Sobre la imposibilidad constitucional de perseguir penalmente a los periodistas por sus fuentes

El 31 de enero de 1973, Les Whitten, un conocido periodista de investigación, fue arrestado por el Federal Bureau of Investigation (FBI). Whitten fue sorprendido justo cuanto estaba cargando en el baúl de un auto dos cajas que contenían documentación de una de las reparticiones del gobierno de los Estados Unidos. El FBI acusó al periodista de tener en su posesión documentos públicos clasificados que habían sido previamente robados por su fuente. Whitten explicó que estaba devolviendo esos documentos luego de haberlos consultado.

El arresto se produjo en medio del célebre escándalo del “Watergate” y de un clima de abierta hostilidad hacia la prensa, especialmente por parte del presidente Richard Nixon y su vice Spiro Agnew. Ambos acusaban a la prensa de tener un poder concentrado sobre la opinión pública. Y también promovían acciones ilegales de persecución contra diarios y periodistas desde diversas reparticiones del gobierno federal, incluido el Internal Revenue Service (IRS). 

Whitten era el principal colaborador de Jack Anderson, que escribía una de las columnas más leídas en los Estados Unidos. En ese marco, el FBI impulsó una acción penal con el fin de conseguir una condena de hasta 10 años de prisión contra Whitten. Sin embargo, el “grand jury” que se constituyó para el caso decidió no acusarlo formalmente y el FBI tuvo que retirar los cargos. A raíz de este episodio, el Departamento de Justicia emitió una norma en la que protege a la prensa de cualquier forma de persecución penal indebida por parte de autoridades del gobierno federal estadounidense (“News Media Guidelines,” 28 C.F.R. § 50.10, actualizadas en 2018: https://www.rcfp.org/new-doj-reports-provide-detail-use-law-enforcement-tools-against-new/).

La filtración y posterior publicación de documentos clasificados de gobierno, incluidos aquellos considerados como ultra secretos y obtenidos de forma ilegal, dio origen a importantes conflictos judiciales entre el gobierno y la prensa en los Estados Unidos. Así ocurrió, por ejemplo, luego de la batalla de Midway durante la Segunda Guerra mundial. El Chicago Tribune, un diario abiertamente enfrentado con el gobierno de Franklin D. Roosevelt, publicó el 7 de junio de 1942 una nota de tapa en la que se dejaba entrever que la inteligencia estadounidense había descifrado el código secreto utilizado por las fuerzas armadas japonesas en sus comunicaciones (https://www.chicagotribune.com/news/breaking/ct-japan-naval-code-midway-tribune-secrecy-met-20160916-story.html). 

La situación generó un gran escándalo. El gobierno federal acusó al Chicago Tribune de haber alertado al imperio japonés en medio de la guerra y de haber destruido una ventaja esencial para las fuerzas armadas estadounidenses. Por su parte, el diario sostuvo en su defensa que el gobierno federal pretendía perseguirlo por mantener a rajatabla su independencia y ejercitar la libertad de prensa prevista en la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense. En “Chicago Tribune v. United Sates”, otro “grand jury” decidió rechazar la acción penal intentada por el gobierno federal. En particular, se tuvo en cuenta que el gobierno no había demostrado un daño concreto o potencial a la seguridad nacional producto de la nota cuestionada y que, en todo caso, quienes deberían haber estado sujetos a persecución penal eran los oficiales de la marina encargados de proteger la información secreta en tiempos de guerra.

Algo similar ocurrió en el célebre “New York Times v. United States” (1971), el llamado caso de los “Papeles del Pentágono”. En 1971, Daniel Ellsberg, un ex funcionario del Departamento de Estado, obtuvo una de las 15 copias existentes de un voluminoso estudio que había sido encargado en 1967 por el Secretario de Defensa, Robert S. McNamara. Allí se analizaban varios aspectos de las estrategias diplomáticas de los Estados Unidos en la región de Indochina desde 1945, así como del curso de la cruenta guerra que se libraba en ese momento con Vietnam del Norte. El estudio en cuestión, que tenía 7.000 páginas de extensión y contenía numerosos secretos de carácter militar y diplomático, había sido clasificado por el gobierno estadounidense como top secret. Ellsberg, quien también era un ex Marine, intentó primero filtrar ese reporte secreto al Congreso federal con la intención de frenar la guerra en Vietnam. Frente al fracaso de ese intento, tomó contacto con Neil Sheehan, un periodista del diario The New York Times, y le entregó una copia del estudio.

El 13 de junio de 1971, luego de meses de análisis de su contenido, el Times comenzó a publicar partes del informe. Al día siguiente, el Attorney General envió un telegrama al diario en el que solicitaba que se suspendiera de forma inmediata la publicación. Dos horas después, el diario contestó que estaba obligado a rechazar el pedido ya que consideraba que la población debía conocer el material contenido en el informe secreto. Frente a la negativa del periódico, el gobierno estadounidense acudió inmediatamente a la justicia para prohibir la publicación y exigir que se identificara la fuente que había filtrado el reporte secreto. 

