Todo sobre la corte

Presupuesto y algo más (y II)

By septiembre 9, 2010junio 9th, 2020No Comments

En el post que antecede habíamos destacado algunos puntos sobre el tratamiento  que el Proyecto de Ley de «Fortalecimiento de la Independencia del Poder Judicial» da a la autonomía presupuestaria de la Corte Suprema de la Nación. Terminábamos ese breve análisis llegando al punto de intersección entre Presupuesto y competencias de la Corte, ya que el Proyecto especifica que «esos cambios deben complementarse -para asegurar la autarquía- con la adopción de una serie de medidas destinadas a ajustar a los límites constitucionales el ejercicio de competencias relativas a la administración de los recursos, a la disposición de bienes y a la realización de inversiones en el Poder Judicial de la Nación«.  En pocas palabras, dirían los Molotov,  gimme the power.  ¿Qué quiere decir esto, en concreto? Modificar la normativa vigente respecto de la división de funciones entre la Corte Suprema y el Consejo de la Magistratura, en base a una interpretación de la Constitución Nacional que, afirmamos desde el vamos, intenta neutralizar la letra y el espíritu de la Reforma Constitucional de 1994. El Consejo de la Magistratura queda, en esta lectura, como un mero auxiliar de la Corte Suprema en el gobierno del Poder Judicial. Y esto no fue de lo que se habló en 1994.

Vayamos de lo general a lo particular, ya que lo peor que podemos hacer aquí es perdernos en los detalles. El proyecto propone dos cambios normativos, cuya lógica central es recortar las competencias del Consejo y reforzar las de la Corte Suprema. Estas son: 1) suprimir el inciso g) y modificar el i) del art. 18 de la Ley 24937 del Consejo de la Magistratura. En ellos se habla de las funciones de la Oficina de Administración y Financiera y se le otorgan al Administrador General facultades de disposición sobre bienes inmuebles y realización de contrataciones. ¿Razones jurídicas de la Corte? Que el art. 114 inc. 3° CN pone en cabeza del Consejo la facultad de «administrar los recursos y el Presupuesto que la ley asigne a la administración de Justicia» y los referidos no son actos de administración sino de disposición. Y 2) modificar el inciso j) del art. 18, limitando la facultad de esa oficina de proponer reglamentos «para la administración financiera del Poder Judicial» a meros «reglamentos internos necesarios para su funcionamiento» (art. 10 del Proyecto). Podríamos discutir la letra chica de estas reformas, pero lo interesante aquí no es Oz sino el camino de ladrillos amarillo. Y ese camino tiene un gran arco que se llama «Gobierno del Poder Judicial» y tiene su fuente en el art. 108 CN.

Veamos como queda articulado el razonamiento de la Corte (pags. 7 y 8 del Proyecto). Primera gran afirmación: La función de gobierno del Poder Judicial le corresponde a la Corte con exclusividad. Fuente de la afirmación: «tal fue lo sostenido en el Senado en la discusión parlamentaria que llevó a la sanción de la ley 24937 …». Argumentos adicionales: el art. 2 de esa ley establece que los miembros del Consejo prestarán juramento ante el Presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. En primer lugar, digamos que esa afirmación, como resultado de un proceso de interpretación constitucional, es muy pobre y no responde al modo en que la Corte analiza las facultades de los otros poderes. Por ejemplo, cuando en Consumidores Argentinos analizó los poderes del Ejecutivo para dictar DNUs después de la reforma, hizo largos excursos sobre lo que esa reforma había pretendido, citando para ello a los convencionales constituyentes intervinientes.  Nada de eso aparece por aquí.

Hagamos entonces el trabajo de la Corte. Los convencionales constituyentes partieron de un cierto diagnóstico de la situación de la justicia. Así:

«la crisis judicial puede ser sintetizada en tres conceptos centrales: una crisis técnica- o de infraestructura-, una crisis institucional –relacionada con la antigüedad (y consecuente pérdida de eficacia) del diseño de los órganos judiciales y de los sistemas procesales- y una crisis política, relacionada con la manipulación de designaciones y decisiones, y vinculada con la pérdida generalizada de confianza pública en la justicia» (Enrique Paixao: «La reforma de la administración de justicia. El Consejo de la Magistratura», en La reforma de la Constitución explicada por miembros de la Comisión de Redacción, Rubinzal Culzoni, Santa Fe, 1994, pág. 411).

