puesta a punto del articulado de la Ley 48 con una claro deslinde de competencias entre uno y otro tribunal, basado en la definición clara y precisa de la arbitrariedad de sentencia y el carácter preclusivo de su definición por el Tribunal. Pero, como venimos diciendo, estos son solamente primeros pensamientos de un tema que celebramos que se abra a la discusión. No tenemos demasiadas certezas al respecto, pero creimos valioso discutirlo y echar la bola del debate a rodar. Quedan invitados.