El positivismo suele ser acusado de dos grandes crímenes: incoherencia y colaboracionismo. El primer crimen, de carácter figurado, se debería a que el positivismo—que suele ser llamado “conceptual”—se ufana de sus pretensiones descriptivas, es decir, de entender al derecho como un hecho separado de la moral, cuando en realidad el derecho es una actividad práctica, orientada a modificar el mundo, no a describirlo. El colaboracionismo, en cambio, no solo es un crimen literal, sino que se debería al defecto inverso del positivismo—que suele ser denominado “ideológico”—, el de haber sido demasiado práctico al haberse convertido en la ideología jurídica del nazismo. De ahí la leyenda negra del positivismo.

A primera vista, ambas acusaciones están respaldas por las pruebas. Después de todo, como muy bien dice Dworkin, para el positivismo (o “convencionalismo” como él lo prefiere denominar) “La ley es la ley. No es lo que los jueces piensan que es, sino lo que realmente es. Su trabajo es aplicarla, no cambiarla para que se ajuste a su propia ética o política”.

La acusación de incoherencia y colaboracionismo, sin embargo, ignora la existencia del tercer positivismo, el cual suele ser denominado “normativo”. El positivismo normativo es el que cree que la separación entre el derecho y el razonamiento moral a los efectos de su identificación es en realidad el primer paso de un proceso cuya meta es la transformación del mundo, no su descripción. Para decirlo al revés, según el positivismo normativo, dado que el derecho pretende hacernos actuar, para tener éxito ese mismo derecho tiene que ser relevantemente “puro”, diferente de la moral y de la política.

Esto podría parecer extraño, pero es lo que le da sentido a la existencia del positivismo. En efecto, dado que existen profundos desacuerdos morales y políticos, si deseáramos contar con un sistema jurídico no tendría mayor sentido supeditarlo al razonamiento moral y político. El derecho solo puede ayudarnos a resolver nuestros conflictos valorativos si estamos en condiciones de separarlo relevantemente de la moral y de la política. Por supuesto, el contenido del derecho no es neutral. Pero el punto es otro. Lo que debe ser neutral es la manera de identificar dicho contenido, al menos si nos interesa que el derecho tenga autoridad.

De ahí que el positivismo entienda al derecho como una práctica social con autoridad— capaz de resolver conflictos morales y políticos—, que proviene de una fuente convencional (un hecho social), que a su vez identifica al autor del derecho, el cual está dotado de poder legislativo, cuyas leyes finalmente son aplicadas en última instancia por jueces. He ahí la receta positivista del derecho: fuente, autor, ley y juez, ingredientes todos que giran alrededor de la idea de autoridad. Esta caracterización es conceptual y normativa a la vez. Esto puede llamar la atención hoy en día, pero no en los comienzos del positivismo, cuando era obvio que la tarea del derecho no era dar con la respuesta correcta sino evitar la guerra civil.

Por supuesto, luego el positivismo fue utilizado por la teoría democrática para permitir el auto-gobierno del pueblo, dado que la receta positivista parecer haber sido hecha a medida para eso. Esto es fácil de advertir una vez que ubicamos al poder constituyente como fuente del derecho y recordamos que la tarea de un juez en democracia es aplicar la ley y la Constitución ya que ambas son expresiones de la voluntad popular.

A veces la voluntad popular del auto-gobierno puede provocar serios conflictos que representan muy serios desafíos para el derecho vigente, que pueden degenerar en una guerra civil. Pero incluso estos muy serios desafíos tarde o temprano acaban por convertirse en otro orden jurídico capaz de permitir la expresión de la voluntad popular. 

Habiendo distinguido al positivismo normativo del conceptual, sin haber dejado de apreciar su relación complementaria, debemos ahora hacer frente a la leyenda negra del positivismo, la cual se debe a la tercera clase de positivismo que la jerga denomina como “positivismo ideológico”. Según el positivismo ideológico debemos obedecer al sistema jurídico, por no decir a quien esté en el poder, con independencia de quién o quiénes sean, por el solo hecho de que el sistema jurídico existe.