Para solucionar esta crisis, asumieron determinadas decisiones, entre las cuales la inclusión del Consejo de la Magistratura aparece como relevante. En sus propias palabras: «la sociedad argentina apetece mayor transparencia en el nombramiento de sus jueces, mayor eficiencia en la remoción de los magistrados respecto de los cuales se acrediten actos de inconducta, y mayor confiabilidad en la administración de la cosa judicial, mientras los jueces desempeñan su función específica, consistente en resolver casos contenciosos. A estos objetivos apunta la importante reforma judicial que contiene el proyecto en consideración» (Convencional E. Paixao -Convención Nacional Constituyente, 3º sesión ordinaria, 18º reunión 27 de julio de 1994). O sea, los convencionales quisieron quitarles funciones de administración a los cuerpos con obligaciones de sentenciar, como la Corte Suprema. Fijémonos en esta cita:

«A pesar de la configuración anglosajona del sistema judicial, la tradición hispánica crea un condicionamiento cultural que ayuda a admitir como válida alguna clase de relación «jerárquica» entre los magistrados, y que dificulta la percepción de que la independencia de los jueces debe ser mantenida en lo «externo», esto es, respecto de los demás poderes del Estado y factores de poder social, del mismo modo que en lo interno, es decir, respecto de los demás jueces, en particular los que se desempeñan en las instancias superiores. En otras palabras, la misma valoración defensiva de la capacidad de decisión independiente de los jueces, que justificó la transferencia de administración desde el Poder Ejecutivo, hubiera podido llevar una prudente reserva frente a la conveniencia de concentrar esos poderes en la Corte Suprema. Conduce a esa reflexión la observación de que, por diversas delegaciones legislativas (la del poder reglamentario, la del poder disciplinario), ese órgano fue recibiendo, a lo largo del tiempo, un conjunto de atribuciones que lo ponía en condición de ser una fuente de interferencia de enorme poder, en aptitud para limitar la independencia de los restantes órganos judiciales» (E. Paixao).

En pocas palabras, la Convención Constituyente buscó quitarle competencias y funciones a la Corte Suprema porque entendió que esa era la respuesta de diseño que el sistema requería. ¿Implicaba ello dejar de lado la condición de cabeza del Poder Judicial de la Corte Suprema? No, pero sí obliga a reinterpretarla sistemáticamente. Lejos de ello, fuertes corrientes doctrinarias de las que la Corte se ha venido haciendo eco en sus disputas de poder, reafirman la interpretación previa a la reforma de 1994 (las citas de Joaquín V. González y Rafael Bielsa son congruentes con esta estrategia), reconstruyen un significado teórico de las implicancias de esa jefatura y releen la Constitución a partir de esa teoría pre-reforma, en lugar de partir de la letra de la misma. Resultado: el cambio constitucional se minimiza a límites irrisorios. Si uno lee la argumentación de la Corte, pareciera que en 1994 no se intentó cambiar el sistema de gobierno del Poder Judicial. Escuchando a los convencionales y leyendo a los autores (más allá de las resistencias y críticas) es claro que sí.

Luego de esta larga parrafada aclaratoria, vayamos a la segunda afirmación del Proyecto: ninguna norma constitucional o legal atribuyó al Consejo de la Magistratura funciones de gobierno del Poder Judicial de la Nación. Sí y no, de acuerdo con lo que entendamos por gobierno (la CN tampoco dice que la Corte Suprema tiene a su cargo el «gobierno del Poder Judicial») y a si creemos que esa función, como hace la primera afirmación, debe ser exclusiva. El Consejo cumple para el Poder Judicial varias de las funciones que el Presidente y el Jefe de Gabinete cumplen para el Poder Ejecutivo: seleccionan empleados, los nombran y remueven, ejercen facultades disciplinarias, administran recursos y ejecutan el presupuesto (art. 114 CN). ¿No es esa una función de gobierno? Otro cantar es lo de la exclusividad, pero aquí debemos recordar que una de las características de la reforma de 1994 fue la multiplicación de instancias de competencia constitucional (v.gr.: Ministerio Público, art. 120 CN). Reconducir esa dinámica a la estrechez de un esquema de división de poderes decimonónico no parece ser la solución más adecuada para el correcto funcionamiento del sistema. Salvo que el sistema no nos guste, pero esa es otra cuestión, me parece….

De estas dos afirmaciones generales se pueden deducir muchas cuestiones y allí la Corte se apalanca en lo que ha sido la interpretación de la figura del Consejo de la Magistratura con posterioridad a la reforma, tanto en la sanción de sus leyes como en la interpretación de la propia Corte. Hacer algo así es correr con el caballo del comisario, porque la dinámica post-reforma tendió a difuminar la figura del Consejo, un poco por la prevalencia del status quo anterior y otro poco por desidia legislativa (vigencia de normas previas que no fueron adecuadas a la reforma de 1994 y mantienen en cabeza de la Corte muchas atribuciones que una recta interpretación del 114 CN debiera transferir al Consejo). Como resulta lógico, estas interpretaciones abonan la irrelevancia institucional del Consejo y traen agua para la acequia de la Corte. Hasta aquí la dura realidad de la lucha política (también llamada proceso de interpretación jurídica). Pero lo que uno debiera preguntarse es cuál es el alcance de la función del rol del Tribunal como intérprete final de la Constitución Nacional: ¿ se agota en la solución de controversias o alcanza también sus actividades como redactor de proyectos legislativos? Entre uno y otro extremo está la elección estratégica entre ser un actor político más o un verdadero Poder del Estado.

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