El principito reflexionó, al hacer su primer dibujo, sobre las diferentes interpretaciones que él generaba en los niños, respecto de aquellas que generaba en los grandes. Para los primeros era evidente que se trataba de una boa que se había tragado un elefante. Los grandes veían tan sólo un sombrero. Allá a lo lejos, y según cuenta el Dictamen de la Procuración, la ex municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires realizó un llamado a licitación pública para la contratar la construcción, conservación y explotación de los Centros Geriátricos Municipales “Hogar Gral. San Martín” y los centros del “Programa de Chicos de la Calle”. Se trataba de una concesión subvencionada. La adjudicación se produce en el año 1992 mediante decreto 129 que beneficia a CASE SACIFIE. Ejecución. Conflicto. Renegociación en octubre de 1993. Posterior reclamo por deudas y final rescisión del contrato por el concesionario en mayo de 1996 como consecuencia de la falta de pago. En este post les vamos a contar el tratamiento judicial, que empezó en el fuero civil y terminó en un ambiente administrativista, con un fallo (de cinco adherentes de la Procuración y dos 280 -Highton y Argibay) que funda arbitrariedades, parcialmente, en la diferente (de)formación de los juristas que trabajan en los distintos fueros. Los primeros vieron un sombrero, los segundos una boa (o viceversa, para evitar que administrativistas y civilistas puedan patalear por ser comparados con la mirada del niño o del grande)
El fuero civil, en primera y segunda instancia, hace lugar a la demanda. Condena a la Municipalidad y desestima la solicitud de nulidad de contrato que había realizado el Gobierno de la Ciudad. A otro fuero con el cuento de las prerrogativas, las diferencias entre las partes contratantes, los intereses que persiguen y las particularidades y especiales principios que surgirían de ellos. En la Sala k de la Cámara de Apelación Civil, por ejemplo, se valoró que la Ciudad no puso objeciones a las cláusulas del contrato ni a las condiciones por las cuales debían cumplirse las contraprestaciones estipuladas al recibir notas por parte de la concesionaria durante el año 1992 al 1993. Por el contrario, se tomó como una confirmación de dicha aceptación la admisión de deuda que hizo la Municipalidad y que luego derivó en la renegociación del 5 de octubre de 1993. La sala también puso sobre la mesa la teoría de los actos propios y la del que paga otorga. Ponderó así que si la administración no designó un órgano de control de las prestaciones fue por propia decisión y que los pagos realizados convalidaron las cláusulas contractuales. En concreto, consideró acreditada la ejecución del contrato, dio por aceptadas y por buenas las condiciones bajo las cuales se pactó dicho contrato, constató la deuda, dio por válida la causa de rescisión y condenó.
El Gobierno de la Ciudad pataleó una vez más. Pese a las poquísimas acciones de lesividad que debe interponer (esto es acciones en donde persigue ella como actora en sede judicial la nulidad de actos administrativos viciados que no puede revocar por propio imperio), se embanderó en el principio de juridicidad. Quejose así ante la Corte por la arbitrariedad del fuero civil, que no ponderó (como ella en su versión municipalitaria) que la contratación no fue realizada respetando las disposiciones de la «Ley» 17.520 (modificada por la 23.696, arts 57 y ss) y 13.064 (respectivamente, Ley de Concesión de Obra Pública y Ley de Obras Públicas). Más precisamente, consideró ineludible e insubsanable que la contratación nunca fuera declarada de interés público y que se haya realizado una licitación pública sin antes haber evaluado la conveniencia de haber realizado un concurso de proyectos integrales. Agregó además, con tambores repiqueteando de fondo, que no se respetaron las previsiones legales en cuanto los pagos se hacían contra la presentación de facturas y no contra certificados de obra, que tampoco se contempló la concurrencia de un representante técnico de la concesionaria, ni un sistema de comunicación entre las partes (v.gr. órdenes de servicio), ni un régimen sancionatorio; y, por último, que el interés efectivo para el pago fue del 16% superando el tope del 12% admitido por la Ley 23.928, expresamente aplicable.