El argumento del gobierno era que esa filtración (i) violaba la Ley de Espionaje, tanto por parte de quien había filtrado el informe como del diario que lo divulgaba, (ii) afectaba seriamente la política exterior de los Estados Unidos y (iii) impedía llegar a un proceso de paz exitoso con el gobierno de Vietnam del Norte. En particular, se alegaba que el Times tenía conocimiento de que el informe había sido robado, y que estaba violando la Ley de Espionaje de 1917. Esta ley, entre otras cosas, tipificaba como delito con penas de hasta 10 años de prisión tanto a la posesión, el acceso o el control, sin la debida autorización, de cualquier documento, escrito, código, fotografía, plano, mapa o información relacionada con la defensa nacional que pudiera afectar los intereses de los Estados Unidos o beneficiar a una nación extranjera. La ley penaba también la comunicación, transmisión o entrega de esos secretos a personas no autorizadas. 

El caso llegó rápidamente a la Suprema Corte de los Estados Unidos (“SCOTUS”). El gobierno federal hizo llegar al tribunal la clara advertencia acerca de los riesgos que implicaba una decisión favorable al Times, tanto para la seguridad nacional como para las relaciones exteriores de los Estados Unidos. A pesar de lo delicado de la situación, el 30 de junio de 1971, la SCOTUS rechazó el pedido gubernamental. En su voto, el Justice Hugo Black sostuvo que: “En la Primera Enmienda los Padres Fundadores le brindaron a la libertad de prensa la protección necesaria para cumplir su rol esencial en nuestra democracia. La prensa está para servir a los gobernados y no a los gobernantes. El poder del gobierno para censurar la prensa fue abolido para que la prensa pudiera permanecer para siempre libre de censurar al gobierno. La prensa fue protegida al punto de poder acceder a los secretos del gobierno e informar al pueblo. Solamente una prensa libre y sin restricciones puede efectivamente exponer el mal funcionamiento del gobierno” (403 U.S. 713, p. 717).

Conflictos similares ocurrieron en “United States v. Progressive”, el llamado “caso de la bomba de hidrógeno”. The Progressive, una pequeña revista de tirada mensual de la ciudad de Madison, Wisconsin, tenía intenciones de publicar en abril de 1979 un artículo escrito por un activista antinuclear llamado Howard Morland. En ese artículo (“The H-bomb secret: How we got it – why we’re telling it”) se detallaba, entre otras cosas, el proceso de fabricación de la bomba de hidrógeno. Enterados de la futura publicación, el 2 de marzo de 1979, funcionarios del Departamento de Energía y del Departamento de Justicia de los Estados Unidos pidieron a la revista que se abstenga de publicarla. Para ello, argumentaron que el artículo contenía datos que la Ley de Energía Atómica de 1954 calificaba como secretos y cuya divulgación era considerada un delito, con penas de hasta 20 años de prisión. Además, sostuvieron de forma dramática que el daño que podía causar la publicación del artículo de Morland era gravísimo e irreparable: “la ayuda a naciones extranjeras para el desarrollo de armas termonucleares, con el consiguiente riesgo de una guerra termonuclear”, podía derivar en una “potencial destrucción [de los Estados Unidos] en un holocausto nuclear”. Ante la negativa de la revista, el 8 de marzo de 1979, el gobierno federal presentó un pedido ante el juez Robert Warren, juez del Distrito Este de Wisconsin, para impedir esta publicación.

El 28 de marzo de 1979, el juez Warren dictó una medida cautelar ordenando a la revista que no publique el artículo. Era la primera vez en la historia de los Estados Unidos que se dictaba una medida semejante. El juez entendió que, ante la existencia de un peligro grave, directo, inmediato y el riesgo de causar un daño irreparable, el derecho a publicar previsto en la Primera Enmienda debía ceder. Mientras se tramitaba el recurso de apelación, un pequeño periódico de Wisconsin publicó una nota en términos similares a la escrita por Morland, en el que se incluía un diagrama de la bomba y una lista de sus componentes. El gobierno estadounidense decidió, entonces, desistir de la acción judicial. La medida cautelar que se mantuvo durante 6 meses y 19 días, quedó sin efecto. Finalmente, The Progressive publicó el artículo completo en su edición de noviembre de 1979 (puede consultarse en: https://progressive.org/magazine/november-1979-issue/).

Las autoridades federales no persiguieron posteriormente ni a la revista ni al autor del artículo por haber recibido o por mantener en su poder ese tipo de información. Tampoco se inició persecución judicial alguna luego de su posterior publicación.

