¿Cuánta maldad debe demostrar un periodista para actuar con real malicia? La cimbreante jurisprudencia de la Corte, conforme argumentamos aquí, establece que debe hacerlo con la intención de dañar o, al menos, con notoria despreocupación acerca de la verdad o falsedad del contenido publicado. Esta doctrina, conocida como de la «real malicia» es sumamente discutida en el fuero civil y la Corte, durante el último tiempo, se ha dedicado a disciplinar a las instancias que se resisten a aplicarla o le proponen modulaciones. Para ello, debe a veces realizar algunas piruetas argumentales, como en el caso Locles c/Arte Gráfico Editorial, CSJN, 10/8/2010. Locles acciona contra el diario Clarín (propiedad de la sociedad demandada) por la publicación de las notas «La justicia inhabilitó al perito de Zulema Yoma», del 29/12/1997 y «Los dudosos peritajes de Locles» del 4/1/1998. Zulema Yoma presentó públicamente a Locles como perito balístico, en el marco de la investigación sobre la muerte de su hijo y este declaró que había detectado marcas de bala en el helicóptero caído, lo que habría obligado a recaratular la causa como homicidio. Las notas periodísticas atacan la credibilidad de Locles, aduciendo su exclusión judicial de la lista de peritos oficiales, y éste se agravia y señala algunas inexactitudes/falsedades en el relato.
En primera instancia y en la Cámara Civil (sala F) le dan la razón a Locles, basados en que si bien es verdad que el actor fue excluido de la lista de peritos y ello surge del expediente administrativo mencionado como fuente, el resto de las expresiones del artículo no pueden ser derivados del mismo. De ese modo, no se cumple con el requisito fijado en el precedente Campillay respecto de la identificación de la fuente de información como causal de excusación del periodista firmante. Asimismo, la Cámara descarta la aplicación de la teoría de la real malicia porque sostiene que ello no fue incluido en la apelación como una crítica concreta y razonada del fallo inicial (art. 265 CPCCN) sino una simple afirmación genérica. Por lo tanto, consideraron desierto el recurso en ese punto. Los argumentos de una y otra parte son más extensos y sustanciosos que los que brevemente describimos aquí y merecen ser leídos con detenimiento en el mismo fallo y en el dictamen de la Procuración. En lo que aquí interesa, entonces, para aplicar la doctrina de la real malicia, la Corte debe hacer varios movimientos.
En primer lugar, el Tribunal debe determinar su competencia. La cuestión no es tan sencilla como parece, ya que por depender la solución del caso del análisis de las cuestiones de hecho vertidas en el expediente, no bastaría la calificación como cuestión federal en los términos del art. 14 inciso 3° de la Ley 48, ajena en principio a esas consideraciones. Es por esa razón, creemos, que el dictamen de Procuración a esa causal le suma «los agravios relativos a la supuesta arbitrariedad del pronunciamiento en la consideración de argumentos planteados en la causa, como en la interpretación de la doctrina de V.E. (…)» (cons. III). Esta apreciación es compartida por la disidencia de fundamentos de Highton y Maqueda, dejando a la mayoría de sólo tres votos (Argibay, Fayt, Lorenzetti) con la convicción de que es una cuestión federal y punto. El punto no es menor, ya que la aplicación que la Corte hace de la teoría de la real malicia y su intención de imponer esa doctrina a los tribunales inferiores la obliga a expandir su campo de actuación y meter las manos en el motor de las pruebas y su apreciación. En este sentido, es interesante señalar cómo el sistema de mayorías que viene utilizando la Corte (con ausencias habituales que hacen que no lleguen a firmar los 7 Ministros) conspira contra la claridad de sus doctrinas y va sembrando dudas sobre sus propios precedentes. En síntesis, la Corte va a entender en este caso y lo va a tratar como una sentencia arbitraria, solo que algunos lo explicitan y otros directamente lo hacen.
