En el primer post de esta pequeña serie planteábamos la naturaleza de las disidencias desde la perspectiva de una tensión, que podría traducirse como «individualidad-colegialidad» y cuyos términos respondían, respectivamente, a los modelos británico y continental de judicatura. El modelo americano se mostraba como intermedio, abrevando de sus ancestros ingleses pero incorporando importantes elementos de colegialidad. Es más, podríamos aventurarnos a decir que la Corte Suprema americana se construyó más sobre la colegialidad que sobre la individualidad y de allí el debate que existe respecto de los votos disidentes y su incidencia en la legitimidad de la Corte y del Derecho. Porque lo que está en juego, en última instancia, es la naturaleza del Derecho: para la «colegialidad» el Derecho es uno y por eso debe ser dicho de modo unitario. Y si convenimos en que puede ser uno pero admitimos que los elementos que lo componen pueden ser múltiples (y no demasiado atractivos, como en los chorizos), al menos dejamos oculto su proceso de fabricación. La «individualidad» reconoce la pluralidad de visiones y opta por la transparencia de ese proceso de fabricación: todo está a la vista. Este es el resultado, estas son las opciones que se dejaron de lado, estas son las divisiones internas del Tribunal.
El caso de la Corte Americana, modelo de nuestro Tribunal, navega a dos aguas. Reconoce la individualidad pero la rodea de una serie de elementos de colegialidad que la balancean. Desde lo más visible (v.gr: los ministros en sus presentaciones públicas visten togas negras, iguales para todos) hasta lo que permanece invisible (v.gr: sus procesos de decisión internos, que sólo se revelan cuando se sacan a la luz las notas de Ministros retirados o muertos) marcan la preeminencia del Tribunal sobre los individuos. Estos, sin embargo, no son subsumidos en la organización sino que conservan su libertad de opinión formal, en los votos disidentes (no así en otras expresiones públicas, en las que son muy cuidadosos de revelar secretos o desavenencias internas). Tan fuerte es la postura «institucional» respecto del Tribunal que ha habido toda una tarea de construcción del sentido de estas disidencias, que no son vistas desde un punto de vista meramente individual -dejar constancia de una opinión distinta- sino desde su funcionalidad en el sistema.Mientras el primer punto de vista es negativo (el ejercicio del voto individual resta colegialidad y unidad) el segundo es positivo (la individualidad aporta al sistema general).
Estos prolegómenos, un poco abstractos, vienen a cuento porque son los que, sutilmente, marcan la identidad de un Tribunal. Si los votos particulares están permitidos, es bastante probable que existan pero no es lo mismo su uso en uno u otro sentido. Las disidencias implican decisiones estratégicas, no son meramente el resultado de una opinión encontrada. Y siempre debe primar, como señala Ruth Bader-Ginsburg aquí, el cuestionamiento acerca de su utilidad: «un Ministro, contemplando la posibilidad de un voto separado, debe preguntarse: ¿es esta disidencia realmente necesaria?». En este sentido, los mismos ministros y otros autores han identificado una serie de funciones para las disidencias, que intentan conceptualizar la respuesta a esa pregunta. Veamos las más importantes.
La primera división que podríamos hacer es acerca de a quien están destinadas las disidencias. Si bien la diferencia es más de tipo analítico que real (porque la mayor parte de ellas podría cumplir ambas funciones) distinguimos el impacto interno (la propia Corte) del externo (público actual o futuro, legisladores, etc.). Muchas disidencias son escritas como expresión de una deliberación en un cuerpo que, por ser colegiado, se supone que debe discutir. Así, algunos votos no apelan al gran público sino que lo hacen a los restantes miembros del Tribunal, discutiendo sus opiniones, en el peor de los casos obligándolos a fundamentar mejor, en el mejor, haciéndolos cambiar de opinión (difícil, pero quien sabe…). Pongamos un ejemplo: cuando Zaffaroni escribe su voto en la causa Estevez s/robo calificado por el uso de armas, CSJN, 8/6/10 y en 50 largas páginas expone una compleja teoría sobre la interpretación general del sistema penal para determinar el máximo de pena en el concurso de delitos, su público es muy reducido. En primer lugar, la propia Corte. En segundo lugar, la academia penal (el orden puede ser invertible, pero sigue sirviendo el ejemplo). Otro ejemplo: Argibay suele votar, en una amplia mayoría de los casos que vienen por arbitrariedad de sentencia, por la aplicación del 280 CPCCN. Al hacerlo, envía un mensaje a sus compañeros de estrado y pone en evidencia una alternativa jurídica a la que plantea el voto mayoritario. En este caso, a diferencia del ejemplo de Zaffaroni, estamos ante disidencias silenciosas (pero consistentes y coherentes, en una perspectiva de mayor rango).