En el caso “Bartnicki v. Vopper” (2001), la SCOTUS sostuvo que un periodista no puede ser perseguido penalmente por la publicación de información de interés público, aun cuando hubiese sido obtenida de forma ilegal por un tercero. En este caso, Frederick W. Vopper, un locutor radial, recibió en su correo electrónico una grabación que contenía una conversación telefónica que había sido ilegalmente interceptada. La conversación había sido “pinchada” cuando Gloria Bartnicki llamó desde su celular al líder del sindicato de maestros públicos, para pedir instrucciones y discutir estrategias en medio de una complicada negociación de un convenio colectivo de trabajo. La conversación, que no dejaba bien parado al líder sindical, fue luego emitida al aire en el programa de radio conducido por Vopper.

Vopper fue denunciado bajo una ley federal que tipifica como delito tanto la intercepción ilegal como la revelación del contenido de cualquier comunicación, sea oral o electrónica, que hubiera sido ilegalmente interceptada. La SCOTUS tuvo especialmente en cuenta que, si bien no había participado en la interceptación ilegal de la llamada, Vopper conocía su origen ilícito y, a pesar de ello, decidió darla a conocer a la sociedad. El tribunal declaró inconstitucional la ley federal por entender que, en el caso de los periodistas, violaba la Primera Enmienda. El fallo citó el caso de los “Papeles del Pentágono” como precedente aplicable y aclaró que en esa sentencia había defendido “el derecho de la prensa de publicar información de gran interés público obtenida de documentos robados a una tercera parte”. Y concluyó que cuando un periodista recibe información de una fuente que la obtuvo previamente de forma ilegal, no puede ser penado por la recepción y/o publicación de esa información, pues se ve amparado por la Primera Enmienda: “Creemos que resulta claro que […] la conducta ilegal de un extraño no es suficiente para remover el escudo protector de la Primera Enmienda sobre expresiones acerca de asuntos de interés público” (532 U.S. 514, pp. 525 a 535).

A nivel estadual, tal vez el caso más notable sea el de la Corte Suprema de California en “People v. Kunkin” de 1973 (https://scocal.stanford.edu/opinion/people-v-kunkin-22915). Allí, la Corte estadual dejó sin efecto la decisión de un jurado que encontró culpables al editor y a uno de los periodistas del diario Los Angeles Free Press, a los que se pretendía perseguir penalmente con motivo de la publicación de un artículo (“Know Your Local Narc”) que contenía un listado de los nombres, domicilios y teléfonos de una serie de agentes encubiertos de la división Narcóticos de la policía local a lo largo de todo el estado.

El listado en cuestión estaba inserto en un documento que, a pesar de lo sensible de su contenido, no contenía una leyenda de secreto o confidencial. El documento original había sido filtrado por un empleado de la Oficina del Attorney General en Los Ángeles. El beneficiario de la filtración fue Gerald Applebaum, periodista del Free Press, quien asumió con su fuente el compromiso de copiar el documento y devolvérselo. Luego de una serie de consultas, el editor del diario, Arthur Glick Kunkin, decidió publicar el listado completo, cosa que se hizo el 8 de agosto de 1969.

En su sentencia, la Corte Suprema de California entendió que, dado que habían asumido con su fuente el compromiso de devolverlo, en el caso no se había demostrado la intención específica por parte del periodista y del editor de robar o hurtar el documento filtrado. El tribunal se mostró también escéptico en cuanto a que el ejercicio del periodismo pudiera considerarse alguna vez como encubrimiento por recibir propiedad robada en circunstancias similares.

La prensa estadounidense goza, además, de una suerte de “derecho de discreción editorial”. El “right of editorial discretion” ha sido reconocido por la SCOTUS en casos como “Columbia Broadcasting System, Inc. v. Democratic National Committee” (1973); “Federal Communications Commission v. League of Women Voters of California”, (1984); “Arkansas Educational Television Commission v. Forbes”, (1998); etc. Así es que la propia prensa es la que decide qué tipo de información secreta va a publicar o no.

La mera posesión o acceso a la información o documentación ilegalmente obtenida, aun cuando sea calificada como ultra secreta, no puede ser motivo de persecución penal a los periodistas. Lo mismo ocurre con la posterior publicación de esa información. De hecho, ningún medio de prensa fue objeto de persecución penal luego de una de las filtraciones más importantes de la historia de los Estados Unidos en 2010, en la que más de 391.832 documentos secretos, en su gran mayoría de índole militar y diplomático, fueron dados a conocer, en una primera etapa, desde Wikileaks a The New York Times, The Guardian y Der Spiegel. En idéntico sentido, a pesar del grave impacto a nivel internacional que tuvo para el gobierno de los Estados Unidos, tampoco hubo persecución penal contra medio de prensa alguno luego de la reciente filtración en 2013 de miles de documentos ultra secretos que daban cuenta del programa de vigilancia global orquestado por la National Security Agency (NSA) y que Edward Snowden puso a disposición de los diarios The Guardian y The Washington Post.

