Lo prometido es deuda y después de intentar sentar algunas bases para discutir las disidencias y recibir valiosos aportes en los comentairos, llegó el momento de analizar algunos artículos doctrinarios que tratan este tema. Históricamente, han sido muchos los Justices de la Corte Suprema americana que se han ocupado del tema en artículos jurídicos o discursos (Stone, Douglas, Brennan, Hughes, Scalia, Breyer y Bader-Ginsburg, entre otros), lo cual parecería demostrar que es un tema de especial preocupación para ellos y respecto del cual se sienten en la necesidad de argumentar. Probablemente, ello sea así por el modelo instaurado por Marshall y continuado hasta la Corte Taft, en el período de entreguerras, donde la norma era la unanimidad. Pues bien, como se ocupa de señalar Robert Post en este artículo, ello ha cambiado radicalmente en la era contemporánea. Su tesis es simple pero va al hueso: la norma ha cambiado porque cambiaron la concepción del Derecho, la función de la Corte, el público al que se dirige y también los asuntos que resuelve. Para demostrar esto analiza a fondo la práctica de la Corte Taft y la va comparando con la dinámica actual. Veamos como lo hace.
Post destaca que entre 1921 y 1928 el porcentaje de decisiones unánimes de la Corte varió entre un mínimo de 73% (1921) y un máximo de 92% (1922). En esa época, la Corte Suprema americana se parecía bastante (en el tipo de causas que entendía) a nuestra Corte actual. Emitía muchas más sentencias que ahora (en 1920, por ejemplo, resolvió 595 casos -de los cuales sólo 173 tuvieron una «full opinión»- frente a menos de 100 que resolvió en el período 2009-2010) y lo hacía a la antigua usanza, o sea, de modo casi individual (los jueces tenían solamente 1 «law clerk» – secretario letrado nuestro- frente a 4 que tienen ahora). Detalles al margen, el «docket» de la Corte (su cartera de casos) se caracterizaba por contener una infinidad de causas en las que la Corte resolvía por vía de apelación. Va a ser la Judiciary Act de 1925 la que va a cambiar el panorama y va a introducir el certiorari, permitiendo que la Corte «elija» los casos que va a sentenciar. Esta es una revolución copernicana en el ámbito cortesano y una de las consecuencias va a ser sobre la unanimidad. ¿Por qué? Pues porque la Corte al comenzar a resolver casos más difíciles va a empezar a tener diferencias no tan manejables como cuando manejaba un «docket» que en muchos casos se asemejaba a un trámite. Este es un punto interesante para analizar respecto de nuestra Corte, que teniendo el 280 CPCCN con una función semejante al certiorari americano, no ha visto sin embargo bajar su caudal de casos y pese a pregonar su intención de caminar hacia un Tribunal Constitucional sigue resolviendo más de un 90% de cuestiones de trámite (basta analizar para ello los contenidos de cada acuerdo y ver en cuales de ellos la Corte emite una sentencia con doctrina sustancial).
Pero la base material (mal que le pese a Marx) no determina la función de la Corte (aunque sí la condiciona). Porque si los casos eran mayormente de trámite (como reconoce algún ministro en su decepcionada renuncia al cargo), en nuestra Corte las disidencias casi no tendrían que existir. Pero que las hay, las hay. Una explicación que excede la cartera de casos a resolver está dada por la imagen institucional de la Corte, algo que Post documenta con lujo de detalles en documentos originales de los Ministros. El va relatando la saga de como Taft ejerce la presidencia, buscando consensos pero con la base de un entendimiento común de que los Ministros se deben al Tribunal y muchas veces dejan de lado sus diferencias y votos personales para no forzar imágenes de disenso. Veamos lo que decía Taft:
«En general no me gustan los disensos, porque pienso que en muchos casos, cuando estoy en desacuerdo con la mayoría, es más importante alinearse con la Corte y darle a su juicio un peso específico antes que meramente dejar sentado mi disenso individual (…) Para mí, muchos disensos son una forma de vanidad. No hacen ningún bien, y solamente debilitan el prestigio de la Corte. Es mucho más importante lo que la Corte piensa que lo que uno piensa»
Esta norma de aquiescencia con el parecer de la Corte tenía una base normativa, estando regulado en la regla 19 de los Canones de Etica Judicial de 1924. Pero no estaba dado porque sí, sino que era parte de un sistema en el que la Corte tenía el monopolio de la interpretación del Derecho. A partir del comienzo del siglo XX ese monopolio se lo empieza a disputar el ámbito académico, los profesores y escuelas de Derecho. Por otra parte, la introducción del certiorari implica que la Corte pasa de dirigirse principalmente a las partes del proceso que resuelve, adirigirse al público de la sociedad en general. Ya no es el conflicto entre particulares lo que va a guiar principalmente su actuación, sino la proyección del caso que elija sentenciar sobre el desarrollo futuro del Derecho y del cambio social. Veamos entonces como se anudan estos cambios (en los casos que llegan a la Corte, en la concepción del Derecho, en el público al que se dirigen) en palabras de Post:
