Todo sobre la corte

No sé lo que quiero, pero no es lo que me das

By abril 25, 2011junio 9th, 20202 Comments

Las discrepancias entre la Cámara de Apelaciones en lo Civil y la Corte Suprema respecto del balance entre libertad de expresión y derecho al honor continúan. El último eslabón de la saga está dado por los coletazos del mediático caso García Belsunce. La media hermana de María Marta, Irene Hurtig, se sintió agraviada por los dichos de Susana Murray vertidos en esta nota de La Nación. Creaban, adujo, un «estado de sospecha» sobre su participación en el crimen, que atentaba contra su honor. En 1ra instancia le dieron la razón aunque por afectar su derecho a la intimidad. En Cámara, por dañar su honor. En Corte, el dictamen de la Procuración -al que adhiere el Tribunal- declara que la sentencia es arbitraria y vuelve la rueda hacia atrás, requiriendo un nuevo pronunciamiento. Analicemos sus razones.

Es difícil calibrar el lado del cual la  moneda debe caer, ya que la lectura del fallo y del dictamen nos brindan algunos datos pero no hacen un análisis pormenorizado de los hechos del caso. Más bien, reproducen los dichos de una y otra de las partes y los pronunciamientos de las instancias anteriores. Ello resulta suficiente para que la Procuración detecte la existencia de un «grave déficit» en la motivación del fallo de Cámara que amerita que la sentencia sea declarada arbitraria y que la Corte intervenga. Esta arbitrariedad es bifronte. La cara lógica está dada por el hecho que la Sala I cita como norma fundante el art. 1089 del Código Civil, que exonera al causante del daño si prueba la verdad de la imputación. En su sentencia no ha hecho mérito de ese aspecto, que se encontraría en la base de su razonamiento y ello supone una inconsistencia lógica que desvirtúa la decisión. Si ello fuera cierto (no tenemos elementos para comprobarlo, habría que estudiar la causa) parece elemento suficiente para hacer caer el fallo.

Pero a la Procuración esto le suena a poco y entra en lo que parece ser la verdadera razón de su dictamen: la falta de adecuado tratamiento constitucional de la cuestión. Como se imaginarán, este es el punto que nos interesa destacar en este post y, debemos decirlo, el resultado nos parece un poco decepcionante. Para expresarlo con sencillez: a la Corte no le gusta el enfoque que desde la Libertad de Expresión y el Derecho al Honor hace la Sala Civil pero tampoco logra transmitir una crítica razonada y fundada de la sentencia y cómo los supuestos defectos se concretan en la decisión.  Luego de recorrer algunas afirmaciones generales (v.gr: el lugar principalísimo que tiene la LE en el sistema democrático, etc.), el dictamen afirma:

«El a quo tampoco efectúa una sola reflexión explícita para motivar minímamente el desinterés que exhibe la sentencia respecto de las restantes reglas interpretativas elaboradas por V.E. , en punto a las libertades de expresión y prensa en tanto compitan con el derecho al honor» (p. 11)

A esta altura, uno ya huele el aroma de la Doctrina de la Real Malicia. El dictamen se guarda de nombrarla porque es claro que faltan los presupuestos subjetivos de su aplicación, pero hay un intento de otorgarle fuerza expansiva -sin un correlativo intento de adecuación al caso concreto-. Expliquémosnos: el cargo que le hace el dictamen al fallo es que no aplica la doctrina constitucional de libertad de expresión al caso. Esta nunca se termina de explicitar más que en las supuestas falencias de la sentencia, v. gr: que «parece entender que… el daño debe ser injustificado (v. fs. 336 vta. último párrafo). Empero, no relaciona esa condición con las circunstancias específicas que originaron este proceso». La intención del dictamen al hacer estas críticas amplias y abiertas en su concreción específica, se hace clara al final cuando dice:

«Estimo que estas aristas del análisis debieron afrontarse de manera más cuidadosa y pormenorizada, justamente por la particular relevancia que las mentadas garantías tienen en nuestro sistema político-jurídico. Máxime que: -a) la perdidosa había propuesto un ángulo de abordaje edificado sobre la posibilidad de reproducir -ante la requisitoria periodística y en pos de la libertad de expresión y de prensa, como asimismo, de la búsqueda de la verdad- las impresiones que ya había aportado en el ámbito judicial. Y, en sintonía, había situado a la cuestión en el contexto de un debate abierto sobre un tema público, conectándolo con el derecho a buscar, recibir información y opiniones libremente, como precondición de la democracia; b) la propia Cámara calificó al asunto como de interés público (fs. 338 cons. IV segundo párrafo); el fallo desestimó la existencia de dolo, sin preocuparse por el grado de culpa exigible. El encuadre jurídico del decisorio impugnado se focalizó, entonces, en la óptica de la responsabilidad civil, sin explicar con precisión -más allá de los conceptos genéricos aludidos precedentemente-, su designio de tratar el supuesto, prescindiendo de las herramientas de cuño constitucional.»

El dictamen de la procuradora fiscal Beiró de Goncalvez aplica el molde que la Corte suele usar en los casos de Real Malicia: la distancia que hay entre la doctrina civil de responsabilidad y el enfoque constitucional que la Corte intenta aplicar. El problema que a mí, al menos, me surge de la lectura es el siguiente: ¿cuál es esa doctrina constitucional? El tema no parece estar claro y por eso el dictamen cabecea para el lado de la Real Malicia, intentando caratular esta cuestión como un asunto de interés público, como si ello permitiera la asimilación del stándar. Lo mismo pasa con la crítica de la falta de determinación del grado de culpa existente (en referencia a la necesidad de culpa grave o reckless disregard). Todos estas razonamientos, que remiten a los estándares de la DRM, están solamente sugeridos, como si uno estuviera hablando del elefante presente en el cuarto pero que nadie se anima a nombrar.

En este sentido, el dictamen y el fallo, en consecuencia, generan una gran falta de certeza sobre la doctrina constitucional aplicable al caso. Es claro que la solución dada por la Cámara Civil no satisfizo ni a la Procuración ni a la Corte. Pero la sentencia está lejos de dar líneas claras para resolver una cuestión en la que las partes enfrentadas son dos particulares, mediadas por la intervención de la prensa (que no es parte en el proceso) y en el marco de un proceso mediático-judicial que marcó nuevos caminos en el procesamiento social de los juicios penales.  Estos problemas, creemos nosotros, son los que requerían de un tratamiento constitucional que la Corte no ha logrado dilucidar. Antes bien, ha intentado continuar con lo que venía haciendo -emplear un estandar ya configurado- sin advertir las dificultades que la adaptación a la presente situación plantea.