Entrar en ese terreno obliga al Tribunal (y eso es algo que quizás la mayoría parece no haber querido hacer explícitamente) a justificar porque la sentencia objeto de recurso es arbitraria. Ya sabemos que el límite entre una arbitrariedad y una diferencia de opiniones, cuando los ánimos se caldean, puede ser muy tenue. Y parecen estar caldeados. El dictamen de la Procuración, por ejemplo, sostiene que en cuanto a la identificación de las fuentes del periodista, las afirmaciones de la Cámara «no resultan suficientemente sólidos … al extremo de concluir con excesiva severidad y sin fundamentos suficientes, que ello implicó haber ejercido de manera imprudente el derecho de informar». O respecto del punto que veremos a continuación sobre la deserción del recurso ante la Cámara, sostiene que «a mi ver, los términos referidos, constituyen -insisto- una crítica suficiente para merecer su tratamiento por la Cámara». Los votos de la Corte no hacen este tipo de calificaciones, pero su razonamiento apunta en el mismo sentido. La Cámara opina así, nosotros de esta otra manera. Nosotros estamos arriba, ellos están abajo. Ergo, ganamos nosotros. ¿Es suficiente para una arbitrariedad? El punto se relaciona con la teoría del stare decisis y la intención de la Corte de imponer su parecer sobre las instancias inferiores. La doctrina de la arbitrariedad es el campo que permitiría englobar el no seguimiento fiel del precedente (aunque la sentencia no lo haga con estas palabras) y así dar vuelta la sentencia. El argumento es particular, si tenemos en cuenta que la doctrina de la Corte sobre la real malicia ha tenido sus bemoles y discusiones internas a lo largo de los años (y una sentencia como esta, no unánime, no parece que sea el lugar para dirimirla de forma definitiva)
Además de entrar en el análisis de cuestiones de prueba, la Corte debe realizar otra excepción a sus precedentes, aquellos que se refieren a que las resoluciones que declaran desierto el recurso ante el tribunal de alzada no son, en razón de su naturaleza fáctica y procesal, impugnables por la vía del artículo 14 del artículo 48. Es verdad que, como en la mayoría de los principios que maneja la Corte, tiene casi tantos ejemplos de excepciones como de casos que confirman la regla (otro principio para una ulterior exploración analítica). La Corte se ve obligada a dar este paso, porque los términos en que la litis quedó configurada, aplicando la doctrina Campillay, no le permiten solucionar el caso como ella pretende. Acá tenemos tres posturas: la Procuración analiza el caso en la perspectiva de esa doctrina y considera que las fuentes, aunque de forma indirecta, son identificables (igual, usa la doctrina de la real malicia como argumento de fondo); la mayoría directamente no evalúa Campillay y pasa a la real malicia y la minoría hace lo mismo, pero por considerar que los requisitos del fallo citado no se han cumplido. Todos los caminos conducen a la real malicia. En este sentido, resulta claro que el motivo principal del fallo y su verdadero interés está en la expresión de la voluntad de la Corte de apuntalar su línea jurisprudencial en materia de libertad de expresión. Aunque para ello deba hacer varios saltos metodológicos.
Ahora bien, aparte de los avatares del modo en como llega, ¿dice algo nuevo la Corte sobre la real malicia?. De modo embrionario, la sentencia abre un terreno de análisis respecto del «estilo» periodístico. A esta altura del debate mediático en la Argentina, todos sabemos que los medios están lejos de ser objetivos y que la subjetividad del periodista y del medio para el que escribe juega un papel fundamental. Esto proceso fue puesto en evidencia por la irrupción, en los 60/70′ del llamado «nuevo periodismo» con su utilización de recursos literarios y ficcionales, siendo la expresión más acabada de este estilo irónico y audaz el periódico Página 12. Todo esto viene a cuento, porque la Corte apunta, brevemente, que no todo es lo mismo ni puede ser evaluado desde el prisma de una objetividad estricta. Así la mayoría, al referirse en el caso a la existencia de afirmaciones que provenían de fuente cierta con las de otras que no lo hacían, dice:
«Las restantes afirmaciones, básicamente las que se referían a la supuesta ayuda o favor de Locles a diversos policías investigados por homicidio, son expresiones que traducen, por un lado, un estilo propio del género periodístico y, por otro, la impronta vehemente, penetrante y ardorosa del periodista que firmó la nota.»
La minoría (quizás urgida por su convicción de que verdaderamente esos datos no reconocían fuente cierta) afirma que
«… aún cuando las expresiones que agraviaron al actor puedan resultarle distorsionadas e inclusive tendenciosas, es dable advertir que se apoyan en figuras de estilo propias del género periodístico, de las que se ha valido el autor del artículo para incluir información de manera cáustica y vehemente, constitutivas de un recurso que forma parte del ejercicio legítimo de la prensa escrita.»
El tema dista de ser menor y se inscribe en la línea de los muchos cambios (tecnológicos, empresarios, culturales) que ha sufrido la profesión periodística. De hecho, estas cuestiones son debatidas dentro del mismo periodismo y las respuestas no son unívocas. Una de las discusiones que se da es si la misma profesión debe regular sus prácticas (autoregulación) o si el Estado debe hacerlo (heteroregulación). Es común en otros contextos la autoregulación periodística mediante la emisión de Manuales de Estilo o la institución del Defensor del Lector, pero este proceso no ha dado en nuestro medio. ¿Cuál es el resultado? Existen prácticas pero pocas normas e instituciones de control efectivas. La existencia de normas fija los términos del denominado «contrato de lectura» entre el emisor del mensaje y su receptor. De otro modo, ese contracto queda en términos ambiguos. Sin ese parámetro, ¿cuáles son las prácticas legítimas y cuáles no? ¿Qué es buen periodismo y que no? Sin ánimo de dar una solución definitiva, creemos que la función de la Corte es muy diferente en contextos donde hay normas claras de comportamiento de aquellos en los que se viven situaciones de una cierta anomia. Al dar su parecer en esta causa, la Corte reconoce los cambios estílisticos y, quizás apresuradamente, los califica de legítimos, sin abundar en detalles. Cuestiones como las aquí debatidas, creemos, necesitan un debate de mucho mayor alcance, pero nuestro Alto Tribunal, al menos en esta materia, parece determinada a cerrar discusiones más que a abrirlas.