«Crear una sentencia sólo para resolver una disputa entre partes está directamente relacionado con la concepción de la sentencia como un método rutinario de disponer de un extenso y obligatorio «docket». Esta concepción está enraizada en la visión de la Corte Suprema como un tribunal final de alzada, que predominó durante 150 años de su existencia. Diseñar una sentencia para influenciar la administración y el desarrollo del Derecho, por el contrario, requiere ir más allá de las partes y dirigirse a la entera comunidad de actores legales. Esto altera lo que está en juego en una sentencia. Transforma también la posición de la Corte. Si la función de una sentencia es resolver disputas entre partes, la Corte puede descansar en su autoridad tradicional de tribunal considerado necesario para dirimir conflictos y evitar la violencia. Pero si la sentencia está dirigida al público general, la función institucional de dirimir conflictos se junta con la de su caracter de creador de Derecho, en algo parecido a un «Ministerio de Justicia» (nota mía: en el sentido americano, no tanto en el nuestro). Y este cambio puede obligar a que la Corte justifique su autoridad de una manera diferente a la que sería necesaria si la sentencia fuera simplemente el modo de resolver una disputa entre partes privadas».
En el medio de todo este complejo proceso, están las disidencias. Porque mientras en la Corte Taft la disidencia era vista como algo que socavaba a un Derecho que, de alguna manera, preexistía al proceso democrático y del cual los jueces de la Corte eran sus sacerdotes supremos, ahora la disidencia va a ser un modo de discutir algo que deber ser deliberado democráticamente. El Derecho no es algo dado, sino que lo construye la sociedad. La Corte Suprema, por supuesto, tiene una voz preponderante pero no la única. Debe dialogar con los otros actores (acá Post señala la diferencia radical entre las citas a revistas jurídicas en la era Taft -casi nula- y la actual – muy habitual y extendida). Las disidencias, entonces, son parte de ese diálogo. Tienen una función eminentemente deliberativa y democrática y suelen ir menos dirigidas a los otros miembros de la Corte (en esto hay diferencias: mientras Bader Ginsburg cree en su poder de persuadir a sus colegas, Scalia descree casi totalmente de ello). En la línea de este dialógo con la sociedad se inscribe el interesantísimo artículo de Lani Guinier, Demosprudence through dissent (Harvard Law Review, Vol 122 No 1, Nov. 2008) donde la autora analiza la práctica del «oral dissent» (el disenso oral que pueden pronunciar los Ministros cuando se anuncia el resultado de una decisión). En los últimos períodos, la práctica se ha revitalizado y Guinier ve en ello la posibilidad de una nueva conexión democrática entre el Tribunal, los movimientos sociales, el Congreso y el público en general. La propuesta tiene sus puntos flacso (vid críticas de Rosenberg acá) pero como se ha ocupado de resaltar el mismo Robert Post en defensa de Guinier, ella da cuenta de los complejos procesos en los que la Corte Suprema influye en los procesos democráticos y se relaciona con el sistema político, más allá de imágenes míticas.
Como le decía Pichot a Los Pumas en el Mundial de Francia, esto recién empieza y nos da algo de pena dejar el debate aquí. Lo que a mí me queda claro, al menos, es que las prácticas institucionales de la Corte Suprema son el lugar adonde hay que ir a ver cómo conceptualiza su lugar en el sistema. No es en las declamaciones ni en las sentencias altisonantes donde va a verse «su» verdad (aunque quizás sí, parte de ella) sino en los pliegues de sus prácticas. Nuestra Corte, creo, nos debe varias definiciones en este sentido. Cuando analizamos el devenir de la Corte Americana y lo comparamos con nuestro Tribunal, vemos rasgos de la Corte Taft aunque sin la norma imperativa moral del consenso, con rasgos actuales como el intento de hablarle al gran público; un «docket» plagado de irrelevancias, con grandes dosis de delegación y ocasiones en los que pretende tener una voz en la escena política (casos como Verbitsky, Riachuelo, Badaro, etc.). En cualquier caso, no llegamos a ver una política institucional de rasgos coherentes ni una imagen institucional compartida entre sus miembros. Más «ir tirando» (muddling through) que decisión estratégica. Seguimos discutiendo…
Foto: the real duluoz / Foter / CC BY-NC-SA