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«Un Poder Judicial activo, pero no que gobierne»

By febrero 23, 2011junio 9th, 2020No Comments

Ayer, 22 de febrero de 2011, la Corte Suprema inauguró el Año Judicial y lo hizo con un elaborado discurso de su Presidente, Ricardo Luis Lorenzetti. Si bien el mismo había sido anunciado como la presentación de la agenda de actividades para el 2011, fue más bien la ocasión para participar de un ritual: congregar a la comunidad de pertenencia, fortalecer lazos, explicitar valores compartidos, legitimar a la autoridad y confirmar el rumbo emprendido. En sencillo, un momento más para reafirmar cosas ya dichas y conocidas que para el lanzamiento de nuevas líneas de acción. Sin embargo, es esa misma articulación de verdades sabidas pero formuladas en un todo coherente la que ofrece una interesante perspectiva de análisis, quizás a un nivel más profundo que el que proponen los medios al segmentar los contenidos del discurso (vid. cobertura de La Nación, Clarín, Página 12, Tiempo Argentino y el Centro de Información Judicial). Nosotros, a diferencia de los citados medios, nos detendremos en la paradojal frase del título, analizando lo que en su aparente simplicidad oculta de problemático y complejo.

Comencemos por un breve repaso del discurso, que además de en su expresión escrita -arriba linkeada- se encuentra en su versión visual en el nuevo Canal You Tube del CIJ. La alocusión comienza, como debe ser, con la satisfacción con la congregación de la familia judicial y sus parientes (organizaciones sociales, colegios de abogados, medios, etc.). Esta reunión, dice Lorenzetti, se está transformando en una tradición y le sirve para reforzar, como continúa diciendo, la misión común del Poder Judicial. Los jueces, afirma, no son ya entes individuales sino que existe conciencia de una misión común y hay un cuerpo, es más un Poder del Estado, constituido por los magistrados. Este el punto de partida, el presupuesto del discurso y, como tal, es ya un «a priori» legitimador. Hemos  logrado dotar de consistencia y movilizar a esos seres antes dispersos y es a ellos a los que debemos seguir unificando a través de la consolidación de una misión común.

Esa misión es una tarea y, al mismo tiempo, la fuente de legitimidad de su actuación: el centro de atención debe ser el ciudadano y la satisfacción de sus necesidades. El Poder Judicial debe estar volcado a la sociedad, detectando sus desvelos y buscando soluciones a los problemas reales, no desde el diagnóstico sino desde la acción efectiva y concreta. Ahora bien, si antes el objetivo del Poder Judicial era conservar el orden existente, ahora es transformar esa sociedad. Este razonamiento, impoluto en sus objetivos centrales, presenta sus complejidades que merecen algunos pensamientos ulteriores. Señalemos dos:

a) Es indudable y ha sido tratado por infinidad de autores el quiebre de una concepción del Derecho basado en la exclusiva conservación del orden existente. Los cambios sociales motivan que el Derecho y los jueces que lo aplican se ajusten a ellos y no se transformen en meros guardianes del antiguo orden.  Pero lo que el razonamiento no subraya es que la división, un poco tajante, entre Derecho y Política tenía fundamento en la existencia de dos campos bien diferenciados en los que era fácil distinguir entre funciones judiciales y de gobierno. Al cambiar esas bases y asumir los jueces un rol más activo, cambian también esos términos y la línea divisoria no se puede trazar tan claramente como antes.

b) Existe una dificultad no menor en la noción de la relación entre sociedad y Poder Judicial, sobre todo en aquellas cuestiones que hacen a la aplicación de la normativa constitucional. El tema ha sido excelsamente tratado por A. Barak en su análisis del rol del juez constitucional, donde sostuvo la necesidad de que este mire y se sitúe de cara a la sociedad a la que pertenece. Pero ello plantea la pregunta acerca de los métodos por medio de los cuales los jueces interpretan los sentires de la sociedad. No discutimos aquí que de algún modo lo hagan pero si queremos destacar que es una aseveración fuerte, que erige a un poder como el Judicial -no sujeto a controles eleccionarios directos- en intérprete de los deseos sociales. Tradicionalmente, la defensa de la Constitución había separado entre los deseos más inmediatos -expresados en el proceso político infraconstitucional- y los rasgos culturales más permanentes -presentes en el tejido constitucional-. La dialéctica del control de constitucionalidad se resumia justamente en este punto, como una forma de justificar la permanencia de la Constitución frente a los deseos de las nuevas generaciones (paradigmáticamente expresado en este texto de Holmes).

¿Que el derecho ha cambiado y las funciones de los jueces lo han hecho en consecuencia? Por supuesto. ¿Que los jueces deben mirar y legitimarse de cara a la sociedad? No abrigamos ninguna duda al respecto. Nuestro punto aquí es que esa formulación lleva necesariamente a abrir nuevas cuestiones en la teoría constitucional porque ese proceso no se puede llevar a cabo con la misma vestimenta constitucional que hace unos años. Ello es reconocido, tradicionalmente, cuando se interpretan de modo progresivo los derechos o los instrumentos jurídicos al alcance de los jueces. Pero no es tan reconocido cuando deben interpretarse las estructuras de poder en las que ellos se insertan, por ejemplo, en la conceptualización de la noción de independencia judicial. O sea, si los jueces cambian sus roles y la línea divisoria entre Derecho y Política se difumina, ¿no deberían reevaluarse los esquemas institucionales que esa división sostenía -una independencia basada en la aplicación de normas en las que no participaba de forma política-?

Nuestro punto es que la frase que da título a este post y que articula la mayor parte de las ideas del mensaje del Presidente de la Corte, se dice pronto pero tiene bastante de oximorón. ¿Cuál es, en nuestra opinión, la clave discursiva que hace que los términos cierren? Si nosotros decimos que la línea entre Derecho y Política se hace más difusa, estamos diciendo que los jueces -no necesariamente de forma partidista- hacen política. Participan en la formación de políticas públicas, diseñan Políticas de Estado, como queramos llamarlo, pero política al fin y al cabo. La idea de política, conjuntamente con la transformación social que ella pretende llevar a cabo, implica desacuerdo y conflicto. O sea, cuando la Corte dice que tal cuestión «es una decisión de la sociedad», licúa el conflicto y «lava» la conflictividad mediante la extensión del consenso respecto de esa materia. Esta es la operación que se encuentra detrás de otro oximorón, muy presente en el discurso, el de las políticas de Estado. Ello es, una forma de hacer política pero en la que todos estamos de acuerdo. Ahora bien, ¿realmente estamos todos de acuerdo?

En cierto modo, las complejidades de «tener un rol activo pero no gobernar» se resuelven, al menos en el discurso, sosteniendo que el Poder Judicial debe tener ese rol activo pero dentro de los límites de su función constitucional. El problema es que es la difuminación de categorías a la que antes hicimos referencia hacen que los mismos dejen de ser claros. Por eso, cuando Lorenzetti cierra su alocución con el tema de la indenpendencia judicial y se refiere al siempre presente binomio «judicialización de la política-polítización de la justicia», nos queda la sensación de que estamos frente a fenómenos inevitables si atendimos a la primera parte de su discurso. También entendemos que el secreto de la legitimidad judicial se encuentra en que la política esté pero no se note y para ello nada mejor que explicar procesos y funciones nuevas con esquemas que pregonan una neutralidad hoy difícil de conseguir.

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