Lo interesante de las disidencias es, paradójicamente, que ellas carecen de la fuerza del derecho. Su valor está en la persuasión, en su capacidad de convencer y/o enseñar, sea a los otros ministros, a los abogados o al público en general. En este sentido, dice Stephen Breyer que:
«Visto de esta forma, un voto disidente sigue cumpliendo una función en el permanente debate de las políticas. Aun cuando no sea parte del derecho, otros podrán encontrar que sus argumentos o enfoques son persuasivos; podrán adaptarlos o adoptarlos para esgrimirlos en diferentes foros; y si existe una aceptación suficientemente amplia, incluso los enfoques judiciales podrían cambiar. Mirada así, la opinión disidente será juzgada en términos de su fuerza persuasiva, la cual, a pesar de tener a la mayoría en contra, no está irremediablemente perdida»
Aquí Breyer introduce un tema al que los autores americanos son muy caros: el efecto futuro de la disidencia. En este caso, la disidencia funciona como un reservorio de ideas para ser utilizadas en el futuro, cuando los vientos políticos cambien o cuando los procesos sociales hagan que la sociedad pueda usar argumentos que en ese momento no está preparada para utilizar. El Chief Justice Hughes (1930-1941) dijo que «una disidencia en la Corte es una apelación… a la inteligencia de una futura generación, cuando una decisión posterior pueda posiblemente corregir el error en el cual el juez disidente cree que la Corte ha incurrido».
Hasta ahora, nos hemos circunscripto (medianamente) a lo que son las funciones internas de la disidencia y hemos visto que estan son esencialmente deliberativas y de control. Se disiente como parte de una conversación y esa conversación ayuda a mejorar la decisión final y a corregir errores. Estas funciones se pueden ejercer de forma diacrónica, es decir, en el presente o en el futuro. Pues bien, todo esto es muy bonito pero al quedarse en el ámbito de la Corte nos dice poco acerca de su rol institucional. Al son de las teorías del Constitucionalismo Popular, la academia americana viene discutiendo justamente sobre este punto: la conexión entre la Corte y la deliberación democrática. Como veremos en nuestro post final con foco en la postura de Lani Guinier acerca de las disidencias, ¿pueden estas ser un modo de inserción de la Corte en el diálogo político?
Lo que estas lecturas destacan es el nexo entre los procesos internos de la Corte y sus productos con la esfera política y la sociedad en general. La idea es que esa conversación que venimos mencionando no queda en el ámbito del Palacio de Justicia sino que se extiende al discurso público, a partir de los argumentos que la Corte provee, en su opinión mayoritaria y en sus disidencias. Para ello, claro está, alguien tiene que darse cuenta de las disidencias. Tiene que haber un público atento y educado en estas lides, con el que la Corte pueda y quiera hablar. Hoy en día, nuestra sensación con respecto a nuestro máximo tribunal es que ese diálogo es casi inexistente. Hay mayor voluntad de comunicar las decisiones y ese es un paso en el camino correcto, pero falta desarrollar una esfera pública en la que las decisiones de la Corte fermenten. Este es un tema que excede la cuestión de las disidencias, pero la supone en la medida que todo producto necesita un mercado y toda demanda, a su vez, presiona a los productores para obtener lo que quieren. Expresada en términos económicos, el desarrollo de esa esfera pública es uno de los objetivos a los que apuntamos desde este teclado.
Foto: krsalis / Foter / CC BY-NC-SA