El lunes 28 de junio el Tribunal Constitucional de España (TCE) dio a conocer su esperadísima sentencia sobre el Estatuto de Cataluña. Después de 4 años de idas y venidas (impensables, a priori, en un sistema como el español) el TCE declaró inconstitucionales 14 artículos de ese estatuto (v.gr: el catalán es lengua de uso normal en la Administración Pública, pero no preferente) y reinterpretó 23 (v.gr: Cataluña es una nacionalidad, pero no una Nación) en lo que para algunos se pareció más a un aval y a otros más a una purga. En cualquier caso, el Gobierno de Cataluña prometió lanzarse a la calle, diciendo que «acataba, pero no renunciaba» dando muestras de las profundas divisiones que la sentencia vino a reverdecer. En este post intentaremos brindar algunas líneas de análisis que nos permitan entender el proceso constitucional español, el rol que el TCE tiene dentro de él y el estado maltrecho en que ha quedado luego de este largo derrotero. Esperamos que ello nos deje algunas enseñanzas aplicables a nuestro propio proceso.
Como probablemente todos sepamos, la organización territorial de España ha dado en llamarse federalismo asimétrico por los desiguales poderes que poseen las distintas Comunidades Autónomas que componen la Nación Española. Esta conformación se realizó a través de un largo proceso previsto en los artículos 143 a 158 de la Constitución Española, al cabo del cual y con algunas discusiones sobre su legitimidad se aprobaron los distintos estatutos por Ley Orgánica de las Cortes Generales. Ello es, el proceso de sanción del Estatuto a diferencia del de nuestro sistema argentino, es un acto complejo entre las Comunidades Autonómas y el Estado Nacional. Las reformas siguen el mismo mecanismo, con algunas variantes de acuerdo a los propios estatutos (¡no olvidemos que somos asimétricos!). El íter en este caso concreto: aprobó el Parlamento Catalán (septiembre de 2005), luego lo hizo el Congreso Español y en junio de 2006 fue bendecido en referendum por el 74% de los catalanes -paso este también acusado de inconstitucionalidad.
Hasta aquí el frío relato de un proceso normativo. Sin embargo, un volcán político late en sus entrañas. El aparente equilibrio territorial logrado en los orígenes del proceso constitucional español fue sometido a crecientes tensiones en los últimos años y mientras el gobierno de Aznar había declarado clausurada la vía de la reforma, Zapatero adoptó una postura más abierta que desencadenó una serie de procesos políticos de reforma. Estos movimientos no fueron casuales sino que evidenciaron la necesidad de adaptarse a cambios reales (inmigración, integración europea, nuevas generaciones de derechos, avance del nacionalismo, entre otros) y se dieron en el marco de una situación particular en la política catalana (gobierno tripartito, comandado por el Partido Socialista de Cataluña). El mecanismo previsto en las normas generó complejísimas negociaciones entre los distintos partidos catalanes y nacionales, como se explica en este artículo, en las que las distintas partes «siguieron estrategias de sobre-demanda y promesas exageradas para superar a sus competidores regionales… lo cual llevó de una discusión en términos de oportunidad y utilidad de las iniciativas a otra en términos de su constitucionalidad» (pag. 279)
El Estatuto resultaría finalmente aprobado en las Cortes Generales (Ley Orgánica 6/2006) con la oposición del Partido Popular, quien recurriría ante el TCE 114 de los 223 artículos que componían el Estatuto aprobado, dando lugar al proceso que ahora comentamos. Para entenderlo, es necesario tener en cuenta algunas características del Tribunal (principalmente, en lo que se diferencia de nuestra Corte Suprema). El TCE es un órgano que concentra el control de constitucionalidad y sus resoluciones tienen carácter erga omnes (arts. 38 a 40 LOTC). Como fiel ejemplo del modelo concentrado, sus jueces (12) son nombrados por un período de 9 años no renovables de forma inmediata. Pero -y héte aquí a la madre del borrego- esos jueces son nombrados por el Rey, cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados por mayoría de tres quintos de sus miembros; cuatro a propuesta del Senado, con idéntica mayoría; dos a propuesta del Gobierno y dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial (art. 159.1 CE). En pocas palabras, un sistema de cuotas, que fomenta más que el consenso en la elección de candidatos el reparto según las posiciones de poder. Resultado: un tribunal donde las afiliaciones (conservadores y progresistas) son claras y explícitas. La imagen de unidad institucional que en algún momento destacábamos como propia de Cortes como la de EE.UU. está aquí al desnudo. Y lo ha estado siempre, pero nunca el barco había sido sometido a una tormenta como la del Estatuto catalán.