Si uno esperaba vicios más sustanciosos, connivencias entre funcionarios y concesionarios, exagerados sobreprecios, un concesionario que ganó la licitación corriendo con el caballo del comisario, etcétera, pues se va a ir defraudado. Si existieron dichos condimentos, entonces estarán enterrados en los cuerpos del expediente y en los pasillos de la Municipalidad. El relato que el Dictamen hace de la queja citadina muestra irregularidades de la antigua municipalidad que no llegan a sorprender a quienes muy a menudo vemos escándalos y corruptelas en las tapas de los diarios. Más aún, dicho relato describe cierta resignación por parte de la Municipalidad, ya que si bien peticiona la nulidad del contrato (para evitar pagar la deuda), sobre el final también argumenta que la deuda reclamada era menor a juzgar por los montos que surgieron de la renegociación. Ergo, considera que la sentencia era arbitraria por no haber reparado en normativa aplicable que hubiera determinado la nulidad del contrato y, si ello no fuere compartido, resultaría arbitraria por no haber reparado en los términos de la renegociación del contrato (que considera nulo).
El embrollo cayó en manos de Monti, reconocida administrativista, formada en las especialidades propias de las contrataciones del sector público, y receptiva a la prédica del profesor Comadira; poco amigo de la teoría de la subsanación. La taba se dio vuelta con poco. El dictamen (y el fallo), consideró arbitrario que el a quo prescindiese en su examen de las Leyes de Concesión y Obra Pública, y dio por buenas todas las quejas de la Ciudad. La sentencia se vistió, para la ocasión, con citas dirigidas a los civilistas sobre el principio de legalidad (juridicidad) que en materia de contratos administrativos desplaza la plena vigencia de la autonomía de la voluntad de las partes y la somete a contenidos impuestos normativamente, indisponibles por las partes, salvo expresa autorización legal. El aleccionador obiter siguió derribando dogmas civilistas, explicándoles a los de dicho barrio, cómo de este lado del paredón el contrato no vale más que el pliego y las normas superiores. Sostiene así que en virtud del principio de legalidad…
“…no corresponde admitir que, por su condición de reglamentos, las previsiones de los pliegos de condiciones generales puedan prevalecer sobre lo dispuesto en normas de rango legal, ya que debe, en todo caso, entenderse que el sentido, validez e incluso la eficacia de las primeras quedan subordinadas a lo establecido en la legislación general aplicable al contrato que los pliegos tienen por finalidad reglamentar (conf. doctrina de Fallos: 316:3157).”
Remata, por último, que…
«la validez y eficacia de los contratos de la Administración Pública se supeditan al cumplimiento de las formalidades exigidas por las disposiciones legales pertinentes, en cuanto a la forma y procedimientos de contratación (Fallos: 308:618; 316:382; 323:1515, entre otros).»
Y considera por ende que el contrato celebrado constituye un acto irregular (por forma y substancia) que debió ser anulado en sede judicial, independientemente de su efectiva ejecución. La Corte y la Procuración le ordenan a al a quo que emita un nuevo fallo conforme a dicho entendimiento.
Fin del round, pero el combate dista de estar finiquitado. ¿Tiene márgen el a quo para desempolvar el debate administrativista sobre el conocimiento del vicio por parte del administrado y la inoperancia del principio de subsanación? En el dictamen de Monti dichos institutos son los hilos bien visibles del baile que se muestra en escena. Allí se asume que los vicios no son subsanables y se asume que el concesionario conocía el vicio, debiendo pagar el precio por resultar un colaborador de la administración que no ha actuado de buena fe, advirtiéndole a ésta las irregularidades que estaba cometiendo. Si bien creo que eso determina una respuesta negativa a la pregunta, a la Cámara le resta volver a su núcleo civilista y traer a la mesa el principio de enriquecimiento sin causa.
Concluyo. El fallo o dictamen se presenta, en la linea de la saga de CADIPSA (tratado aquí y aquí), como un recordatorio de algunos principios administrativistas que se diferencian abiertamente de otros principios que rigen en el ámbito del derecho privado. El formativo discurso se dirige a civilistas, contratistas de la administración, funcionarios y administrativistas propensos a aceptar subsanaciones. Y en esa linea es oportuno que se lo haya destacado como una digna novedad.