En la edición de marzo de 2004 de la revista mexicana Letras Libres, Fernando García Navarro publicó una nota titulada Cómplices del Terror. En ella daba cuenta del acuerdo firmado por el periódico La Jornada y el diario vasco Gara y atribuía a ese hecho la línea editorial del diario mexicano, sobre todo en relación a una reciente visita del (ahora) ex-juez Garzón para tomarle declaración a unos presos etarras. La Jornada accionó contra Letras Libres por afectación de su derecho al honor y, luego de un largo conflicto, la Corte Suprema mexicana (en adelante, CSM) le dio la razón a la demandada basándose en la preeminencia del derecho a la libertad de expresión. La argumentación del voto del Ministro Zaldívar (triunfante por 4 a 1) es muy rico en matices y aplica al caso la doctrina de la Real Malicia, largamente defendida por nuestra Corte Suprema. Sin embargo, lo hace de un modo en que, a diferencia de nuestro Tribunal, abre más que cierra posibilidades para pensar el lugar de la Libertad de Expresión y la prensa en nuestras sociedades contemporáneas. Por ello, les proponemos un recorrido (vagamente) comparativo entre esta sentencia y la doctrina de nuestra Corte expresada en Patitó vs La Nación, quizás la expresión más acabada de la doctrina en la actual composición del Tribunal.
El derecho al honor, punto de conflicto
Lo primero que hace la CSM es identificar los derechos que se encuentran en pugna. Para ello, analiza los reclamos del diario La Jornada respecto de su derecho al honor y reputación. Estos no se encuentran en el texto de la Constitución de la República de México, pero si lo están de modo expreso en la Convención Americana y en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos a los que México adhiere (y que para nosotros son parte integrante de la Constitución Nacional). Para el Tribunal, el derecho al honor deriva del reconocimiento de la dignidad humana, valor superior del ordenamiento. Define ese derecho como «el concepto que la persona tiene de sí misma o que los demás se han formado de ella, en virtud de su proceder o de la expresión de su calidad ética y social». Continúa diciendo que hay dos formas de sentir el honor: a) subjetivamente, como la afirmación que la persona hace de su propia dignidad, y b) objetivamente, como la estimación interpersonal que la persona tiene por sus cualidades morales y profesionales dentro de la comunidad. El primer aspecto suele reconocerse bajo el término honor, el segundo bajo el de «reputación».
Llegado a este punto, el Ministro ponente Zaldívar se plantea la pregunta acerca de si estos derechos corresponden solamente a las personas físicas o también son atribuibles a las morales. Y constata que estas últimas «evidentemente gozan de una consideración social y reputación frente a la sociedad». ¿Son ellos protegibles? Sostiene que sí, por dos vías diferentes: a) las personas morales son creadas por personas físicas para alcanzar fines que ellas por sí solas no podrían alcanzar, por lo que son un «instrumento al servicio de las personas que las crearon»; b) los entes colectivos son consecuencia del ejercicio previo de otros derechos -como la libertad de asociación- y el «pleno ejericio de este derecho requiere que la organización creada tenga suficientemente garantizados aquellos derechos fundamentales que sean necesarios para la consecución de los fines propuestos». Por esta razones, las personas morales deben ser titulares de aquellos derechos que sean acordes con la finalidad que persiguen y el derecho al honor entra en esa categoría «pues el desmerecimiento en la consideración ajena sufrida por determinada persona jurídica conllevará, sin duda, la posibilidad de que esta pueda desarrollar libremente sus actividades encaminadas a la realización de su objeto social o, al menos, una afectación ilegítima de su posibilidad de hacerlo».
