Esta Corte nos enseñó, en el caso Thomas, que debíamos distinguir los modelos de control de constitucionalidad imperantes y nos recordó que el nuestro es difuso y concreto -limitado al caso- mientras que el modelo europeo de tribunales concentrados es general y abstracto. Este último, por otra parte, ha caracterizado al aplicador jurídico como legislador negativo, es decir como aquel posibilitado de «derogar» con carácter general una norma pero no de proponer su reemplazo. En su sentencia en el caso F.A.L., la CS salta esas categorías y se pone el traje de un legislador positivo, interpreta con carácter general, fija reglas para el futuro, dispone políticas públicas y da directivas no sólo a los poderes federales sino también a los provinciales. Si en casos anteriores como el de Mendoza-Riachuelo había hecho algo semejante, es de destacar aquí que la situación pareciera carecer del consenso social respecto de la solución final que aquella situación suponía. Aquí, a diferencia de aquel caso, no todos estamos de acuerdo con el aborto como sí podíamos estarlo -muy mayoritariamente- con que nuestro curso de agua ribereño debía ser limpiado. Esto hace que la decisión actual sobre el alcance del art. 86 del CP y las soluciones que la Corte Suprema propone -v.gr: la declaración jurada para probar la existencia de violación-resulten problemáticas desde el punto de vista democrático.
No es ahora momento de recordar las largas cuestiones suscitadas en la doctrina constitucional sobre la legitimidad democrática del Poder Judicial ni tampoco de estudiar la evolución que la figura del juez ha tenido en las últimas décadas. Digamos, simplemente, que es claro que el juez no es más la montesquiana «boca que pronuncia las palabras de la ley» y que asume en la actualidad un protagonismo cada vez mayor en el diseño e implementación de las políticas públicas. Sería una necedad no reconocer esa situación. El problema son los límites y la ocasión, cuestión que, por ejemplo, la Corte americana maneja con una prudencia estratégica sumamente sofisticada. Manteniéndose dentro de los límites del caso pero confiando en el poder expansivo de su autoridad, el Tribunal va moldeando un proceso público de carácter incremental. Esa Corte, por lo general, retrocede ante las cuestiones extremadamente conflictivas que intuye que no han madurado en la vida social y ejerce allí una intervención minimalista. Su límite es su conciencia de que no ejerce de legisladora, al no contar con la legitimación democrática para hacerlo. Su modo de argumentación, apegado a los hechos y solución del caso presentado, expande las razones y busca generar la convicción que la fuerza del voto logra en las decisiones legislativas.
Nuestra Corte Suprema, en este caso, se salta algunas de estas categorías y decide solucionar una controversia interpretativa con carácter general y definitivo, fijando pautas de acción a los poderes públicos sin distinción de su carácter federal o provincial. Para ello, audazmente, decide intervenir y pronunciarse en un caso que no requería necesariamente su intervención -la solución al caso puntual del Tribunal Superior de Chubut iba en el mismo sentido de lo que va a decir la sentencia F.A.L., más allá de que el caso fuera abstracto- (cons. 5). Y no lo hace de cualquier modo, sino que lo hace con una sugestiva cita de «Roe vs. Wade» (no es que estemos susceptibles, pero la connotación es la connotación, mal que nos pese). Sin embargo, intervenir en casos abstractos no es una conducta novedosa y esta Corte ya la había realizado en otras ocasiones, por ejemplo, el caso Bussi. Allí, sin embargo, su apego a los hechos del caso y su apuesta a que esa conducta rigiera conductas futuras fue estricta (como sabemos, la apuesta no resultó como deseaba la Corte, que tuvo que repetir su doctrina en el caso Patti). La cuestión, por lo tanto, no parece estar tanto en el fundamento de su intervención, sino mayormente en su oportunidad y alcance.
En cuanto a lo primero, como sosteníamos al comienzo del presente post, el tribunal interviene en una cuestión muy conflictiva tal como lo demuestran los muchos proyectos legislativos de los últimos años -fracasados- que trataban de hacer lo mismo que el Tribunal hace en esta sentencia. En una escala micro, son también ejemplificativas de esa falta de consenso las distintas (y vehementes) opiniones vertidas en este blog, tanto por los redactores como por los comentaristas. Nuestra Corte se encuentra aquí con el mismo problema de legitimación que enfrenta su par estadounidense: intervenir en la política pública sin ser un órgano con legitimación democrática. ¿Dónde encontrar esa fuerza legitimante? En el Derecho. ¿Qué pasa con él? Que ese Derecho, escrito con mayúsculas, es en realidad un derecho atravesado por discusiones y valoraciones sumamente distintas, que le restan puntos a su carácter mítico de verdad indiscutible (sobre esto, algo escribí aquí). ¿Qué es lo que debe hacer la Corte, entonces? Rebajar el tono de la disputa hasta transformarla en una cuestión en la que el conflicto de derechos no aparezca y presentar la cuestión más como problema de información que como verdadero conflicto de valores e intepretaciones. Esa es la explicación que la Corte propone en el considerando 18 del voto mayoritario:
«(…) Ello es así ya que media, en la materia, un importante grado de desinformación que ha llevado a los profesionales de la salud a condicionar la realización de esta práctica al dictado de una autorización judicial y este proceder el que ha obstaculizado la implementación de los casos de abortos no punibles legislados en nuestro país desde la década de 1920″.
