El 10 de agosto de 2010 la Corte se pronunció en un caso de familia complejo (P. de la S., L. del C. c/ P., G. E. s/divorcio y tenencia). En el marco de un divorcio contradictorio, el varón solicitó la realización de una prueba de ADN para intentar demostrar que una de sus hijas –a la que había reconocido voluntariamente como tal- es fruto de una relación extramatrimonial de su ex. No pretendía cuestionar su paternidad, sólo demostrar la infidelidad de su entonces cónyuge (por otra parte, la acción de impugnación habría caducado). El problema surge porque, independientemente de la subsistencia del vínculo paterno-filial y de sus efectos en el juicio de divorcio, la determinación de la paternidad también se vincula con el principio de realidad biológica y el derecho a la identidad. Priorizando ese principio, los jueces de primera y segunda instancia ordenaron la producción de la prueba. Caiga quien caiga.
La Corte intervino a pedido de la madre de la chica y de la Defensoría de Cámara, y por encontrarse en tela de juicio la inteligencia de las normas de la Convención de los Derechos del Niño. Lo hizo invocando conceptos incuestionables: el cuidado de la formación de la personalidad de la chica se impone sobre toda otra consideración; los derechos de los padres y el conflicto entre éstos deben quedar supeditados al interés de la menor; hay que evitar los dogmatismos y formulismos y centrarse en el interés concreto de la chica; los niños primero; los únicos privilegiados son los niños. Pero me parece que, después de establecer sólidos cimientos conceptuales, la mayoría extravió el camino y dejó el problema sin resolver.
En primer lugar, ordenó que se requiera formalmente la opinión de la chica (que hoy tendría catorce años). Asumo el riesgo de decir burradas psicológicas. Creo que primero habría que intentar determinar –a través de los padres- si la chica es consciente o no de las dudas respecto de su filiación. Si lo es, la consulta parece inútil, porque ella tiene derecho a conocer la verdad, y el trauma ya lo tiene porque vive con su identidad cuestionada; es decir que, aunque ella no quiera, creo que es más sano que conozca la verdad –cualquiera sea- y no que viva con la duda. Pero si no sabe qué se está discutiendo, el sólo hecho de preguntarle si quiere que se le haga un análisis para determinar si quien ella cree su padre lo es realmente es suficiente causa de daño psicológico severo, independientemente del resultado de la prueba. ¿No sería mejor mantenerla en la ignorancia, al menos hasta que estar seguro de que su padre no es tal? Podrían obtenerse muestras sin su participación, y prevenir daños que quizás sean completamente inútiles.
Pero además la Corte no dio una solución clara y definitiva. No sólo no resolvió si se va a producir o no la prueba de ADN, sino que tampoco estableció cuál va a ser la consecuencia de la consulta a la menor. ¿Se va a hacer lo que ella diga, independientemente de lo que sus padres, los funcionarios competentes y los expertos opinen? No parece razonable dejar que una chica de esa edad decida por sí sola esta situación. ¿Se la va a escuchar como un elemento de juicio indispensable, pero no vinculante? Creo que sería un formalismo inútil, que es justo lo que la Corte critica al fundar la resolución. El problema le queda a la Sala.
En minoría, Highton y Maqueda sí propusieron una solución, que además me parece sana y justa: si el señor quiere probar el adulterio, que recurra a medios de prueba que no impliquen perturbaciones para la chica. Si no lo logra, que se aguante, porque su derecho a producir prueba es inferior al de bienestar psicológico de su hija .
Me parece que lo más perjudicial para el interés de la menor –y para el de sus padres- es exactamente lo que decidió la mayoría: diferir la cuestión sin siquiera establecer claramente cuáles van a ser los pasos siguientes. Lo peor en este tipo de casos es mantener abierto el tema. Lo que no se cierra no empieza a cicatrizar, y el tiempo (don irrecuperable) que debería ser aplicado a reconstruir y renovar las vidas involucradas, se sigue consumiendo en un conflicto en el transcurso del cual todos pierden cada vez más. Más vida, más felicidad, más salud física y mental. No decidir suele ser la peor decisión.