A pesar de lo expuesto, en “Branzburg v. Hayes” (1972), una controvertida decisión tomada en medio del escándalo del “Watergate” por 5 votos contra 4, la SCOTUS sostuvo que los periodistas no tienen privilegio especial que los ampare a nivel federal. Por eso, no pueden mantener en secreto sus fuentes frente a un requerimiento judicial en el marco de una investigación penal. Así, los periodistas están legalmente obligados a informar al juez que lo requiera la identidad de la fuente que filtró la información o los documentos secretos que estén en su posesión o hayan sido publicados. La periodista Judith Miller del diario The New York Times, por ejemplo, pasó 85 días en prisión por negarse a revelar la fuente de un artículo en el que había colaborado, que develaba la identidad de una agente de la CIA.

En nuestro país son escasos los precedentes judiciales de persecución penal a periodistas en cuestiones de índole similar a los casos reseñados. El más llamativo es “Yofre” (https://www.cij.gov.ar/nota-20394-La-C-mara-Federal-de-Casaci-n-sobresey–a-periodistas-en-una-causa-por-espionaje.html), que no llegó a la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Y la decisión de la Cámara Federal de Casación Penal que puso fin al asunto no se luce, precisamente, por un tratamiento mínimamente adecuado de las importantes cuestiones constitucionales que estaban involucradas en el expediente. Frente a este panorama, entiendo que la jurisprudencia estadounidense debiera servir de guía básica para analizar cuestiones similares en sede judicial en nuestro país. No sólo porque nuestra Corte Suprema suele citar precedentes de su par norteamericana en materia de libertad de prensa en general, sino también porque el constituyente reconoció expresamente haber tomado como fuente directa en esta materia a la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos.

Algo similar ocurre, paradójicamente, con el derecho de protección del secreto de fuentes. El art. 43, párr. 3°, in fine, de la Constitución Nacional, resguarda este aspecto fundamental de la libertad de prensa al establecer de forma categórica que: “No podrá afectarse el secreto de las fuentes de información periodística”. Si nuestra Constitución le reconoce al periodista el derecho a reservar su fuente, es obvio que lo hace porque primero tiene el derecho a acceder a ella y a la información que ésta le haya provisto. Así, el objeto de la protección constitucional del secreto de fuentes es el derecho a buscar y recabar información por parte del periodista, y, de esta forma, satisfacer el derecho a saber por parte de la población por medio de su posterior publicación.

Al momento de defender la incorporación de la protección del secreto de fuentes en la reforma constitucional de 1994, el convencional Antonio María Hernández citó el voto del juez Black en el caso de los “Papeles del Pentágono”. Esta referencia por parte del miembro informante de la Convención reformadora en este punto es relevante por dos motivos. Por un lado, se reconoce que la idea de la protección constitucional del secreto de fuentes en nuestra Constitución es, precisamente, garantizar un marco de amplia protección para que el periodismo pueda escudriñar en los asuntos de gobierno. Por el otro, la referencia a ese voto en particular implica haber adoptado el criterio más extenso reconocido en la jurisprudencia estadounidense en relación con la protección del derecho a la búsqueda y recepción de todo tipo de información de gobierno, aun la que se considere o haya sido clasificada como secreta y sin importar la forma en que haya sido obtenida por parte de la fuente del periodista.

La inclusión de la protección del secreto de las fuentes de información periodística diferencia al sistema constitucional argentino del norteamericano. Esta protección adicional al periodismo no existe en la Constitución de Filadelfia. Además, tal como expliqué, la SCOTUS rechazó su aplicación a nivel federal en “Branzburg v. Hayes”. Por ende, resultaría llamativo y contradictorio que los tribunales argentinos aplicaran un criterio menos favorable a la libertad de prensa en comparación con la jurisprudencia estadounidense. Dado que nuestro texto constitucional reconoce de forma expresa una protección más amplia, nuestra jurisprudencia debería reflejar lógicamente esa diferencia y reconocer una protección aun mayor que la que se brinda a la prensa y a los periodistas en los Estados Unidos.

La libertad de prensa es uno de los pilares centrales del sistema de gobierno que nos rige. Por eso, debemos defenderla y exigir que se respete a rajatabla el marco constitucional que la protege. Tal como advirtiera James Madison en 1822, “un gobierno popular sin información pública, o sin los medios para obtenerla, no es otra cosa que el prólogo de una farsa o una tragedia; o, tal vez, de ambas”.

Manuel José García-Mansilla

Universidad Austral

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