Esta falta de información es la que provoca su intervención «a los efectos de esclarecer la confusión reinante», actividad que desarrolla a través de la interpretación de una norma de legislación común, el art. 86, inc. 2 del Código Penal, actividad vedada a su intervención de acuerdo al art. 15 de la Ley 48. Este punto es bien resaltado en el considerando 10 del voto de Argibay, que debería ser leído como el contramodelo de la solución de la mayoría: el resultado es el mismo, pero acotado a los hechos del caso y a la evaluación de si la interpretación del Tribunal a quo es razonable de acuerdo a los parámetros constitucionales. La mayoría, en cambio, «considera oportuno y necesario ampliar los términos de este pronunciamiento» (cons. 18) y por ello realiza la interpretación referida. ¿Qué es, en sustancia, lo que hace la Corte? Reescribe el art. 86 inc. 2) del Código Penal borrando las inconsistencias que en él encuentra, más allá de las legítimas cuestiones interpretativas que el mismo había suscitado. Y lo hace reglamentando cuestiones propiamente legislativas o, en su defecto, determinables caso por caso como ser la forma de probar la violación que justifica el aborto – a través de una declaración jurada (cons. 27)-. No se queda allí, sino que establece una verdadera política pública respecto de cómo los poderes locales y federales deben implementar su normativa, enumerando cuestiones tan complejas como la de la libertad de conciencia de los profesionales de la salud.
El considerando 18 es esencial para entender la intervención de la Corte en este caso y marca su estrategia discursiva que, a mi entender, resulta claramente insatisfactoria para dar cuenta del evidente conflicto de derechos que aquí se produce. Podremos estar a favor de que la moneda caiga de uno u otro lado de la línea divisoria, pero de lo que no podemos dudar es de que esa situación de equilibrio inestable o tensión interpretativa existe. Nuevamente, Argibay expone esta situación con crudeza. La mayoría, en cambio, actúa como Kahan explícitamente desaconsejaba: rechazando la aporía. Deja así a los disidentes desprotegidos, faltos de razones y, prácticamente, del derecho a entrar en la discusión. Los argumentos de las instancias inferiores, largamente reproducidos en el voto de Argibay, son reducidos en el de la mayoría a una mera ocasión motivante del desarrollo argumental de la Corte, nunca a la aparición de un verdadero problema interpretativo. Al igual que en un acto legislativo las razones ceden a la fuerza de la mayoría y su soberanía, aquí las razones triunfantes opacan y ocultan el conflicto de valores constitucionales. El derecho a la vida es el gran ausente, ya que solamente se lo menciona para rebatir los argumentos del recurrente respecto de que su consagración impediría el aborto en los supuestos tratados. Pero nunca aparece en su papel de bien jurídico protegido por la norma penal, que es la que luego la Corte interpreta con detenimiento.
Nuestro tribunal supremo construye así el marco que mejor le sienta para la decisión que quiere tomar: el de la mujer violada, su autonomía personal (art. 19) y los límites de la potestad punitiva del Estado. Resulta así particularmente irónica, ante los que creemos que la Constitución Nacional y el derecho argentino en general protegen un verdadero derecho a la vida desde la concepción, la afirmación del principio pro homine y su aplicación al campo de las relaciones individuo- Estado castigador, olvidando las características humanas del bien que se sacrifica en aras del ejercicio de la decisión individual de la madre. Demasiado sesgo interpretativo, en un caso donde la prudencia juzgadora de la Corte Suprema debería haber estado especialmente atenta a atender al estado social de la cuestión. Se puede discutir el activismo de los tribunales judiciales, y hay opiniones válidas a favor y en contra. Pero creemos que no se puede reemplazar un proceso democrático de deliberación social por otro donde la Corte Suprema expande indebidamente y deliberadamente los efectos de sus sentencias. Promotora del diálogo, sí (como se puede sostener que lo hizo en el caso Riachuelo); reemplazante del mismo, no. En esta sentencia, la Corte ha dejado fuera de la decisión a partes muy importantes de la ciudadanía que tenían mucho para decir y teniendo opciones para incorporarla (v.gr: limitándose al caso concreto, promoviendo el debate posterior y su eventual generalización, o convocando a una audiencia pública donde todas las posiciones quedaran expuestas) ha elegido no hacerlo. El debate, creemos, le hace bien a la sociedad argentina.