Veamos que pasa en el caso Patitó y que dice nuestra Corte Suprema al respecto. Lo que estaba en discusión era la afectación de la intimidad y honor de integrantes del Cuerpo Médico Forense del Poder Judicial, ya que el diario La Nación, en un editorial, había cuestionado su desempeño profesional («aparece una cierta forma de estructura ilegal en el ámbito forense que intenta disimular o encubrir con criterio corporativo un encadenamiento de hechos irregulares perpretrados por profesionales médicos….»). Tomemos el voto mayoritario de Lorenzetti, Argibay, Fayt y Zaffaroni y veamos como desarrollan el conflicto planteado. Luego de resumir los antecedentes judiciales del caso, en el considerando 5to dice que «corresponde precisar los derechos en conflicto en el presente caso»: por un lado, el derecho a la libertad de expresión, por el otro, el derecho a la honra y reputación. Del primero dice que es doctrina de la Corte que el mismo tiene un lugar eminente en un régimen republicano, aunque reconoce que ello no ampara a los que cometen ilícitos civiles. Del segundo, nada de nada. Ni en este considerando ni en todos los siguientes (solamente Highton, en el cons. 5 de su voto esboza una definición del derecho al honor), que se dedican al análisis y aplicación de la doctrina de la Real Malicia. ¿Qué quiere ello decir? Que, como esbozábamos aquí, para nuestro Alto Tribunal no parece haber un verdadero conflicto de derechos constitucionales. El valor eminente de la libertad de expresión (¡ojo!, esto también lo sostiene la SCM) termina borrando el conflicto de derechos: no hay ninguno verdaderamente relevante que se le pueda oponer. Como el Barça de Guardiola, los partidos los tiene -simbólicamente- ganados desde el vestuario y ello hace que los posibles rivales no merezcan mayor desarrollo. La CSM, en cambio, se toma en serio el resto de los derechos constitucionales y nos dice -motivando a sus jugadores-: los partidos hay que jugarlos y al rival, analizarlo.
Hay doctrinas de la real malicia y doctrinas de la real malicia
De nuestros posts anteriores sobre la materia (el último de la saga, aquí) podría deducirse que somos enemigos acérrrimos de la doctrina de la Real Malicia. Sin embargo, no es así. De hecho, creemos que ha sido, en el contexto en el que se creó (EE.UU.) y en algunas aplicaciones posteriores en nuestro país, un aporte valioso para la defensa de la libertad de expresión. El problema es cuando la doctrina se transforma en fórmula, ésta en slogan y la aplicación pierde cualquier posibilidad de adaptarse a nuevos contextos y desafíos. Nuestra Corte Suprema ha aplicado la doctrina como una verdad revelada, defendiéndola con celo frente a la Cámara Nacional Civil pero en el abroquelamiento que implica esa custodia se ha vuelto dogmática e incapaz de desarrollar el núcleo allí presente. Se ha quedado con la cáscara y ha perdido el corazón. Por ejemplo, una de las cuestiones que se planteaba en el caso Patitó era respecto a si la DRM se aplicaba solamente a hechos o también a juicios de valor. La Cámara, restrictiva, dijo que solamente a los primeros y como en este caso estábamos ante un editorial de opinión, no correspondía traerla a colación. La Corte la contradijo y dijo que sí era aplicable, al igual que en el caso en el caso «La Jornada vs Letras Libres». Allí, la SCM también aplica la DRM pero, a diferencia de nuestra Corte, lo hace como un estándar genérico que requiere «para la existencia de una condena por daño moral por la emisión de opiniones, ideas o juicios, que hayan sido expresados con la intención de dañar, para lo cual, la nota publicada y su contexto constituyen las pruebas idóneas para acreditar dicha intención».
En esta frase está expresada una de las diferencias esenciales en la aplicación de la DRM. Para nuestra CS, «el específico contenido del factor subjetivo al que alude el concepto de real malicia -conocimiento de la falsedad o indiferencia negligente sobre la posible falsedad- no cabe darlo por cierto mediante una presunción, sino que debe ser materia de prueba por parte de quien entable la demanda contra el periodista o medio periodístico». Esto, dice la Corte en Patitó, puede ser una inversión de la carga de la prueba en otros sistemas, pero no en el nuestro donde el que alega un hecho debe probarlo. Al final de cuentas, como vemos los que seguimos estos casos, casi todos se resuelven por aplicación de este principio, que requiere de lo que los civilistas llaman «prueba diabólica». ¿Qué hace la SCM? Nos dice: acá el instrumento que hay que analizar es un artículo periodístico, no hay mucho misterio más que esto. Por lo tanto, hay que arremangarse y hacer un estudio del mismo que nos permita ver el sentido del texto y si existió o no esa voluntad de dañar. Para ello, analiza párrafo por párrafo la columna de opinión, distinguiendo aseveraciones, cuestionamientos y opiniones; luego, reúne esos elementos y hace una lectura integral de la nota, concluyendo que
«… la columna pretende convencer al lector de que el convenio de colaboración celebrado por La Jornada con un diario español, llevó a dicho rotativo a adoptar una postura pública neutral e incluso apologética frente a la ideología nacionalista vasca, mientras que abiertamente ejecutaba una campaña en contra de las personas que se oponían a dicha organización valiéndose para ello de interpretaciones de los hechos que el autor califica como «escandalosas».»