¿Cómo se han reflejado estas características en este caso? El proceso de reorganización de las competencias autonómicas ha sido uno de los (si no «el») temas centrales de la política española de la última década y, en ese panorama, los casos más conflictivos han sido el vasco (fallido con el Plan Ibarretxe) y el catalán. Las disidencias y desencuentros presentes en el largo proceso del Estatuto de Cataluña resurgieron cuando el escenario del conflicto se trasladó al TCE. Comenzó entonces una larga e inédita batalla de recusaciones (4, de las cuáles sólo una fue aceptada por el Pleno del Tribunal, la de Pérez Tremps), que rompió el delicado equilibrio interno y mostró las profundas divisiones que existían. A partir de esta situación se repitieron los proyectos de sentencia rechazados y el tiempo fue pasando, minando la legitimidad del cuerpo. Ella se vio, además, seriamente comprometida pues en el medio de este proceso, a cuatro de los diez magistrados se les venció el nombramiento (2007) pero el Congreso modificó la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, no se llegó a un acuerdo político sobre su renovación y aquí los tenemos, tres años después, felices y contentos firmando la sentencia.
Dice Fernández Farreres en este artículo que «la entidad del problema ha resultado ser muy superior a la capacidad del Tribunal para solventarlo con rigor y prontitud». Es verdad y de lo ya dicho surgen algunas sugerencias en este sentido. Parte importante se lo lleva la dinámica misma de negociación, en la que los actores corrieron el límite de las restricciones constitucionales de cara al electorado catalán y forzaron así una situación como la presente. La necesidad de apoyo parlamentario del partido gobernante (PSOE) también jugó su papel y el compromiso de su líder fue tildado, por algunos, como «imprudente». Eso hizo que el TCE recibiera una verdadera «papa caliente»: un pacto multisectorial, avalado por un parlamento autonómico, sometido a reférendum, aprobado por las Cortes Generales y recurrido por el principal partido de la oposición. Era verdaderamente difícil salir indemne de esta situación. En este sentido, es ya de por sí conflictivo efectuar un análisis desde el Derecho de un pacto multisectorial con tres instancias de legitimación popular y una larga urdimbre de complejos acuerdos.
Pero más allá de todo esto, que no es poco, quedaron a la luz los problemas que derivan de la politización del TCE. Aquí podemos apuntar dos vías para acercarnos a su análisis: uno, por el diseño. ¿Contribuye a la formación de una verdadera institución autónoma el sistema de nombramiento por cuotas partidarias (explícito o implícito)? ¿Son saludables los nombramientos temporales? No creemos que este caso nos dé respuestas concluyentes, pero sí nos plantea buenas hipótesis de estudio al sugerirnos que un sistema que incentiva las soluciones de consenso terminaría resistiendo mejor las situaciones de crisis que uno basado en la división y confrontación. En este sentido, creemos que los diseños normativos no son inocuos respecto de los procesos de construcción institucional que promueven.
La segunda vía de cuestionamientos nos pone frente a la práctica política y a las auto-limitaciones a las que se someten los actores en aras de proteger las instituciones. La premisa implícita en este razonamiento, y que este caso demuestra a las claras, es que la construcción institucional es un proceso que requiere la colaboración de todos los actores y que se da de forma más o menos permanente. En este caso, pareciera que los confines habituales se corrieron y fue un «sálvese quien pueda». La polítización forzó los límites tradicionales de la clase política española, muy celosa de las normas formales del Estado de Derecho, y los resultados están a la vista. El tiempo dirá si el TCE logró llegar a los botes salvavidas.