Por alguna razón, algunos suponen que el eslogan “la ley es la ley” contiene una indicación semejante y que los nazis han empleado dicho eslogan. Sin embargo, esto es una grosera confusión. En rigor de verdad—con la excepción probablemente de San Pablo, quien dicho sea de paso creía que el Segundo Advenimiento era inminente y por lo tanto creía que había problemas más importantes que preocuparse por la obediencia al derecho—nadie, ni siquiera los nazis, suscribe el positivismo ideológico. En efecto, los nazis no desean que obedezcamos a cualquiera que esté en el poder, sino solamente a ellos.

Finalmente, el eslogan “la ley es la ley” no fue respetado por los nazis debido a que la forma misma del derecho—al menos en su versión moderna—contiene una moralidad interna (merced a principios tales como generalidad, promulgación, claridad, falta de contradicción, constancia a través del tiempo, irretroactividad, y congruencia entre la acción oficial y la regla declarada) descripta por Lon Fuller, que impide la comisión de al menos algunas de las atrocidades cometidas por los nazis. Es por eso que para cometer un genocidio los nazis dejaron de valerse del derecho. No parece ser una casualidad que entre las primeras víctimas de las dictaduras suelen contarse los positivistas.

Andrés Rosler

Universidad de San Andrés

5 Comentarios

  • Santiago dice:

    Cuando me referí a «las normas formales que usted» en la primera pregunta del anterior comentario, me refería a las exigencias formales para las normas (claridad, generalidad, etc.) Aclaro porque me pareció que quedó confuso.

  • Santiago dice:

    Hola Doctor. Me tomo el atrevimiento de hacerle dos preguntas acerca de su interesante artículo. 1) ¿Cómo se compatibiliza el positivismo normativo («deber ser» del derecho orientado hacia las normas formales que usted cita) con el presupuesto del relativismo moral que está en la base de todo positivismo (aunquesea en su moderada forma de escepticismo cognoscitivo)? Es decir: ¿Qué fundamento moral encuentra el positivismo jurídico para afirmar las exigencias formales que usted enumera como constitutivas del deber ser que esta teoría sostiene? Parece dificil sostener un deber ser cuando no se cree en la posibilidad de conocer el bien en ninguna de sus formas. Parecería que se trata una vez más del problema de Kelsen cuando propone como «deber ser» la seguridad jurídica, anulando al mismo tiempo toda posibilidad de fundamento moral a través del ‘emotivismo’, que es también un relativismo. 2) Al mismo tiempo, me parece que las exigencias de claridad, generalidad, etc. no constituyen en sí mismas una barrera sustancial a la promulgación y obligación de cumplimiento de «derecho injusto». Parecería que se trata más bien de un obstáculo contingente al derecho injusto, puesto que tranquilamente se puede crear derecho injusto que respete esas exigencias sin dejar de ser injusto. Digo contingente porque se dio el hecho histórico de que los nazis no respetaron algunas de esas exigencias y por tanto parte de su derecho no debería ser considerado tal, pero bien podrían haberlas respetado sin alterar en lo sustancial lo injusto de ese derecho. Espero haber sido claro y perdón por la longitud de las preguntas. Excelente artículo. Espero su respuesta. Saludos!

  • Jimmy dice:

    El positivismo es incompatible con la teoría de los derechos humanos. Y de eso no habla el autor. La teoría positivista es superada por la teoría de los DDHH

  • Néstor Méndez dice:

    Pretensíón, quise escribir.

  • Néstor Méndez dice:

    Profesor:

    Pero…. si se acepta esa moralidad interna como conjunto de valores definitorios del Derecho, ¿no estamos abdicando la pretención de neutralidad cognoscitiva?

    O ¿es posible asumir esas condiciones (generalidad, publicidad, etc.) como meras características -contingentes- del Derecho de la época? (Que no es, claramente,lo que quiso decir Fuller, como lo denota por demás, el propio uso del término «moralidad»).

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