Lo que hace la CSM es aplicar una metodología interdisciplinaria para el análisis de los casos relacionados con la libertad de expresión, haciendo uso de los instrumentos lingüísticos para determinar el contenido real de la materia a analizar. Responde así a lo que autores como Shuy viene proponiendo hace algún tiempo: en estos casos, el hecho que se juzga es un escrito y, como tal, debe ser analizada su estructura, contenido e intención. Es decir, son los elementos internos al instrumento los que nos van a dar el corpus de análisis y no los externos al mismo, de por sí subjetivos (v.gr: una declaración de un testigo que afirme la voluntad de dañar del emisor del mensaje). De esta manera, la afectación -justificada o no- a la reputación de una persona será realizada en términos objetivos -o sea, en relación al objeto mismo que infringe el daño-, ya que es en el escrito donde se cristalizan las intenciones de los sujetos. La lingüistica es una de las llaves con las cuales se puede abrir el cerrojo del significado y evaluarlo en términos constitucionales. Eso es lo que hace la SCM: luego de determinar el contenido, lo pasa por el tamiz de las normas y nos dice que el tema tiene relevancia pública y que se refiere a una figura pública -un medio de comunicación-, con lo cual se cumplen los requisitos para la aplicación de la DRM o sistema dual de protección de la libertad de expresión.
Medio contra medio
Llegados a este punto, la sentencia entra al punto verdaderamente conflictivo. Ya determinó el sentido de la nota, analizó su contenido -asunto de interés público- y calificó a sus protagonistas como figuras públicas. Ahora bien, ¿era necesario el tono empleado para lograr esos fines? La SCM nos dice que «el tono empleado se encuentra justificado por su propósito de causar impacto enre los lectores, de modo que una eventual condena inhibiría el debate abierto sobre temas que, como éste, son de interés público». En este sentido, expresa, «es necesario considerar el contexto de debate periodístico en el cual se vierten las expresiones, mismo que evidencia que el uso de la hipérbole es un recurso frecuente entre los profesionales del periodismo» y ello es esencial, ya que la «libertad de expresión protege no solo la sustancia de la información y las ideas, sino también la forma o tono en que se expresan». Y concluye:
«si bien algunas expresiones pudieran estimarse ofensivas consideradas aisladamente, puestas en relación con la idea que pretende comunicarse y con la situación fáctica existente en que tiene lugar la crítica, experimentan una clara disminución de su significación ofensiva.»
¿Cuál es la situación fáctica a la que hace referencia? Que estamos frente a un conflicto de un medio de comunicación contra otro medio de comunicación y que ese hecho acrecienta las posibilidades reales de defender el honor y la reputación, por medio del ejercicio del derecho de réplica y contra-réplica. Es un caso, como culmina la sentencia, en el que hay «una relación simétrica entre dos medios de comunicación». Por otra parte, sostiene la SCM hacia el final, la discusión pública entre medios es una de la formas por medio de las cuales lograr su comportamiento ético. La crítica, en este contexto, es algo querido por el ordenamiento como una forma de limitación del poder. A nuestro entender, esto es esencial para comprender la sentencia. ¿Qué pasaría en una situación donde no hubiera equivalencia entre los actores o que la discusión y crítica no sea vista necesariamente como una limitación al poder? De hecho, podríamos llevar la cuestión más lejos y preguntarnos sobre que pasa, cuando la libertad de expresión termina protegiendo a los más poderosos frente a los errores de los medios (v.gr: la aplicación de la doctrina Campillay en Canavesi).
La sentencia deja estas preguntas abiertas, pero nos ofrece un marco de análisis concreto. Tanto el honor como la libertad de expresión son derechos protegidos constitucionalmente, los elementos para su ponderación deben remitir al análisis del objeto de la presunta agresión (nota periodística) y las categorías de la DRM se aplican según la posición relativa de los implicados. De lo que se trata, en suma, es de proteger (todos) los derechos constitucionalmente protegidos y para ello es necesario la limitación del poder, no solo real sino también fáctico. Ello incluye el poder de los medios de comunicación, ecuación que en este caso se balancea por el enfrentamiento de dos de ellos. En suma, el caso de «La Jornada vs Letras Libres» nos proporciona un ejercicio de aplicación reflexiva del estándar de la DRM que aggiorna su contenido concreto y lo aplica a través de una lectura técnica y que a la vez da cuenta de la complejidad del entorno comunicativo contemporáneo. O sea, lejos de una mecanicidad que se transforma, muchas veces, en protección irrestricta de los medios de comunicación en desmedro del derecho «a la información» de los ciudadanos.